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Authors: Natsuo Kirino

Tags: #Intriga, policiaco

BOOK: Out
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—Miyamori —dijo ella con la cara pálida por el cansancio.

Inconscientemente, él cogió la llave que le colgaba del cuello y se la puso por encima de la camiseta. Todo se lo debía a esa llave. Masako echó un breve vistazo a la llave sin darse cuenta de que era la que ella había arrojado a la alcantarilla; volvió a mirarlo a la cara.

—Ayer en la sala... ¿qué querías decirme? —le preguntó sin tener en cuenta que no entendía muy bien el japonés.

Aun así, Kazuo entendió su pregunta.

—Lo siento —se disculpó él bajando la cabeza—. Me equivoqué.

—No he contado a nadie lo que hiciste —dijo ella mientras lo miraba severamente.

—Ya lo sé —repuso Kazuo asintiendo varias veces con la cabeza.

—La policía te ha preguntado por el marido de Yayoi, ¿no es así? —dijo Masako al tiempo que echaba a andar hacia el parking.

Kazuo la siguió a varios metros de distancia, para evitar las sospechas de los empleados brasileños que empezaban a salir de la fábrica charlando animadamente. Masako caminaba con paso ligero, como si Kazuo no existiera.

Cuando los empleados brasileños doblaron por la esquina de la calle que conducía a la residencia, Kazuo y Masako ya estaban frente a la fábrica abandonada. El fresco olor de la hierba enmascaraba el hedor proveniente de la alcantarilla, pero con el calor éste sería más persistente, casi insoportable. En pocas horas, el camino estaría seco y polvoriento y las hierbas se doblarían bajo el intenso bochorno veraniego.

Kazuo vio cómo Masako miraba hacia la alcantarilla y se paraba en seco al ver el bloque de hormigón que él había levantado el día anterior. Su reacción lo dejó atónito. Quizá hubiera debido confesarle lo que había hecho, pero le costaba admitir que se había metido en el lodo en busca del objeto que ella había tirado. Finalmente decidió no decir nada y se quedó inmóvil, con las manos en los bolsillos traseros.

Masako empalideció aún más al acercarse a la alcantarilla y mirar por el agujero. Kazuo la observó a unos metros de distancia.

—¿Qué diablos estás haciendo? —dijo finalmente, imitando el tono de Nakayama, el encargado de la fábrica.

Sabía que era una expresión un poco brusca, pero era la única de entre las pocas que conocía que podía aplicarse a esa situación. Masako se volvió y se quedó mirando la llave que le colgaba del cuello.

—¿Es tuya?—le preguntó.

Kazuo asintió lentamente, pero después negó con la cabeza. No podía mentirle.

—No me digas que la encontraste aquí —insistió Masako, indignada por su vaga respuesta.

Kazuo abrió los brazos y se encogió de hombros. Sólo podía decirle la verdad.

—Sí.

—¿Por qué? —le preguntó acercándosele.

Era sólo unos centímetros más baja que Kazuo. Al tenerla enfrente, éste se apartó y cogió la llave con ambas manos.

—¿Cómo lo sabías? ¿Estabas aquí? —le preguntó señalando el herbazal donde se había escondido.

En ese momento, un insecto alzó el vuelo desde el punto que ella señalaba, como si su dedo hubiera lanzado una especie de rayo. Kazuo asintió con la cabeza.

—¿Por qué?

—Te estaba esperando.

—¿Se puede saber qué pretendías?

—Me lo prometiste.

—Yo no te prometí nada. —Entonces alargó la mano—. Devuélvemela.

—No —repuso Kazuo agarrando la llave con fuerza.

—¿Para qué la quieres? —le preguntó con las manos en las caderas y la cabeza ladeada.

«¿Cómo que para qué?», pensó Kazuo. ¿Acaso quería obligarlo a decírselo directamente? Era más cruel de lo que había imaginado.

—Devuélvemela —insistió Masako—. Es importante. La necesito.

Kazuo entendía las palabras de Masako, pero aun así no comprendía la situación. Si realmente era tan importante, ¿por qué la había tirado? Quizá sólo quería recuperarla para que él no la tuviera.

—No te la devolveré.

Masako apretó los labios y se quedó callada, como si pensara qué debía hacer a continuación. Al verla abatida, Kazuo le cogió la mano. Era tan delgada que en su palma hubieran cabido las dos.

—Me gustas —le dijo.

—¿Qué? —exclamó ella perpleja—. ¿Por lo que pasó esa noche?

Kazuo quería decirle que estaba seguro de que lo entendería, pero no encontró las palabras. Frustrado, repitió las mismas palabras, como si repasara su libro de japonés.

—Me gustas.

—No me vengas con ésas —dijo ella soltándose.

Kazuo sintió una profunda decepción. Ella se echó a andar dejándolo plantado al lado de la alcantarilla. Kazuo pensó en seguirla, pero por la manera como andaba entendió que lo estaba rechazando y se quedó donde estaba, inmerso de nuevo en un espeso lodazal.

Capítulo 7

El parking de la fábrica parecía llano, pero en realidad estaba situado en una suave pendiente. Por la noche era prácticamente imperceptible, pero al amanecer, después de una agotadora noche de trabajo, el suelo a veces parecía combarse bajo los pies de quien lo pisaba.

Sintiéndose ligeramente mareada, Masako se apoyó con ambas manos sobre el techo de su Toyota Corolla, salpicado de gotas de rocío. Sus manos quedaron empapadas al instante, como si las hubiera sumergido en un charco, y se las secó en los vaqueros.

¿Cómo había osado decir algo así? Con todo, sabía que era cierto. Al recordar cómo esa mañana la había seguido como un perro abandonado, se volvió esperando verlo de nuevo detrás de ella, pero Kazuo había desaparecido. Debía de haberse sentido humillado.

No le gustaba que el chico hubiera recuperado la llave, pero lo que más la inquietaba eran sus sentimientos, la intensidad con que parecía tomarse las cosas. Hacía mucho tiempo que ella había dejado de darle importancia a las emociones, pero no estaba segura de poder vivir así toda la vida. En ese momento, sintió la misma soledad que se había apoderado de ella el día anterior.

Cuando decidió ayudar a Yayoi, cruzó una línea. Había descuartizado un cadáver y se había deshecho de él, y aunque lograra borrar ese recuerdo le sería imposible volver al punto de partida.

Le entraron arcadas y vomitó al lado del coche. Aún sentía un fuerte mareo. Se arrodilló y, con lágrimas en los ojos, siguió sacando una bilis amarillenta por la boca.

Tras enjugarse las lágrimas y la saliva con un pañuelo de papel, Masako giró la llave de contacto. En lugar de volver a casa, se adentró en la autopista Shin Oume y, al cabo de unos minutos, giró a la izquierda en dirección al lago Sayama. La carretera era empinada y estaba llena de curvas, así que redujo para subir en segunda. En todo el tramo sólo se cruzó con un viejo que iba en motocicleta.

Al cabo de unos kilómetros llegó al puente que cruzaba el lago, en medio de las montañas. El terreno que rodeaba el lago era parejo y el paisaje transmitía cierta sensación de artificio, como si fuera una especie de Disneyland alpino. De repente recordó que su hijo Nobuki, cuando era pequeño, había llorado al ver esa vasta extensión de agua; había hundido su cara en el regazo de su madre y se había negado a mirar el lago creyendo que iba a salir de allí un dinosaurio. Al rememorar la escena, Masako sonrió en silencio.

La superficie del agua brillaba con los rayos de sol y, como consecuencia, deslumbró sus ojos cansados. Giró en dirección a Tokorozawa. Unos minutos más tarde, llegó al lugar en cuestión. Dejó el coche en el arcén de la carretera, cubierto de hierba, y paró el motor. La cabeza de Kenji estaba enterrada en el bosque, a cinco minutos a pie.

Bajó del vehículo, lo cerró y se adentró entre los árboles. Era consciente del peligro que entrañaba volver a ese lugar, pero actuaba casi inconscientemente, sin saber muy bien qué se proponía hacer.

Cuando se encontró debajo de la gran zelkova que había tomado como referencia, dirigió la mirada hacia un trozo de tierra a varios metros de distancia. Entre la hierba se veía un pequeño montículo que constituía el único indicio de lo que había hecho. El verano estaba llegando a su punto álgido y el bosque rezumaba mucha más vida que diez días atrás. Se imaginó la cabeza de Kenji descomponiéndose bajo tierra, convirtiéndose en alimento para los insectos. Era una imagen horripilante, pero que aun así la reconfortó: había ofrecido la cabeza a los seres vivos que poblaban la montaña.

Le molestaba la luz que se filtraba entre las ramas, pero se puso la mano en la frente y se quedó varios minutos mirando hacia ese punto. Los recuerdos de aquel día brotaron como el agua que mana de un grifo, y Masako perdió la noción del tiempo.

Ese día se adentró en el bosque en busca de un lugar donde enterrar la cabeza de Kenji. La había metido en dos bolsas de plástico, pero pesaba tanto que temía que se rompieran. Además, llevaba una pala en la otra mano. Se paró varias veces para enjugarse el sudor con los guantes de algodón, y a cada pausa se cambiaba la bolsa de mano para dar un poco de descanso a los brazos. Cada vez que lo hacía, sentía la barbilla de Kenji contra sus piernas y se le ponía la carne de gallina. Al revivir esa sensación, le entró un escalofrío.

Recordó que había visto una película titulada Quiero la cabeza de Alfredo García, en la que un hombre recorría las carreteras mexicanas en un Nissan Bluebird SSS en compañía de una cabeza metida en hielo. Aún podía ver la cara de rabia y desesperación del protagonista, y se le ocurrió que diez días atrás probablemente ella tenía el mismo aspecto mientras buscaba un lugar adecuado para deshacerse de la cabeza. Exacto, había sentido rabia. No sabía contra qué ni contra quién, pero al menos había identificado el sentimiento que la había embargado. Quizá la hubiera sentido contra ella misma por estar tan sola y desamparada. Quizá se había indignado por haberse involucrado en ese asunto. No obstante, esa rabia la había ayudado a liberarse, y no cabía duda de que esa mañana algo en ella había cambiado.

Cuando salió del bosque por segunda vez, se metió en el coche y, tranquilamente, se fumó un cigarrillo. Decidió no volver. Después de apagar el cigarrillo, puso el coche en marcha y se alejó de allí para siempre.

Cuando llegó a casa, Yoshiki y Nobuki ya se habían ido a sus respectivos quehaceres, dejando los platos sucios del almuerzo a ambos lados de la mesa. Sin ganas de lavarlos, Masako los dejó en el fregadero y se quedó de pie en medio de la sala absorta en sus pensamientos.

No quería hacer ni pensar nada, sólo acostarse y dejar pasar el tiempo. De pronto se preguntó qué estaría haciendo Kazuo en ese momento. Quizá estuviera acostado sin poder conciliar el sueño, revolviéndose en la cama. O quizá siguiera andando en círculos alrededor del muro gris de la fábrica de coches. Al imaginárselo en ese deambular solitario, experimentó por vez primera cierta simpatía, tal vez a causa de la soledad que compartían. En ese instante decidió que podía quedarse la llave.

El teléfono la sacó de sus ensoñaciones. Eran poco más de las ocho. A esa hora no quería hablar con nadie. Encendió un cigarrillo e intentó ignorar la llamada, pero el timbre era demasiado persistente.

—¿Masako? —dijo Yayoi al otro lado de la línea.

—Hola. ¿Qué quieres?

—Te he llamado antes pero no estabas. ¿Habéis hecho horas extra?

—No. Tenía que ir a hacer un recado.

En lugar de querer saber dónde había estado, Yayoi le preguntó:

—Por cierto, ¿has leído el periódico?

—Aún no —repuso al tiempo que echaba un vistazo al que había encima de la mesa.

Yoshiki siempre lo doblaba con cuidado después de leerlo.

—Pues léelo. Hay una sorpresa.

—¿Qué ha pasado?

—Léelo —insistió Yayoi alegremente—. Me espero.

Masako dejó el auricular y desplegó el periódico. En la tercera página encontró lo que buscaba: «Aparece un sospechoso en el caso del cadáver de Koganei». Leyó el artículo por encima y vio que habían detenido al propietario del casino en el que Kenji había estado la noche de autos. Si bien lo habían arrestado por otros cargos, lo estaban investigando en relación con el asesinato. Todo iba bien, demasiado bien, tanto que incluso Masako sintió una punzada de miedo.

—Ya lo he leído —dijo con el auricular en una mano y el periódico en la otra.

—Tenemos suerte, ¿verdad? —preguntó Yayoi.

—Es demasiado pronto para echar las campanas al vuelo —le advirtió Masako.

—¿Quién hubiera imaginado que todo saldría tan bien? El artículo dice que se pelearon; eso ya lo sabía.

—¿Cómo?

—Cuando volvió a casa tenía el labio partido y la camisa manchada de sangre —explicó Yayoi. Era evidente que no había nadie en su casa—. De inmediato deduje que se habría peleado con alguien.

—Yo no me fijé.

Yayoi hablaba de Kenji cuando aún estaba vivo, y ella sólo había visto su cadáver. De todos modos, Yayoi siguió con su cháchara, como si no la hubiera oído.

—¿Crees que le va a caer pena de muerte?

—Imposible —respondió Masako—. Lo soltarán por falta de pruebas.

—Qué lástima...

—¿Cómo puedes decir eso? —la reprendió Masako.

—Porque también es el propietario del club donde trabajaba la chica de la que Kenji estaba colgado.

—¿Y eso lo convierte en cómplice de asesinato?

—No estoy diciendo eso. Pero lo tiene bien merecido.

—Quizá deberías preguntarte por qué tu marido se enamoró de ésa —le espetó Masako apurando el cigarrillo.

El comentario le había salido sin pensarlo, quizá a causa de lo sucedido con Kazuo.

—Porque estaba harto de vivir conmigo —repuso Yayoi enfadada—. Porque ya no me encontraba atractiva.

—¿Seguro?

Si Kenji hubiera seguido con vida, Masako hubiera querido formularle la misma pregunta. Le hubiera gustado saber si había algún motivo por el que alguien se enamoraba de otra persona.

—Si no es eso, lo hacía para fastidiarme.

—¿Por qué querría fastidiarte? Creía que eras una esposa modélica.

Al otro lado del hilo se hizo un largo silencio. Yayoi estaba pensando.

—Justamente por eso —dijo finalmente.

—¿Por qué?

—Supongo que cuando una es buena esposa se vuelve aburrida.

—¿Y cómo es eso? —insistió Masako, aturdida.

—Y yo qué sé —respondió Yayoi exaltada—. Tendrías que preguntárselo a Kenji.

—Tienes razón —murmuró Masako volviendo en sí.

—¿Qué te pasa? —le preguntó Yayoi—. Te encuentro un poco rara.

—Tengo sueño.

—Claro, no había caído —se disculpó Yayoi—. Como últimamente duermo por las noches... Por cierto, ¿qué tal está la Maestra?

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