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Authors: Natsuo Kirino

Tags: #Intriga, policiaco

BOOK: Out
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—Se lo agradezco. Sólo le pido que deje de perseguirla. No es posible ver a las chicas fuera del club.

—¿Y quién lo prohíbe? —le espetó Yamamoto con una risa despectiva—. No me haga reír. Es una puta, ¿no?

—¿Será idiota? ¿Acaso no entiende lo que le digo? —dijo Satake perdiendo los nervios.

—Pero ¿quién se ha creído? ¡Imbécil! —gritó Yamamoto soltando un puñetazo.

Satake lo paró con el brazo derecho, agarró a Yamamoto por el cuello de la camisa y, poniéndole una rodilla en la entrepierna, lo inmovilizó contra la pared. Yamamoto quedó paralizado, respirando con dificultad.

—Vete a casa antes de que te haga daño.

Por la escalera subía un grupo de hombres de negocios. Al ver el panorama, se apresuraron a entrar en el Amusement. Satake soltó a Yamamoto. Ese tipo de incidentes eran justamente los que alimentaban los rumores de que la mafia controlaba el local, lo que siempre era negativo para el negocio.

En cuanto se sintió libre, Yamamoto asestó otro golpe que alcanzó en toda la mandíbula a su oponente. Satake gimió de dolor, pero reaccionó con rapidez y le clavó el codo en el estómago. Yamamoto se dobló, y Satake aprovechó el descuido para enviarlo escalera abajo. Al verlo rodar por los escalones y quedar sentado en el rellano, Satake sintió una subida de adrenalina, la misma que solía sentir de joven cuando no hacía otra cosa que meterse en líos. Pero fue sólo un instante: su capacidad de autocontrol le ayudó a reprimir sus instintos más bajos.

—Si vuelves por aquí te mato, gilipollas —le advirtió.

Yamamoto quedó medio aturdido, secándose la sangre que le manaba de la boca. Quizá ni siquiera oyó la amenaza de Satake. Al verlo allí tendido, un grupo de chicas que subían por la escalera gritaron y dieron media vuelta. «Vaya, no quería asustarlas», pensó Satake mientras se alisaba las arrugas del traje. En ese momento, no tenía la menor idea del destino que le esperaba a Yamamoto.

Capítulo 5

«Odio, siento odio», decidió Yayoi Yamamoto mientras observaba su cuerpo desnudo en el espejo. Tenía una mancha morada y circular en el estómago, justo en el punto donde Kenji, su marido, le había golpeado la noche anterior.

El golpe había acogido un nuevo sentimiento en su interior, no era así. De hecho, ya estaba ahí, pensó Yayoi mientras negaba desesperadamente con la cabeza. La mujer del espejo hizo lo propio. Ese odio ya estaba ahí, aunque no había acertado darle un nombre. En el preciso instante en que pudo identificarlo, ese sentimiento se extendió como una nube oscura y se apoderó de ella de tal forma que en su interior no quedó espacio para nada más.

—No pienso perdonarle —murmuró Yayoi al tiempo que rompía a llorar.

Las lágrimas le resbalaron por las mejillas y cayeron en el canalillo que formaban sus pechos, pequeños pero bien formados. Y siguieron bajando hasta llegar a la zona donde tenía el morado. Yayoi sintió una punzada tan intensa que tuvo que acurrucarse sobre el tatami. Tenía la piel tan sensible que incluso el contacto con las lágrimas la hacía estremecer. Era un dolor tan intenso que nadie podría aliviarlo.

Como si hubieran notado algo, los niños empezaron a revolverse en sus pequeños futones. Yayoi se levantó rápidamente, se enjugó las lágrimas y se envolvió el cuerpo con una toalla. No quería que sus hijos vieran el moretón. Y menos aún que la vieran llorar.

No obstante, consciente de que tenía que sobrellevar esa situación sola, las lágrimas volvieron a brotar. Lo peor era que quien le había infligido ese moretón era la persona con quien tenía una relación más estrecha. Desconocía por completo cómo salir de ese infierno, aunque sabía que debía evitar echarse a llorar como una niña.

Su hijo mayor, de cinco años, hizo una mueca y se revolvió sin despertarse. El pequeño, de tres años, también se movió y se quedó boca arriba. Si se despertaban no llegaría a tiempo a la fábrica, de modo que salió de la habitación sin hacer ruido. Cerró las puertas con sigilo y apagó la luz, rezando para que sus pequeños durmieran hasta la mañana siguiente.

Se dirigió al pequeño comedor y cogió unas bragas y un sostén sencillos de la montaña de ropa que había sobre la mesa. Recordó que cuando era soltera solía comprar lencería fina para complacer a Kenji. Poco podía imaginar por aquel entonces que éste sería el futuro que les esperaba: un marido necio que perdía la cabeza por una mujer inalcanzable, una esposa que lo detestaba y un abismo profundo e insalvable que los separaba. Nada volvería a ser como antes, pues ella no pensaba perdonarle.

Tampoco hoy Kenji volvería antes de que ella se fuera a la fábrica. De hecho, aunque volviera, a Yayoi no le gustaba dejar a los niños con alguien tan irresponsable como su marido. El mayor era muy sensible y cualquier cosa le afectaba. Además, hacía tres meses que Kenji no traía el sueldo a casa, de modo que se había visto obligada a costear la manutención de los niños y la suya propia con el salario más bien escaso de la fábrica.

La situación era insostenible. Kenji volvía a casa y se acostaba cuando ella no estaba, y por las mañanas, cuando regresaba exhausta, no hacían más que discutir e intercambiar miradas glaciales y penetrantes. Estaba agotada. Yayoi lanzó un suspiro y se agachó para ponerse las bragas. Al hacerlo, volvió a sentir un fuerte dolor en el estómago y se le escapó un leve grito. Milk, acurrucado en el sofá, alzó la cabeza y la miró con las orejas erguidas. La noche anterior, durante la pelea, se había escondido debajo del sofá, desde donde lanzaba largos maullidos.

Al recordar lo sucedido, Yayoi empalideció. La embargó mi oscuro sentimiento, mitad rabia, mitad odio. Nunca hasta entonces había tenido motivos para odiar a alguien. Había crecido sin grandes sobresaltos, era la única hija de un típico matrimonio de provincias. Después de diplomarse en una universidad de la prefectura de Yamanashi, se había trasladado a Tokio para trabajar como ayudante de ventas en una conocida presa de azulejos. Como era joven y guapa, en seguida llamó atención de sus compañeros. Visto en retrospectiva, ésa había sido la mejor época de su vida. Hubiera podido escoger a quien hubiera querido, pero se había enamorado de Kenji, quien solía ir con frecuencia a su oficina en calidad de representante de una modesta empresa de materiales para la construcción. Lo había escogido porque había mostrado más interés que el resto, y hasta el día de su boda todo le había parecido un sueño que duraría para siempre. Sin embargo, una vez casados, las ilusiones de Yayoi empezaron a desvanecerse. Kenji prefería beber y jugar a volver a casa con ella. Yayoi no había advertido que Kenji sólo deseaba lo que no le pertenecía. La había querido a ella porque era la niña mona de su empresa, pero cuando fue definitivamente suya perdió todo interés. Al fin y al cabo, era un pobre infeliz que se pasaba la vida persiguiendo ilusiones.

La noche anterior, Dios sabe por qué, Kenji había vuelto a casa antes de las diez. Yayoi estaba fregando los platos en la cocina, sin hacer ruido para no despertar a los niños, cuando sintió una presencia y se volvió. Kenji permanecía a su espalda, mirándola con una mueca de hastío. Sorprendida, Yayoi dejó caer el estropajo enjabonado.

—Me has asustado.

—¿Creías que era otro?

Curiosamente no estaba borracho, pero sí de mal humor. Yayoi ya estaba acostumbrada.

—Pues sí. Últimamente sólo te veo durmiendo —respondió Yayoi mientras recogía el estropajo. Hubiera preferido no verlo—. ¿Por qué vuelves tan pronto?

—Estoy sin blanca.

—No me extraña. Hace meses que no traes ni un céntimo a casa.

Pese a darle la espalda, Yayoi sabía que él sonreía.

—Te lo digo en serio. Estoy arruinado. Me he gastado todos los ahorros.

—¿Qué? —exclamó Yayoi con voz temblorosa. Tenían más de cinco millones ahorrados. Era casi la entrada para un piso. ¿Para qué había estado trabajando tanto?—. ¿Es verdad? ¿Cómo es posible? Hace meses que no me das nada...

—Lo he perdido todo. Jugando al bacará.

—Me estás tomando el pelo —dijo Yayoi confusa.

—No. Es verdad.

—El dinero no era sólo tuyo.

—Ni tuyo —repuso Kenji. Normalmente no era muy hablador, pero esa noche parecía tener respuesta para todo—. Será mejor que me vaya. ¿Qué te parece?

¿Por qué intentaba fastidiarla? ¿Qué era lo que le molestaba? No solía involucrar a la familia en sus pequeños dramas. ¿Por qué esa noche era diferente?

—Yéndote no vas a solucionar nada —respondió Yayoi en un tono distante.

—Entonces, ¿qué hago? Dímelo tú —replicó Kenji con expresión maliciosa, como si la tuviera atrapada.

—Pues olvida a esa mujer —repuso Yayoi furiosa—. Ella es la causa de todo, ¿verdad?

En ese mismo instante, recibió un fuerte golpe en el estómago. Sintió un dolor tan intenso que perdió el sentido y se desplomó. No sabía lo que le había ocurrido. Le costaba respirar. Gimió ligeramente y se acurrucó, pero justo en ese momento recibió otro golpe en la espalda. Soltó un grito.

—¡Imbécil! —le chilló Kenji.

De reojo, Yayoi vio que su marido entraba en el baño frotándose el puño derecho, y entonces comprendió lo que había pasado. Se quedó unos instantes en el suelo, gimiendo de dolor, mientras oía el ruido del grifo del baño.

Cuando empezó a recuperarse, se levantó la camiseta con las manos jabonosas y descubrió que tenía un morado en el estómago. Sin duda, ésa era la señal inequívoca de que Kenji y ella habían terminado. Lanzó un largo suspiro. En ese momento, se abrieron las puertas de la habitación y apareció Takashi, su hijo mayor, mirándola asustado.

—¿Qué pasa, mamá?

—Nada, cariño —consiguió responder Yayoi—. Me he caí bien. Vuelve a la cama.

Al parecer, Takashi sabía lo que sucedía, pero aun así cerró las puertas sin rechistar. No quería despertar a su hermano peque dormía a su lado. Si hasta su hijo podía ser tan considerado, ¿qué le pasaba a Kenji? Sin duda la gente cambiaba, pensó Yayoi. O quizá siempre había sido así.

Sin quitarse la mano del estómago, se acercó a la mesa y se sentó. Empezó a respirar poco a poco para controlar el dolor. De pronto oyó a Kenji golpeando un cubo de plástico en el baño. Yayoi sonrió en silencio y se tapó el rostro con las manos. Convivir con un hombre así era una verdadera desgracia.

De pronto se dio cuenta de que todavía iba en ropa interior y decidió ponerse un polo y unos vaqueros. Como últimamente había perdido varios kilos, los vaqueros le resbalaron hasta las caderas, así que fue a buscar un cinturón. Se acercaba la hora de ir a la fábrica. No tenía ganas de ir al trabajo, pero si no acudía sus compañeras se preocuparían. Sobre todo Masako, a quien no le pasaba nada por alto. Por eso la trataba con cierto temor, aunque en su interior sintiera que podía confiar en ella. Si pasaba algo, podía contar con ella. Esta idea no fue más que un atisbo de esperanza, pero sin duda aceleró sus movimientos.

Se oyó un ruido en el recibidor. Yayoi se puso tensa, creyendo que Kenji había vuelto, pero como no lo vio aparecer en el comedor pensó que quizá fuera algún desconocido, y se dirigió rápidamente a la entrada.

Kenji estaba sentado en el recibidor, de espaldas a ella, quitándose los zapatos. Tenía la vista clavada en el suelo, los hombros caídos y la camisa sucia. Por lo visto, no había advertido su presencia. Al recordar lo que había sucedido la noche anterior, sintió una rabia intensa. Ojalá no hubiera vuelto. No quería verlo más.

—Ah, ¿estás aquí? —dijo Kenji mientras daba media vuelta—. ¿Hoy no vas al trabajo?

Tenía el labio hinchado y sangraba, como si se hubiera peleado con alguien. No obstante, Yayoi se quedó donde estaba, en silencio. ¿Cómo podría controlar el odio que bullía en su interior?

—¿Qué miras? —murmuró Kenji—. De vez en cuando podrías ser un poco amable conmigo.

Al oír esas palabras, se le agotó la paciencia. Sin pensárselo dos veces, se sacó el cinturón de piel y lo estrechó alrededor del cuello de Kenji. Éste ahogó un grito de sorpresa, intentando volverse hacia ella, pero Yayoi empezó a tirar hacia sí. Kenji trató de agarrar el cinturón, pero ya se le había clavado en el cuello y le resultó imposible meter sus dedos para evitar la presión. Yayoi observó fríamente cómo su marido rasguñaba la piel del cinturón y decidió tirar más fuerte. El cuello de Kenji se dobló hacia atrás formando un ángulo extraño y sus dedos se agitaron en el aire vanamente. «Que sufra —pensó Yayoi—. No merece seguir viviendo.» Plantó el pie izquierdo en el suelo y con el derecho le empujó hacia delante. De la garganta de Kenji salió una especie de graznido. Yayoi se sintió bien. Se sorprendió al comprobar que era capaz de tanta crueldad y violencia, pero aun así le pareció una revelación muy emocionante.

El cuerpo de Kenji se relajó. Había quedado torpemente sentado en el escalón de la entrada, con los zapatos puestos, el torso sobre sus rodillas y el cuello torcido hacia un lado.

—Todavía no —murmuró Yayoi estrechando aún más el cinturón—. Todavía no te perdono.

No es que quisiera que muriera. Lo único que deseaba era no tener que verlo más, no tener que oírlo más.

Pasaron varios minutos. Kenji permanecía inmóvil, boca arriba. Yayoi comprobó el pulso del cuello. Nada. Había una mancha en la parte delantera del pantalón. Al ver que se había meado encima, Yayoi se echó a reír.

—También tú hubieras podido ser un poco más amable conmigo —dijo en voz alta.

Yayoi no sabía cuánto tiempo permaneció sin moverse, pero volvió en sí al oír el maullido de Milk.

—¿Y ahora qué hacemos, Milk? —susurró—. Lo he matado.

El gato repuso con un gemido, al que Yayoi correspondió. Ya no había vuelta atrás, pero no se arrepentía. «Ya está bien así», se dijo, no podía hacer otra cosa.

Volvió al comedor y, con serenidad, miró el reloj que colgaba de la pared. Eran las once en punto. No le quedaba mucho tiempo, y decidió llamar a Masako.

—¿Diga?

Por suerte respondió ella. Yayoi inspiró profundamente.

—Soy Yayoi.

—Hola —la saludó Masako—. ¿Qué hay? ¿Hoy no vienes?

—No sé qué hacer.

—¿Con qué? —preguntó Masako sin ocultar su preocupación—. ¿Ha pasado algo?

—Sí —confesó Yayoi—. Lo he matado.

Se hizo un silencio.

—¿De verdad? —dijo Masako al cabo de unos segundos, con voz tranquila.

—De verdad —respondió Yayoi—. Lo acabo de estrangular.

Masako se quedó callada durante más de medio minuto. Yayoi supo que su compañera estaba pensando.

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