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Authors: Luz Gabás

Tags: #Narrativa, Recuerdos

Palmeras en la nieve (17 page)

BOOK: Palmeras en la nieve
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Kilian movía el líquido de su vaso con movimientos circulares pausados. La borrachera se le había pasado de golpe y volvía a pensar con claridad. Levantó la vista muy lentamente y clavó la mirada, dura y fría, en Gregorio.

—La próxima vez que te metas conmigo —masticó las palabras—, me conocerás realmente.

Gregorio soltó un bufido y se puso en pie.

—¿Tampoco tienes sentido del humor? ¡Vaya joya!

—Es suficiente, Gregorio —dijo Manuel, tajante.

—Sí, ya vale… —Marcial se levantó para que se notase la diferencia de altura entre ambos.

—Estás muy protegido —Gregorio señaló a los demás—, pero un día no tendrás a nadie que te defienda.

Jacobo se lanzó contra él y lo cogió del brazo con fuerza.

—¿A quién amenazas tú, eh?

Gregorio se soltó bruscamente y se marchó. Marcial y Jacobo se sentaron de nuevo y aceptaron otro trago para calmar los ánimos.

—Ni caso, Kilian —dijo Marcial finalmente—. Antes no era así este hombre. Se ha embrutecido. Pero, en fin, perro ladrador…

—Eso espero —respondió Kilian tranquilamente, aunque por dentro se sentía rabioso—. Porque no pienso pasarle ni una más.

El viernes por la noche, Yeremías le dio a Simón una nota de parte del
boy
de Julia en la que invitaba a los hermanos y a Antón a cenar en su casa.

Kilian esperó a la mañana del sábado para decírselo a Jacobo. A las seis bajó al patio, donde los braceros, más puntuales que nunca, esperaban el cobro semanal. Permanecían en fila esperando a que los nombrasen uno a uno para recibir el dinero y poner su huella dactilar en el listado que había sobre una mesa dispuesta para ello. La tarea, igual que la del reparto semanal de comida que se hacía los lunes, ocupaba un par de horas. Mientras esperaban a ser llamados, aprovechaban para frotarse los dientes con su inseparable
chock stick
, un pequeño cepillo hecho de raíces gracias al cual todos lucían unas dentaduras envidiables.

Kilian se acercó a Jacobo y le dio a leer la nota de Julia.

—Muy hábil, sí —dijo Jacobo molesto—. Te la ha mandado a ti para asegurarse de que vamos. ¡Mira si no tendrá días! Pero no… Ha tenido que elegir el sábado.

—¿Y qué más da un día que otro?

—Los sábados por la noche son sagrados, Kilian. Para todos. Fíjate en los hombres. ¿A que están contentos? Por la mañana cobran, y por la noche se gastan parte en Santa Isabel.

—Entonces, ¿mando aviso de que vamos o no?

—Sí, sí, claro. Ahora ve con Gregorio o no acabaréis nunca. Hoy va fino como la seda.

Cuando llegó a la mesa donde estaba sentado, Gregorio le pasó la lista de sus brigadas. Sin mirarle a los ojos, se levantó de la mesa y dijo:

—Toma, sigue tú. Yo voy a ir preparando el material para
Obsay
. Nelson te ayudará.

Kilian se sentó y continuó leyendo los nombres de la lista. Observó que Simón pululaba por ahí medio aburrido. El muchacho iba vestido de igual manera que todos los días. Llevaba pantalón corto y camisa de manga corta, ambos de color crudo. Cubría sus pies con unas sencillas sandalias de tiras de cuero en lugar de botas. A pesar de su parecido con otros muchachos de su edad, Kilian sabía con certeza que podría distinguir a Simón entre todos porque sus enormes ojos brillaban como si estuviesen en alerta de manera permanente, moviéndose de un lado a otro, absorbiendo todo lo que sucedía a su alrededor. Le invitó con un gesto a que se acercara a la mesa y ayudara a Nelson en la labor de traducción. Al llegarle el turno a uno de los hombres, otro se adelantó y se situó a su lado, hablando sin parar en un tono de protesta. Kilian maldijo su mala suerte. Empezaba el día con otra disputa.

—¿Qué pasa, Nelson?

—Este hombre dice que Umaru le debe dinero.

A Kilian el nombre le resultó familiar. Levantó la vista y creyó recordar al hombre a quien Gregorio no quiso darle quinina antes del incidente de la boa.

—¿Por qué le debes dinero? —le preguntó.

Aunque Nelson iba traduciendo el diálogo, dedujo por sus gestos que Umaru no tenía la menor intención de pagar nada. El otro hombre intervenía cada vez más exaltado. Los demás trabajadores se callaron para prestar atención a la situación.

—Ekon le ofreció a su mujer. Umaru aceptó sus servicios y ahora no quiere pagar.

Kilian parpadeó varias veces y apretó los labios para evitar echarse a reír. Aquello era lo más ridículo que había escuchado en su vida. Miró al hombre bien parecido, de mediana altura, pelo muy corto, pómulos altos y hoyuelos en las mejillas.

—¿Me estás diciendo que Ekon
prestó
a su mujer?

—Sí, claro —contestó Nelson con toda naturalidad—. Umaru está soltero. Los solteros necesitan mujeres. Los casados aprovechan, si la mujer quiere, y sacan dinero. Ekon quiere su dinero.


¡Moní, moní, sí, massa
! —repetía Ekon con insistencia moviendo la cabeza de arriba abajo.


¡Moní no, massa
!
¡Moní, no
! —repetía Umaru moviendo la cabeza de un lado a otro.

Kilian resopló. Odiaba tener que hacer de juez. A ese paso no terminarían nunca.

—¿Hay testigos? —preguntó.

Nelson tradujo la pregunta en voz alta. Un coloso de casi dos metros de altura y brazos como las piernas de cualquier hombre normal se adelantó y habló al capataz.

—Mosi dice que él los vio en el bosque. Dos veces.

Kilian sonrió para sus adentros. Por lo visto, él no era el único que interrumpía situaciones comprometidas en la selva. Preguntó la cantidad a la que ascendía la deuda, extrajo el dinero del sobre de Umaru y lo introdujo en el sobre de Ekon.

—No hay más que hablar. —Entregó los dos sobres ante la expresión de satisfacción de uno y de irritación del otro. Después se giró hacia Simón—. ¿Estás de acuerdo?

Simón asintió con la cabeza y Kilian respiró aliviado.


Palabra conclú
, entonces.

A las siete en punto de la tarde el día se acabó y llegó la oscuridad sin previo aviso. Kilian y Jacobo se subieron a la
picú
para ir a la ciudad. En la entrada, Jacobo le gritó a Yeremías:

—¡Acuérdate de que Waldo haga lo que le he dicho!

—¿Qué tiene que hacer Waldo?

—Nada. Cosas mías.

A la salida del poblado Zaragoza, Kilian vio a muchos de los braceros riendo y bromeando con los zapatos en la mano. Habían cambiado sus viejas y sucias ropas por pantalones largos y camisas limpias y blancas.

—¿Qué hacen ahí? —preguntó a su hermano.

—Esperan al autobús para ir de fiesta a Santa Isabel.

—¿Y por qué llevan los zapatos en la mano? ¿Para no ensuciarlos?

—Más bien para no desgastarlos. Intentan ahorrar todo lo que pueden. —Soltó una risita—. Pero esta noche se gastarán un pellizco del sueldo en alcohol y mujeres. Por cierto, veo que te rascas menos.

—Manuel me preparó la receta de Dámaso y parece que funciona.

—¡Ah! —exclamó Jacobo con ironía—. ¡No hay nada como la experiencia!

Kilian asintió.

—Oye, Jacobo. ¿No te parece que papá debería irse a casa? Cada vez lo veo más cansado. Ni siquiera le ha apetecido acompañarnos esta noche a la cena.

—Tienes razón, pero es muy obstinado. Le he sacado varias veces el tema y dice que él ya sabe lo que tiene que hacer. Y que es normal cansarse a su edad. No quiere ni que lo visite Manuel. No sé…

Aparcaron el coche frente a la puerta de la factoría Ribagorza. Subieron por las escaleras laterales hasta la vivienda y llamaron a la puerta. Como si los hubiera estado vigilando por la ventana, Julia no tardó ni dos segundos en abrir la puerta y los invitó a pasar a una amplia y acogedora estancia que se abría a una terraza y que hacía las veces de comedor y salón, presidida por una gran mesa y sillas de madera frente a un sofá de ratán natural y reposabrazos de madera. Kilian deslizó la mirada por las paredes, decoradas —a excepción de una fotografía de Pasolobino que le arrancó una sonrisa nostálgica— con cuadros de motivos africanos, una lanza de madera de palo rojo de casi dos metros de longitud y una concha de carey. A su derecha, sobre un mueble bajo, había un enorme colmillo de marfil y, distribuidas por diferentes lugares, numerosas figuritas de ébano. La nota más occidental la ponía una radio tocadiscos Grundig que divisó en una mesita junto al sofá, acompañada de varios ejemplares de la revista
Hola
y del
Selecciones del Reader´s Digest
.

Julia presentó a Kilian a sus padres, Generosa y Emilio, y ofreció a los hermanos un
contrití
, la infusión típica de la isla, mientras la cocinera y los dos
boys
terminaban de preparar y servir la cena. Entre otros manjares, Generosa había ordenado preparar unas tostadas de caviar iraní y cocinar
fritambo
, un guiso de antílope muy codiciado que Kilian encontraría delicioso.

—Estuve dudando si abrir un bote de adobo que me envió mi madre desde Pasolobino —explicó la madre de Julia, una mujer un tanto rolliza de piel tersa y media melena ondulada que llevaba una falda marrón y un jersey de punto de color ocre—, pero al final me decidí por el plato estrella de mi cocinera. Espero que vengáis otra vez. Entonces os prepararé alguna receta de mi madre.

A Kilian le agradaron Generosa y Emilio. Conversó largamente con ellos porque querían saber muchas cosas de España, así que repitió lo que ya le había contado a Julia esa semana en la factoría. Generosa le recordaba a su madre, aunque era más habladora que Mariana. Conservaba el temple enérgico y valiente de las mujeres de la montaña y además rebosaba salud, algo imprescindible para aguantar tantos años en Fernando Poo. Emilio era un hombre de mediana estatura, pelo escaso y rebelde, bigote corto y ojos despiertos como los de su hija. A Kilian le pareció tranquilo y bonachón, educado y de sonrisa fácil. Emilio le preguntó por su padre, a quien hacía días que no veía, y lamentó que su salud no fuera la de antes.

—¿Sabes? —le dijo—. ¡Suerte tuvimos de tenernos el uno al otro cuando llegamos por primera vez! ¡Qué diferente era todo! Ahora las calles están asfaltadas y alcantarilladas. Tenemos agua, luz en las casas y en las calles, teléfono… ¡Igual que en Pasolobino, muchacho!

Kilian captó la ironía de sus palabras. No podía haber dos mundos más diferentes que su pueblo y Santa Isabel. Probablemente los europeos que llegaban de grandes ciudades no notaban tanto cambio, pero él, acostumbrado al ganado y a pueblos llenos de barro, sí. Empezaba a comprender por qué Emilio y Generosa habían conseguido adaptarse tan bien a las comodidades de un lugar como ese. Incluso le habían podido ofrecer una buena educación a Julia en los colegios de la isla, todo un lujo… Tal vez un día él consiguiera amar ese pedacito de África como lo hacía la familia de Julia, pero, de momento, todavía suspiraba interiormente por detalles tan pequeños como el descubrimiento, en una esquina del comedor, de un sencillo altar con una talla de la Virgen de Guayente —patrona de su valle— y una imagen de la Virgen del Pilar; o como el recuerdo intenso de las celebraciones de su casa que había avivado el sabor del vino rancio de la cubita que Generosa había hecho enviar desde su casa para acompañar las típicas pastas de manteca de Pasolobino…

Una carcajada de Julia lo distrajo de sus pensamientos. Durante la cena, la joven había estado ocupada tratando de atraer la atención de Jacobo con sus bromas y su inteligente conversación. Se había puesto muy guapa para la ocasión, con un sencillo vestido de manga corta de vichy amarillo y marrón de cuerpo ajustado y cuello grande en pico por delante y por detrás, y llevaba el pelo recogido en un discreto moño que realzaba sus rasgos. Kilian lamentó que su hermano no estuviera interesado en Julia porque hacían muy buena pareja, y más esa noche en que también Jacobo se había esmerado en presentar un aspecto impecable con su pantalón de lino y su camisa blanca. Julia y Jacobo eran jóvenes, atractivos y divertidos. Una buena combinación, pensó Kilian, que no podía funcionar si uno de los dos no estaba enamorado. Sintió lástima por la que empezaba a considerar su amiga. Veía la ilusión de sus ojos cuando Jacobo respondía con una sonrisa, incluso con alguna carcajada, a los comentarios de ella.

Uno de los
boys
les indicó que el café se serviría en la mesa del porche que daba al jardín, iluminado con quinqués de petróleo alrededor de los cuales pululaban nubes de mosquitos. Hacía una noche tan clara que hubiera bastado con la luna, que proyectaba su luz sobre el gran mango y el enorme aguacate —Kilian calculó que tendrían entre ocho y diez metros de altura— que reinaban entre los árboles exóticos del jardín. Julia propuso que jugaran al rabino, pero sus padres prefirieron continuar la conversación.

El padre de Julia temía que los vientos de independencia de otros lugares como Kenia y el Congo Belga llegaran hasta Guinea y los negocios de los blancos peligraran. Generosa cortó el debate de manera hábil, pero tajante, cuando comprendió que Kilian no iba a dejar de preguntar. El joven se sintió un poco frustrado porque de buen grado hubiese comentado con ellos lo que había leído en el barco sobre el movimiento Mau Mau. No podía ni imaginarse que ese mundo colonial tan perfectamente organizado que estaba conociendo tuviera alguna fisura. Sin embargo, no quiso ser descortés y se amoldó a la conversación que guiaba la mujer.

Cada cierto tiempo, Jacobo miraba el reloj con gesto de preocupación. Los sábados, a él le pasaba lo mismo que a los braceros: quería sueldo y fiesta. Podía imaginarse dónde y qué estaban haciendo en esos momentos Marcial y Mateo y un gusanillo de urgencia le recorría el estómago.

Por fortuna para él, a los pocos minutos avisó el otro
boy
de que un trabajador de Sampaka, llamado Waldo, pedía permiso para entrar y explicar las razones por las que
massa
Kilian y
massa
Jacobo debían regresar sin demora a la finca.

—Varios calabares estaban celebrando una fiesta en los barracones —Waldo hablaba deprisa y con una agitación que a Kilian le resultó un tanto forzada—, cuando se han enzarzado en una gran pelea, con machetes y todo…

—¡Si es que son unos brutos! —intervino Generosa, santiguándose con gesto de preocupación—. Igual son de la secta esa que se comen unos a otros. ¿No os habéis enterado? En el mercado han dicho algo de que en Río Muni se habían comido al obispo…

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