—¡Menuda niñata! —exclamó Kuniko espetando a la pantalla.
Un vestido tan caro sería por lo menos de Chanel o Armani.
«Ya me gustaría a mí —pensó—, pero si estas muchachas tan monas pueden llevar uno, ya no vale la pena.»
—Qué rabia —murmuró.
La única satisfacción de trabajar en la fábrica era haber conocido a Masako, pensó Kuniko mientras masticaba un bocado de arroz frío. Por lo poco que sabía de ella, Masako había trabajado bastante tiempo en una gran empresa, pero había perdido el empleo tras una reducción de plantilla. Era evidente que no era el tipo de mujer que trabajaría toda su vida en el turno de noche. Pronto le ofrecerían un trabajo normal, o tal incluso algún puesto de responsabilidad en la fábrica. Si seguía a su lado podría aprovecharse de la situación. Sólo había un inconveniente: Masako no parecía confiar mucho en ella.
Después de comer tiró el envase, prácticamente limpio, al cubo que había al lado del fregadero, y se dispuso a echar un vistazo a los anuncios de relax que había apartado por la mañana. Su salario en la fábrica no le permitía hacer frente a las deudas contraídas; de hecho, apenas era suficiente para sufragar los intereses. No obstante, la paga que se cobraba en una jornada diurna aún era peor. Para ganar lo que sacaba trabajando cinco horas y media en la fábrica debería trabajar más de ocho horas, de modo que no le interesaba dejar el turno de noche. Por contra, tenía que dormir durante el día. Así que se encontraba en un círculo vicioso. Y no le gustaba admitir que era una perezosa.
No quería pensar en sus deudas. Últimamente los intereses habían subido tanto que no sabía si había acabado de pagar los intereses y empezado a pagar el capital prestado.
Al anochecer se maquilló, se puso el vestido imitación Chanel y salió a la calle con un objetivo claro: encontrar un trabajo que terminara antes de las once y media.
En el aparcamiento de bicicletas se cruzó con una vecina, que regresaba a casa cargada con una bolsa de la compra. Vestía un traje veraniego barato, de los que venden en el supermercado, y su cara reflejaba cansancio. Trabajar en una empresa no era ningún chollo.
Kuniko inclinó levemente la cabeza. La vecina le devolvió el saludo con una sonrisa, olfateando el aire al cruzarse. Kuniko pensó que tal vez le había sorprendido su perfume. Se había puesto Coco, aunque poco podía saber su vecina de perfumes. De hecho, en la fábrica estaban prohibidos, pero había decidido que antes de irse a trabajar tomaría un baño.
Montó en la bicicleta y avanzó por la calle estrecha, esquivando los automóviles que circulaban en sentido contrario. El pub adonde se dirigía estaba cerca de la siguiente estación, Higashi Yamato. No debía de haber parking, así que si conseguía el trabajo tendría que ir en bicicleta, lo que constituía un inconveniente. ¿Qué haría los días de lluvia? La estación le quedaba lejos de casa. Si todo iba bien, quizá pudieran mudarse a una zona mejor comunicada.
Veinte minutos después, se encontraba delante del pub Bel Fiore. Había salido de casa con la certeza de que no tenía ninguna posibilidad, pero al llegar al lugar, completamente desolado, pensó que tal vez tuviera una oportunidad. Se animó y, por primera vez en mucho tiempo, se sintió eufórica.
«Camarera. Entre 18 y 30 años. 3.600 yenes/hora. Se proporciona uniforme. Buena presencia. 17.00-01.00 h. No se requiere beber.» Al recordar el anuncio, Kuniko pensó que si conseguía el trabajo podría dejar la fábrica, puesto que en sólo dos horas obtendría lo que ganaba trabajando toda la noche. Los planes de quedarse junto a Masako dejaron paso a un nuevo proyecto.
En la entrada había un grupo de chicos con trajes de colores oscuros y una chica con una minifalda cortísima, el atuendo preciso para atraer a los clientes.
—He llamado antes por lo del anuncio —dijo Kuniko a uno de los chicos.
—Pues vaya por la puerta trasera —le respondió el muchacho, sin disimular su sorpresa.
—Gracias.
Mientras se alejaba del grupo, Kuniko notó que la miraban y oyó alguna risita. Al llegar al lugar donde el joven le había indicado, encontró una puerta metálica con una placa que rezaba: Bel Fiore.
—Disculpe —dijo abriendo la puerta apenas un poco—. He telefoneado esta tarde.
Al mirar al interior, vio a un hombre de mediana edad, vestido de negro, que justo en ese momento colgaba el teléfono. Él la miró mientras se frotaba las profundas arrugas que le surcaban la frente.
—Ah, sí. Pase y siéntese —le dijo señalando el sofá que había delante de la mesa.
Aunque de aspecto tosco, su voz era suave y agradable.
Cuando Kuniko se sentó, tratando de mostrarse relajada, el hombre le largó una tarjeta. Era el encargado. Inclinó leve mente la cabeza, pero al levantarla la repasó de arriba abajo. Kuniko se sentía terriblemente incómoda, pero a pesar de todo empezó a hablar, hecha un manojo de nervios:
—Vengo por lo del trabajo de camarera.
—Si es así, hablemos un poco —dijo el hombre con amabilidad mientras se sentaba en un sillón frente al sofá—. ¿Cuántos años tiene?
—Veintinueve.
—Ya. ¿Lleva algún documento que lo acredite?
—No lo llevo encima —respondió Kuniko.
El hombre cambió de tono al instante.
—¿Ha desempeñado alguna vez este trabajo?
—No. Es la primera vez.
Por un momento, Kuniko temió oír que no querían amas de casa, pero el hombre no le formuló más preguntas y se levantó del sillón.
—En realidad, en cuanto se publicó el anuncio se presentaron seis chicas de diecinueve años. Los clientes las prefieren jóvenes y sin mucha experiencia.
—Ah...
Pero no era sólo eso, pensó Kuniko, desinflándose como un globo. Si fuera más guapa y tuviera más estilo, la edad no sería un inconveniente. De pronto le vinieron a la cabeza todos sus complejos.
—Lo siento. Quizá la próxima vez...
—Entiendo —asintió Kuniko desolada.
—¿A qué se dedica?
—Tengo un trabajo por horas en el barrio.
—Es mejor así—le dijo el hombre—. Trabajar aquí es bastante duro. Los clientes se dejan diez o veinte mil yenes en una hora, y no quieren irse de vacío. Me entiende, ¿verdad? Usted ya es mayorcita. Quieren irse satisfechos. Y a usted no le gustaría eso, ¿verdad? —le preguntó esbozando una sórdida sonrisa—. Siento que haya tenido que venir hasta aquí. Acepte esto por las molestias —añadió mientras le ponía un sobre en la mano. «Mil yenes», pensó Kuniko—. Por cierto, ¿realmente tiene veintinueve años?
—No.
—No crea que me importa demasiado... —dijo él con desdén.
Deprimida, Kuniko salió por la puerta trasera para no toparse con los jóvenes que custodiaban la entrada principal. Optó por adentrarse en una callejuela para volver al lugar donde había dejado la bicicleta, pero al pasar por delante de un restaurante decidió entrar. Tenía hambre, estaba de mal humor y tenía el dinero que le había dado el encargado del pub.
Después de pedir un cuenco de arroz con ternera, se volvió y se encontró mirándose en un gran espejo colgado en la pared. Vio sus anchos hombros y sus rasgos poco delicados. Se volvió rápidamente, consciente de que el espejo sí reflejaba los años que tenía: treinta y tres. Había mentido sobre su edad incluso a sus compañeras de trabajo.
Suspiró y decidió abrir el sobre. Dos mil yenes. No estaba mal. Se puso un cigarrillo mentolado en los labios.
Aún le quedaban varias horas para empezar el turno en la fábrica.
Mientras abría la puerta en silencio, Yoshie notó el olor a orín y a desinfectante. Por mucho que aireara la casa y fregara el suelo, no conseguía eliminarlo. Se frotó los ojos cansados con la punta de los dedos para combatir el picor. Tenía varias cosas que hacer antes de acostarse.
Tras el pequeño recibidor había una habitación con tres tatamis atestada con una mesilla vieja, una cómoda y un televisor. Éste era el espacio donde Yoshie y Miki, su hija, comían y miraban la tele. Al quedar justo delante del recibidor, el espacio estaba expuesto a la vista de cualquier visita, y en invierno se colaba el frío por las rendijas de la puerta. Miki no paraba de quejarse, pero no les quedaba otro remedio que conformarse con vivir en esa casa.
Yoshie dejó en un rincón la bolsa con el uniforme sucio de la fábrica y echó una ojeada a la habitación de seis tatamis, con las puertas abiertas de par en par. Como las cortinas estaban corridas, la habitación estaba en penumbra, pero aun así percibió un leve movimiento en el futón. Su suegra, que llevaba más de seis años postrada en la cama, debía de estar despierta. Con todo, Yoshie no dijo nada y se quedó plantada en medio de la habitación. En la fábrica trabajaba duro, y al volver a casa se sentía como un trapo viejo. Ojalá pudiera tumbarse y dormir un poco, ni que fuera una hora. Mientras se daba un pequeño masaje en los hombros carnosos y entumecidos, echó un vistazo al ambiente sombrío y desolado que la rodeaba.
A su derecha, las puertas de la pequeña habitación de Miki estaban bien cerradas, aislándola del mundo exterior. Hasta cumplir doce años, Miki había dormido en la habitación de seis tatamis con su abuela, pero al llegar a esa edad se había negado a compartir las noches con la anciana, de modo que Yoshie tuvo que dormir junto a su suegra. Sin embargo, al poco tiempo descubrió que le resultaba imposible descansar, y últimamente la situación comenzaba a ser insoportable. Quizá le empezara a pesar la edad.
Finalmente, Yoshie se sentó en el exiguo espacio que quedaba libre en el suelo y levantó la tapa de la tetera que había en la mesilla. Las hojas con las que se había preparado un té la noche anterior, antes de ir al trabajo, seguían en el fondo. Al pensar en el esfuerzo que le supondría tirar las hojas y lavar la tetera, decidió que no valía la pena. Estaba dispuesta a trabajar para los demás, pero cuando se trataba de hacerlo para ella le daba igual, de modo que llenó la tetera con el agua tibia que quedaba en el termo.
Mientras sorbía el té desabrido, se quedó inmersa en sus pensamientos. Había varios temas que la preocupaban.
El casero le había dicho que tenía previsto derribar su vieja casa de madera y construir en su lugar un pequeño bloque de viviendas con mayores comodidades, aunque Yoshie creía que se trataba de una excusa para echarlos. Si se confirmaban sus sospechas, no tendrían dónde ir. Sabía que, en caso de que pudieran acceder a un apartamento en el bloque nuevo, el alquiler sería mucho más alto, y si tenían que cambiar de residencia mientras se llevaban a cabo las obras, necesitarían más dinero. Sin embargo, con lo que ganaba apenas llegaban a final de mes y no tenían nada ahorrado para una emergencia.
«Necesito dinero», pensó Yoshie.
Había gastado en su suegra la modesta cantidad que cobrara con la muerte de su marido y se le habían acabado los ahorros. Como sólo tenía estudios primarios, quería que Miki fuera a la universidad, pero a ese paso le sería imposible, por no hablar de ahorrar para su vejez. Por eso, pese a que trabajar en el turno de noche era muy duro, no podía dejarlo. Y si quería buscar otro trabajo durante la jornada, ¿quién iba a cuidar de su suegra? Cuando pensaba en el futuro, no podía por menos que inquietarse.
Absorta en sus pensamientos, no se dio cuenta de que lanzaba un profundo suspiro.
—¿Eres tú, Yoshie? —preguntó una débil voz en la habitación de al lado.
—Sí. Ya estoy en casa.
—Tengo el pañal mojado —dijo la anciana tímidamente, pero con un ligero tono de exigencia.
—Ya voy.
Tomó otro sorbo de té tibio y se levantó. Había olvidado lo mezquina que había sido su suegra con ella en sus primeros años de matrimonio. Ahora no era más que una pobre anciana no podría vivir sin ella.
«Sin mí no saldrían adelante», pensó Yoshie. De hecho, había convertido ese pensamiento en su razón de vivir. En la fábrica pasaba lo mismo. Le llamaban Maestra y era ella quien imponía el ritmo en la cadena. Ésa era la fuerza que la ayudaba a superar la dureza del trabajo, la fuente de su orgullo.
Sin embargo, era consciente de que la realidad era demasiado cruel con ella. No tenía a nadie que la ayudara. Lo único que la mantenía en pie era su amor propio. Hacía tiempo que había decidido ocultar sus sentimientos en lo más profundo de su corazón y había hecho de la diligencia su única obsesión. Su truco para salir adelante no era otro que apartar los ojos de la realidad.
Entró en la habitación de su suegra sin decir una palabra. Olía a heces. Superando el asco, descorrió la cortina y abrió la ventana para que el hedor escampara. Afuera, apenas a un metro de distancia, estaba la ventana de la cocina de la casa de al lado, tan pequeña y destartalada como la suya. Como si ya supiera lo que se le venía encima, la vecina cerró la ventana dando un golpazo para mostrar su irritación. Yoshie se enfadó, aunque a la vez comprendía que no era muy agradable tener que soportar ese olor a primera hora de la mañana.
—Date prisa, por favor —murmuró la anciana revolviéndose en el futón e ignorando lo que acababa de ocurrir.
—Si se mueve, se le va a salir todo.
—No me encuentro bien.
—Ya voy.
Mientras retiraba la colcha de verano y empezaba a desatar el cinturón de la bata de su suegra, Yoshie deseó tener que cambiar los pañales a un bebé en lugar de a una anciana. Cuando le había tocado hacerlo, nunca le había parecido que fuera algo sucio. ¿Por qué con una persona mayor sentía tanta repulsión?
De pronto, pensó en Yayoi Yamamoto. Sus hijos eran aún pequeños, y no hacía mucho había comentado muy contenta que el pequeño había dejado de usar pañales. Yoshie comprendía su alegría.
No obstante, últimamente Yayoi estaba rara. Su marido le había pegado en el estómago, aunque ella debía de haberle irritado. En general, los hombres agradecían tener a una mujer trabajadora a su lado, aunque si éstos eran unos vagos también podían llegar a considerar su presencia como un estorbo. Era lo que le había ocurrido, sin ir más lejos, a su marido, muerto de cirrosis hacía cinco años: cuanto más se esforzaba ella por cuidar de su suegra y más trabajaba para sostener la economía familiar, más taciturno se volvía él.
A Yayoi le debía de pasar lo mismo: a su marido no le gustaba porque se esforzaba demasiado. Debía de ser tan egoísta como lo fuera su esposo. Por algún motivo incomprensible, parecía que los más vagos atraían a las mujeres más trabajadoras. Sin embargo, no había más remedio que aceptarlo y resignarse. Yayoi debía de pasar por la misma situación que ella había vivido.