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Authors: Natsuo Kirino

Tags: #Intriga, policiaco

BOOK: Out
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—¿Tiene calor? —le preguntó inquieto Kunimatsu mientras le cogía la americana.

—No. Se está bien —respondió Satake mientras sacaba un paquete de tabaco del bolsillo.

Un joven crupier que practicaba en una mesa vacía antes de empezar su turno vio su camisa mojada e hizo una mueca que a Satake no le gustó.

—¿Cómo se llama el nuevo?

—Yanagi.

—Dile que vaya con cuidado cuando esté con los clientes. Seguro que no les gustará ver a un crupier haciendo esas muecas.

—Se lo diré —le aseguró Kunimatsu guardando las distancias, como si quisiera evitar el mal humor de su jefe.

Satake no se movió hasta terminar su cigarrillo. En cuanto lo apagó, una de las chicas vestidas de conejito le cambió el cenicero. Satake encendió otro y empezó a echar la ceniza en el cenicero limpio. Los empleados parecían prestar más atención a sus movimientos que a los de los clientes. A pesar de que el local era suyo, por primera vez se sintió fuera de lugar.

—¿Tiene un minuto? —le preguntó Kunimatsu.

—¿Qué sucede?

—Tengo algo que enseñarle.

Satake siguió al encargado, que vestía de etiqueta, hasta una habitación situada al fondo de la sala que hacía las veces de oficina.

—Un cliente se dejó esto —dijo Kunimatsu mientras sacaba una americana gris de un armario. Satake vio la que él se acababa de quitar colgada en otra percha—. ¿Qué hacemos?

—¿Nadie ha venido a buscarla? —preguntó Satake mientras cogía la americana y la examinaba.

Se trataba de una pieza de lino barata.

—Mire esto —añadió Kunimatsu señalando un nombre cosido en hilo amarillo en el interior de un bolsillo.

—¿Yamamoto? ¿Y ése quién es?

—¿No se acuerda? El tipo a quien echó el otro día.

—Ah, ése... —dijo Satake al recordar al tipo que había estado molestando a Anna.

—No ha vuelto a buscarla. ¿Qué hago?

—Tírala.

—¿Y si viene a reclamarla?

—No vendrá —aseguró Satake—. Y si viene, dile que no la hemos visto.

—De acuerdo —asintió Kunimatsu sin convicción.

Después de interesarse por la recaudación de los últimos días, Satake salió de la oficina. Kunimatsu fue tras él para tenerlo contento. En la sala había un par de chicas con vestidos extremados que parecían camareras. Al ver su bronceado artificial, Satake pensó en su chica preferida.

—Voy a ver a Anna y luego vuelvo.

Kunimatsu lo despidió con una leve reverencia, pero a Satake no le pasó desapercibido el alivio que se dibujó en su rostro al verlo partir. En momentos como ése, en los que era consciente del respeto y el nerviosismo con que lo trataban sus empleados, temía que estuvieran al corriente de su pasado.

Tenía un autocontrol excepcional y hacía todo lo posible por mantener sus fantasmas a buen recaudo, puesto que sabía que sólo con intuir lo que había hecho, la gente que lo rodeaba quedaría aterrorizada. Sin embargo, sólo él y esa mujer sabían la verdad de lo ocurrido. Nadie podía imaginar lo que realmente perseguía. Él lo había descubierto a los veintiséis años, y eso le había condenado a vivir aislado del mundo el resto de sus días.

En el apartamento de Anna detectó algo extraño. Llamó al interfono pero no obtuvo respuesta. En el preciso instante en que se sacó el teléfono del bolsillo, oyó la voz de Anna.

—¿Quién es?

—Yo.

—¿Eres tú, cariño?

—Pues claro. ¿Estás bien? Abre.

—Voy.

Al oír la cadena de la puerta, Satake se extrañó. Anna nunca la ponía.

—Siento no haber ido a trabajar —se disculpó Anna mientras abría la puerta.

Iba en pantalones cortos y camiseta, y estaba un poco pálida. Satake miró al suelo: vio un par de zapatillas de moda.

—¿El chico de la piscina?

La mirada de Anna siguió a la de Satake. Enrojeció al instante.

—No me importa que te diviertas —le dijo él—. Pero debes evitar que se interponga en tu trabajo o que dure demasiado.

Anna se echó atrás al oír esas palabras y lo miró a la cara.

—¿De veras no te importa?

—No.

Los ojos de Anna se llenaron de lágrimas, y Satake pareció incomodarse ante la escena. Anna era encantadora incluso fuera del trabajo, pero para él no era más que un bello objeto al que le gustaba cuidar. Al igual que la piel que cubría su cuerpo, su relación con Anna era superficial.

—No vuelvas a faltar—añadió.

Mientras pensaba que ese incidente podría animarla a cambiar de club, Satake cerró la puerta tan suavemente como le fue posible.

En el trayecto de vuelta se preguntó por qué ese día todo parecía salirle tan mal. Estaba irritado; sentía que la caja donde había encerrado su pasado estaba a punto de estallar.

Decidió no volver a pasar por el Mika, y en su lugar se dirigió hacia el Amusement Park.

—¿Cómo está Anna? Hoy no ha venido, ¿verdad? —se interesó Kunimatsu.

—No es nada. Mañana ya estará aquí.

—Me alegro. Por cierto, parece que abajo empieza a animarse.

—¿Ah sí? —dijo Satake aliviado.

Entonces contó por encima a los clientes que había en la sala: unos quince, la mitad oficinistas y el resto noctámbulos de Shinjuku. De éstos, la mitad eran clientes habituales. No estaba mal, se dijo satisfecho. Ahora sólo le quedaba decidir qué hacía con Anna. No quería que se fuera a otro club por una nadería como ésa.

Justo cuando empezaba a calmarse y a pensar en sus cosas, la puerta del local se abrió y entraron dos nuevos clientes. Eran dos tipos de mediana edad que vestían camisas de manga corta. A Satake le sonaban de algo, pero no supo de qué. Quizá fueran oficinistas o propietarios de algún negocio. Sin embargo, sus miradas eran más curiosas de lo normal. Satake, a quien por lo común no le costaba adivinar de qué tipo de clientes se trataba, no supo qué pensar.

—Adelante —exclamó Kunimatsu acudiendo a recibirlos.

Los llevó hasta una mesa y, a petición suya, empezó a explicarles las reglas del juego. Cuando hubo terminado, uno de los hombres sacó una cartera negra del bolsillo de su camisa.

—Departamento de Policía de Shinjuku —anunció en voz baja—. Que no se mueva nadie. ¿Podemos hablar con el propietario?

Los presentes se quedaron paralizados. Sólo Kunimatsu, mordiéndose el labio inferior, miró a Satake.

«¡Mierda! Una redada.»

Así que ésa era la corazonada que había tenido durante todo el día. Claro que sus caras le sonaban: eran como las de todos los polis. Cogió una ficha de bacará y, conteniendo las ganas de reír, la estrujó entre los dedos.

Capítulo 2

Satake creyó haber oído mal cuando un nuevo agente entró en la sala de interrogatorios y se presentó.

—Kinugasa, de la Dirección General.

—¿Eh? ¿De la Dirección General? ¿Qué pasa aquí?

—¿Cómo que qué pasa? —repitió Kinugasa echándose a reír. Era un tipo fuerte y robusto, con la típica mirada penetrante de los detectives. A Satake no le hizo ninguna gracia—. Quiero interrogarle sobre un caso que estamos investigando.

—¿Qué caso? —Llevaba retenido más de una semana sólo por regentar un establecimiento de apuestas ilegales, y ahora aparecía ese tipo de la Dirección General. ¿Qué andaban buscando? Estaba asustado, aunque debía hacer lo posible para disimularlo—. ¿Qué tiene que ver la Dirección General conmigo? ¿De qué se trata?

—De un cadáver descuartizado —respondió Kinugasa al tiempo que se sacaba un mechero barato del bolsillo de su polo negro desteñido.

Encendió un cigarrillo y dio una profunda calada mientras examinaba el rostro de Satake.

—¿Un cadáver descuartizado?

—Parece asustado —dijo Kinugasa.

Satake llevaba una camisa azul que le había enviado Reika. El color no le favorecía, pero como mínimo era mejor que la camisa negra de seda empapada en sudor. Se le veía más pálido de lo habitual.

—No crea —repuso echándose a reír.

—¿Que no crea qué? No sé de qué se ríe, imbécil. ¿Acaso cree que nos la va a pegar? —Kinugasa miró al policía de la comisaría de Shinjuku, quien le había cedido el mando del interrogatorio—. ¿O es que está tan acostumbrado al trullo que ya ni se inmuta?

—¡Eh, un momento! —intervino Satake alarmado—. ¿Qué está insinuando?

Al parecer, no se trataba de una simple redada. Creía que lo habían detenido para dar ejemplo al resto de propietarios de salas de juego, pero ahora empezaba a caer en la cuenta de que la Dirección General quería ir más allá. Por culpa de un malentendido se había metido en un asunto turbio, y ahora le iba a costar Dios y ayuda salir de él.

—Oiga, Satake. Sea bueno con nosotros —le advirtió Kinugasa—. ¿No se acuerda de un tipo llamado Kenji Yamamoto que frecuentaba su local? Es el hombre que ha aparecido descuartizado. Lo conocía, ¿verdad?

—¿Kenji Yamamoto? —repitió Satake ladeando la cabeza—. No me suena de nada.

Por la ventana de la sala de interrogatorios se veían los rascacielos de la salida oeste de Shinjuku y, entre ellos, las franjas de cielo azul. Satake cerró los ojos, deslumbrado por la luz blanca del sol. Su apartamento estaba cerca de allí. Se moría de ganas de salir de la comisaría y volver a su penumbrosa guarida.

—¿Ha visto esto alguna vez? —le preguntó Kinugasa mientras sacaba una americana gris arrugada de una bolsa.

Al verla, Satake tuvo que reprimir un grito de exclamación. Era la que había ordenado tirar a Kunimatsu la noche en que lo detuvieron.

—Sí. Un cliente se la dejó en el local.

Satake tragó saliva. Así que alguien había matado y descuartizado a ese inútil de Yamamoto. Ahora que lo pensaba, en la tele habían hablado de un tal Yamamoto... Las piezas empezaban a encajar. Los agentes lo miraron con inquietud.

—Venga, Satake. Cuéntenos qué le pasó a ese cliente.

—No lo sé.

—¿No lo sabe? ¿Está seguro? —inquirió Kinugasa con una sonrisa casi femenina.

«Idiota», pensó Satake, que comenzaba a sentir cómo la sangre se le subía a la cabeza. Estuvo a punto de marearse, pero el autocontrol que había adquirido en la cárcel le ayudó a dominar la situación.

—No lo sé.

Kinugasa sacó una libreta del abultado bolsillo trasero de sus pantalones y hojeó las páginas con parsimonia.

—Veamos. Martes, veintisiete de julio, diez de la noche. Varios testigos aseguran que les vieron a usted y a Yamamoto enzarzados en una pelea frente a la puerta del Amusement Park. Lo envió escalera abajo de un puñetazo, ¿no es así?

—Sí... puede ser...

—¿Puede ser? ¿Y qué pasó después?

—No lo sé.

—¿Cómo que no lo sabe? —lo interrumpió Kinugasa—. Queremos saber lo que hizo después de que Yamamoto desapareciera.

Satake rebuscó en sus recuerdos pero fue inútil. No sabía si se había ido a casa o si se había quedado en el Amusement, así que optó por decir lo que juzgó más adecuado.

—Me quedé trabajando en el local.

—¿Está seguro? Sus empleados han declarado que se fue inmediatamente.

—¿Ah sí? Entonces me fui a casa y me acosté.

Kinugasa se cruzó de brazos, impaciente.

—¿En qué quedamos?

—Me fui a casa.

—Siempre se queda en el local hasta la hora de cerrar, ¿verdad? ¿Por qué ese día se fue a casa? ¿No es un poco raro?

—Estaba cansado y decidí acostarme pronto.

«Exacto», pensó Satake. Eso es lo que había hecho esa noche. Se durmió con la tele encendida. Ojalá se hubiera quedado en el Amusement, pero ya era demasiado tarde para arrepentirse.

—¿Estaba solo?

—Claro.

—¿Y por qué estaba tan cansado?

—Me pasé toda la mañana en un pachinko
[5]
. Al mediodía acompañé a una de las chicas a la peluquería y me reuní con Kunimatsu, el encargado del local, para tratar unos asuntos. Estuve todo el día yendo de aquí para allá.

—¿Y de qué habló con Kunimatsu? ¿De cómo deshacerse de Yamamoto? Eso es lo que él nos dijo.

—No es cierto —dijo Satake—. ¿Por qué querríamos hacer algo así? Me limito a llevar un club y un casino.

—¡No nos joda! —gritó de súbito Kinugasa—. ¿Cómo puede decir que sólo lleva un club y un casino con su historial? ¿No mató a una mujer? ¿Cuántas puñaladas le propinó? ¿Veinte? ¿Treinta? Y sin parar de follársela, ¿verdad? ¿Eh? ¿Le gustó, Satake? ¿Eh? Es un perturbado. Casi vomito leyendo ese jodido informe. No entiendo cómo un salvaje como usted pudo permanecer en la cárcel sólo siete años. ¿Puede explicármelo?

Satake sintió que el sudor empezaba a manar por cada uno de los poros de su piel. La tapa de su infierno privado acababa de abrirse de par en par ante sus ojos. Vio la cara de la mujer agonizante. Los oscuros fantasmas que había intentado mantener alejados de su vida le subían por la espalda como una mano helada.

—Vaya, está sudando, Satake.

—No, sólo...

—Venga, confiese. Se sentirá mejor.

—No tengo nada que confesar. No he matado a nadie más. He cambiado.

—Todos dicen lo mismo. Pero quien mata una vez por placer, tarde o temprano vuelve a hacerlo.

«Quien mata por placer.» Impresionado por esas palabras, Satake miró los pequeños ojos desafiantes de Kinugasa. Tenía ganas de gritarle que estaba equivocado, que el placer había consistido en compartir la muerte con esa mujer. En ese momento, no había sentido más que amor. Por eso era la única mujer a la que había poseído, la única a la que estaría atado de por vida. No la había asesinado por placer. Lo que había sentido no podía expresarse en una sola palabra.

—Se equivoca —murmuró finalmente.

—Es posible. Pero estamos haciendo todo lo posible por descubrir la verdad —dijo Kinugasa—. Claro que, si lo prefiere, no es necesario que nos diga nada —añadió dándole unos golpecitos en el hombro, como si acariciara a un perro.

Satake se echó a un lado para evitar su mano carnosa.

—Le aseguro que se equivoca conmigo —insistió—. Sólo quería que no volviera a aparecer por el local. Se había encaprichado de mi mejor chica y la acosaba. Le advertí que la dejara en paz. No tenía ni idea de lo que sucedió después hasta que usted me lo ha contado.

—Su manera de advertir quizá difiera de lo estándar...

—¿Qué insinúa?

—Reflexione. ¿Qué hizo después de darle una paliza?

—Deje de decir bobadas.

—¿Qué es una bobada? Asesinó a una mujer, es un macarra y da palizas a sus clientes. De ahí a descuartizarlos no hay mucha diferencia. Y encima no tiene coartada. ¿Qué se ha creído? —Satake no respondió. Kinugasa encendió otro cigarrillo—. Satake —añadió echándole el humo a la cara—, ¿quién lo descuartizó?

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