Además del reto que suponía trabajar en el turno de noche de la fábrica, se había impuesto dos nuevos objetivos: el primero consistía en lograr el perdón de Masako; el segundo, aprender el suficiente japonés para conseguirlo. A diferencia del duro y monótono trabajo de llevar el arroz hasta la cinta transportadora, esta nueva tarea le parecía divertida.
«Me llamo Kazuo Miyamori.»
«Mi hobby es mirar partidos de fútbol.»
«¿Te gusta el fútbol?»
«¿Qué tipo de comida te gusta?»
«Me gustas.»
Kazuo iba repitiendo estas frases en voz baja, acostado boca abajo sobre el colchón. Por la exigua rendija que alcanzaba a ver de la ventana, percibió el naranja intenso de los últimos rayos de sol tiñendo el cielo. La pálida oscuridad de las nubes ganaba terreno por momentos. Kazuo quería que llegara la noche para poder ver a Masako.
No habían hablado desde aquel día. De hecho, temía decirle algo y que ella lo ignorara. Sin embargo, se había acercado a la alcantarilla para recuperar lo que ella había arrojado allí esa noche.
Kazuo cogió la llave que guardaba bajo la almohada y la apretó. El frío metal se fue calentando en la palma de su mano en la misma medida que lo hacía su corazón al pensar en Masako.
Si se lo contaba a sus compañeros, se reirían de él por enamorarse de una mujer tan mayor. Seguramente le aconsejarían que saliera con una de las chicas brasileñas. Por eso nadie debía saberlo. Quizá él fuera el único capaz de entender a esa mujer y, a su vez, ella la única capaz de entenderlo a él. Kazuo no tenía ninguna duda de que si llegaban a conocerse se entenderían a la perfección. Esa certeza estaba encerrada en la llave que tenía en la mano. Había decidido ponerle una cadena de plata y llevarla colgada al cuello. Era un objeto tan corriente que ni la propia Masako se daría cuenta de que era la llave que ella misma había arrojado a la alcantarilla. Pese a tener veinticinco años, parecía un colegial viviendo su primer amor. En ningún momento se le ocurrió pensar que su comportamiento fuera un intento de buscar algún consuelo en el frío país de su padre. Lo único que sabía era que ni siquiera en Brasil iba a encontrar a una mujer como Masako.
Kazuo fue a la alcantarilla a la mañana siguiente.
A diferencia de las mujeres japonesas que trabajaban por horas en la fábrica, los empleados japoneses solían trabajar hasta las seis de la mañana. Desde ese momento hasta las nueve, cuando empezaba el turno de día, la fábrica quedaba prácticamente desierta. Kazuo había aprovechado esas horas para acercarse hasta la alcantarilla.
Recordaba el lugar aproximado donde Masako había arrojado el misterioso objeto. Por el sonido que había emitido al chocar contra el fondo, suponía que se trataba de un objeto metálico y que no lo habría arrastrado la corriente.
Después de que los últimos empleados se hubieran ido en dirección a la estación, Kazuo se acercó a la acequia y, empleando todas sus fuerzas, levantó uno de los bloques de hormigón que la cubrían. La límpida luz del sol se reflejó en el agua sucia que hasta entonces había fluido en la oscuridad. Kazuo miró por el agujero. El agua era oscura y turbia, pero la corriente era mucho menos profunda de lo que había imaginado, de modo que bajó y se puso de pie en el agua sin descalzarse. No le importó salpicarse los vaqueros con el oscuro lodo ni sumergir sus Nike en el agua apestosa. Encallado debajo de una botella de plástico, vio un llavero de piel negra y, sin dudarlo, metió la mano en el agua tibia para sacarlo. Era un llavero con las esquinas raídas, pero contenía una llave plateada. Al observarla a la luz del sol, vio que se trataba de una llave corriente, con toda seguridad de una vivienda. Le extrañó que Masako hubiera querido deshacerse de un objeto tan banal, pero a esa duda pronto la sustituyó la alegría de haber recuperado algo que le había pertenecido. Sacó la llave de la anilla y, después de tirar el llavero estropeado, se la guardó en el bolsillo.
Esa noche acudió al trabajo más pronto de lo habitual y esperó al lado de la puerta del primer piso para ver aparecer a Masako.
Hubiera querido esperarla en el camino que llevaba del parking hasta la fábrica, pero sabía que no podía hacerlo: no debía asustarla más de lo que ya lo había hecho. Aunque eso no era del todo cierto, se dijo. De hecho, era él quien estaba asustado, pensó con una sonrisa. Lo que más temía en el mundo era hacer algo que llevara a Masako a odiarlo aún más.
Se quedó al lado de Komada, el encargado de higiene, simulando consultar su ficha en la máquina que había delante de las oficinas. La esbelta figura de Masako apareció más o menos a la hora habitual. Dejó su bolsa negra sobre la moqueta sintética de color rojo y, en un rápido movimiento, se agachó para quitarse las zapatillas. En ese momento alzó la vista hacia Kazuo pero, como solía suceder, sus ojos lo atravesaron y se fijaron en la pared que había detrás de él. Únicamente eso había sido suficiente para que Kazuo sintiera una alegría simple y pura, como si viera salir el sol.
Después de saludar a Komada, Masako se volvió para que éste le pasara el rodillo quitapelusas por el cuerpo. Vestía vaqueros y un holgado polo verde, y sostenía una bolsa en la mano. Esforzándose para controlar su respiración acelerada, Kazuo aprovechó ese momento para observarla detenidamente. Iba vestida de manera más bien descuidada, casi como un chico, pero la finura de su rostro y la esbeltez de su cuerpo eran admirables. Al pasar delante de él, Kazuo se decidió a saludarla.
—Buenas noches.
—Buenas noches —respondió ella con cara de sorpresa, justo antes de entrar en la sala.
Kazuo cogió la llave que colgaba de su cuello y le dio las gracias. Estaba feliz porque le había devuelto el saludo. Justo en ese momento, la puerta de la oficina se abrió, como si alguien hubiera estado esperando a que acabara su pequeña ceremonia.
—Miyamori. Justamente quería hablar con usted. ¿Tiene un minuto?
El director de la fábrica le hizo un gesto para que entrara. Kazuo se sorprendió, puesto que a esas horas en la oficina sólo estaba el vigilante nocturno. Sin embargo, al entrar en el despacho se encontró con una sorpresa aún mayor: junto al director había un intérprete.
—¿Qué sucede? —quiso saber Kazuo.
—La policía quiere hacerle unas preguntas. ¿Puede venir a las doce? —preguntó el director al intérprete, al tiempo que se volvía hacia la sala de visitas, donde un empleado japonés estaba siendo interrogado por un tipo delgado con pinta de policía.
—¿La policía?—dijo Kazuo.
—Sí. El tipo que ves ahí.
—¿Quiere hablar conmigo?
—Exacto.
A Kazuo se le paró el corazón. Masako lo había denunciado. Sintiéndose acusado, se le nubló la vista. Sabía que había sido egoísta al pedirle que no se lo dijera a nadie, pero no se había imaginado que ella pudiera mentirle de esa manera. Había sido un iluso.
—De acuerdo —murmuró en portugués antes de dirigirse abatido a la sala.
Masako estaba sola al lado de la máquina de bebidas, fumando un cigarrillo y todavía con ropa de calle. Ni Kuniko ni la Maestra habían llegado aún, de modo que no tenía con quién hablar; además, su otra compañera, Yayoi, había dejado la fábrica, por lo que parecía especialmente sola. No, no era soledad lo que irradiaba, sino rechazo. Sin embargo, Kazuo no pudo evitar abordarla.
—Masako —dijo con la voz temblando de rabia. Ella se volvió y se quedó mirándolo—. ¿Lo has contado?
—¿Qué tenía que contar? —repuso ella cruzando los brazos y con ojos de sorpresa.
—Ha venido la policía.
—¿De qué estás hablando?
—Me lo prometiste, ¿no es cierto? —logró decir él mirándole a los ojos.
Masako le aguantó la mirada sin responder. Rindiéndose, Kazuo se volvió y entró en el vestuario con los hombros caídos. Seguramente lo detendrían y perdería el trabajo, pero lo que más le disgustaba era que Masako lo hubiera traicionado.
Si lo iban a interrogar a las doce, no podía perder tiempo en cambiarse. Buscó la percha de la que colgaba su uniforme y se lo puso. Como en la fábrica no estaba permitido llevar joyas u otros efectos personales, se quitó la cadena del cuello y la guardó cuidadosamente en el bolsillo de su pantalón. Entonces cogió uno de los gorros azules que llevaban los empleados brasileños y volvió a la sala. Masako estaba en el lugar donde la había dejado, con el uniforme puesto. Algunos mechones le salían de la redecilla del pelo, lo que indicaba que se había cambiado a toda prisa.
—Oye —le dijo cogiéndolo del brazo, pero Kazuo la ignoró y prosiguió su camino hacia las oficinas.
Si Masako lo había denunciado, sus metas se habrían visto interrumpidas y su vida dejaría de tener sentido. Sin embargo, al recordar su gesto intentando cogerlo del brazo, se armó de valor. Eso no era más que otra prueba, pensó para sí, una prueba que ella le había preparado y que tenía que superar al igual que las demás. Sintió la fría llave en el muslo, como si quisiera recordarle que seguía estando ahí.
Llamó a la puerta de la oficina y ésta se abrió casi al instante. El intérprete brasileño y el agente de policía lo estaban esperando. Instintivamente, Kazuo se metió la mano en el bolsillo y apretó la llave para controlar su respiración.
—Me llamo Imai —le anunció el policía al tiempo que le mostraba su placa.
—Roberto Kazuo Miyamori —repuso él.
El policía era alto y casi no tenía barbilla. Parecía agradable, de mirada penetrante.
—¿Tiene usted la nacionalidad japonesa?
—Sí. Mi padre era japonés y mi madre brasileña.
—Ah, por eso es tan apuesto —comentó Imai con una sonrisa. Kazuo se quedó mirándolo, pensando que el comentario del policía bien podía interpretarse como una burla—. Siento molestarle, pero querría hacerle unas preguntas. No se preocupe por el tiempo que pueda robarle: le será remunerado como horas de trabajo.
—De acuerdo —dijo Kazuo, tenso al ver que el policía no se andaba con rodeos.
Sin embargo, la pregunta fue totalmente inesperada.
—¿Conoce a Yayoi Yamamoto?
Sorprendido, Kazuo miró al intérprete, que lo apremió para que contestara.
—Sí, la conozco —respondió con un movimiento de cabeza, pero sin entender las intenciones de Imai.
—Así, también estará al corriente de lo que le pasó a su marido, ¿verdad?
—Sí. Todo el mundo habla de ello.
¿Qué tenía eso que ver con él?
—¿Había visto alguna vez a su marido?
—No, nunca.
—¿Ha hablado alguna vez con Yayoi?
—A veces nos saludamos. ¿Se puede saber a qué viene todo esto?
Al parecer, el intérprete decidió no traducir su pregunta, y el policía siguió con el interrogatorio.
—El pasado martes no trabajó, ¿verdad? ¿Podría contarme lo que hizo ese día?
—¿Sospecha de mí? —preguntó Kazuo, irritado porque lo involucraran en un asunto que desconocía.
—No, no —lo tranquilizó Imai sonriendo—. Sólo estamos hablando con la gente que conoce a Yayoi, especialmente con los empleados que no acudieron a la fábrica esa noche.
Kazuo no quedó muy convencido, pero empezó a contar lo que había hecho ese día.
—Dormí hasta el mediodía y después fui a Oizumimachi. Pasé la tarde en la Brazilian Plaza y volví a casa hacia las nueve.
—Su compañero de piso ha declarado que esa noche no volvió —dijo Imai mirando sus apuntes con expresión de incredulidad.
—Alberto volvió con su novia y no se dieron cuenta de que estaba ahí —dijo Kazuo—, pero le aseguro que estaba acostado en mi cama.
—¿Y por qué no se dieron cuenta?
—Porque estaba en la litera de arriba —respondió Kazuo incómodo, recordando lo sucedido esa noche.
—Entiendo —dijo por fin el policía esbozando una sonrisa.
Kazuo echó un vistazo a la oficina vacía, y se quedó mirando las tres filas de escritorios, cada uno con su ordenador cubierto con una funda de plástico transparente. Le hubiera gustado estudiar informática en Japón, pero había acabado trajinando arroz en una fábrica. De repente todo le pareció absurdo.
—Así, ¿se pasó toda la noche en la habitación?
Kazuo dudó. Era la noche en la que había agredido a Masako y después había pasado horas errando por las calles en un ataque de arrepentimiento. Al empezar a llover, había vuelto a su apartamento para buscar un paraguas y esperar a Masako, pero su compañero estaba trabajando y no lo había visto.
—Salí a dar un paseo.
—¿A media noche? ¿Por dónde?
—Cerca de la fábrica.
—¿Por qué?
—Por nada en especial. No tenía ganas de estar en casa.
—¿Cuántos años tiene? —le preguntó el policía con un deje de lástima.
—Veinticinco.
El agente asintió con la cabeza, como si acabara de darse cuenta de algo, pero siguió mirando sus apuntes sin decir nada.
—¿Puedo irme ya? —preguntó Kazuo, que no soportaba el silencio.
El policía le hizo un gesto con la mano indicándole que esperara.
—Alguien me ha dicho que varias mujeres han sido atacadas cerca de la fábrica —dijo finalmente—. ¿Sabe usted algo?
Por fin, pensó Kazuo apretando la llave en el bolsillo.
—He oído rumores. ¿Me podría decir quién es ese alguien?
—Supongo que puedo decírselo —respondió Imai con una sonrisa—. Kuniko Jonouchi, una de las empleadas del turno de noche.
Kazuo soltó la llave de su palma sudorosa. Por suerte, no había sido Masako. Tendría que pedirle perdón.
—Esto no guarda relación alguna con el caso de Yayoi Yamamoto, pero me preguntaba si entre los empleados brasileños se comenta algo sobre esos ataques. Es decir, la identidad del agresor, quiénes son las víctimas...
—No he oído nada —respondió Kazuo secamente.
Entonces miró el reloj de la pared y se puso el gorro azul.
Imai no le hizo más preguntas y le dio las gracias.
Cuando Kazuo llegó a la planta, la cadena ya estaba en funcionamiento. Al final de la cinta se alzaba una montaña de cajas terminadas. Con Yoshie y Kuniko ausentes, Masako estaba sola al principio de la cadena. Desde que habían empezado a circular los rumores sobre el asesinato del marido de Yayoi, el cuarteto se había disgregado. A Kazuo le parecía extraño, pero a la vez se alegraba de que Masako no estuviera con sus amigas. Si actuaba con rapidez, quizá pudiera hablarle a la salida.
Los empleados brasileños tuvieron que trabajar un cuarto de hora más, hasta las seis y cuarto. La oportunidad era inmejorable, pero Masako había acabado su turno a las seis y ya se habría ido. Kazuo salió abatido del edificio. Los primeros rayos de sol iluminaban el muro gris de la fábrica de automóviles. Era una lástima que en una mañana tan bonita tuviera que volver a casa y dormir en la oscuridad como un animal. Sacó la gorra negra del bolsillo trasero de sus vaqueros y se la caló. Al alzar los ojos, se detuvo, atónito: Masako estaba de pie justo donde él la había esperado esa mañana lluviosa.