Authors: Douglas Preston & Lincoln Child
Por otro lado... Vinnie se lo había pedido. Dos veces.
Comprendió que ya había tomado una decisión, —Está bien, le ayudaré a llegar hasta el final, no por usted, sino por Vinnie, pero... —Vaciló—. Tengo una condición. Y no es negociable.
—Por supuesto, capitana.
—Cuando encontremos a la persona culpable de la muerte de su esposa, si es que la encontramos, prométame que no la matará.
Pendergast se quedó muy quieto.
—¿Se da cuenta de que estamos hablando de alguien que asesinó a mi mujer a sangre fría?
—Yo no creo en que cada cual se tome la justicia por su mano. Demasiada gente de la que persigue usted acaba muerta sin haber llegado ni siquiera a los tribunales. Esta vez, dejaremos que la justicia siga su curso.
Hubo una pausa.
—Lo que pide... es difícil.
—Es el precio —se limitó a decir Hayward.
Pendergast sostuvo un buen rato su mirada. Después, de manera casi imperceptible, asintió.
En la penumbra del garaje había un hombre en cuclillas, detrás de un coche envuelto en una funda blanca de tela. Eran las siete de la tarde y ya se había puesto el sol. Olía a cera de coche, aceite de motor y moho. Después de sacarse una Beretta semiautomática de 9 mm del cinturón, abrió el cargador y comprobó de nuevo que estuviese lleno. Tras volver a guardar el arma, abrió y cerró tres veces las manos, estirando y contrayendo alternativamente los dedos. En cualquier momento llegaría su objetivo. Le corría el sudor por la nuca y empezó a palpitarle un tendón en el muslo, pero era tal su concentración en lo que estaba a punto de ocurrir, que no prestó atención a ninguna de las dos distracciones.
Frank Hudson llevaba dos días estudiando la plantación Penumbra, a fin de averiguar todos sus movimientos y costumbres. Le había sorprendido lo laxas que eran las medidas de seguridad: un solo criado viejo y medio ciego que abría la casa por la mañana y volvía a cerrarla de noche, con tanta puntualidad que serviría para poner el reloj en hora. Durante el día, la verja de entrada se dejaba cerrada, pero no con llave, y no parecía que hubiera vigilancia. Pese a haber buscado a fondo, Hudson no había encontrado ni rastro de cámaras de seguridad, sistemas de alarma, sensores de movimiento o rayos infrarrojos. La vetusta plantación estaba tan alejada de todo, que Hudson tenía poco que temer de las patrullas rutinarias de la policía. En la casa había poca gente aparte del objetivo y del criado; solo una mujer bastante atractiva, con muy buen tipo, a quien había visto un par de veces.
El blanco de Hudson, el tal Pendergast, era la única irregularidad en el patrón horario de la plantación Penumbra. Llegaba y se iba a las horas más imprevisibles. Con todo, Hudson había observado durante el suficiente tiempo para darse cuenta de que había una pequeña pauta en sus idas y venidas; se centraba en el vino. Cuando el viejo criado, de paso cansino, empezaba a preparar la cena y descorchaba una botella de vino, sabía que Pendergast no llegaría a casa más tarde de las siete y media, para tomársela. Si el criado no descorchaba ninguna botella, quería decir que Pendergast no cenaría en casa, y que llegaría mucho más tarde, si llegaba.
Aquella tarde había una botella descorchada en el aparador, claramente visible a través de las ventanas del comedor.
Hudson miró su reloj. Hizo un ensayo mental de cómo iría todo, y de qué haría él. De repente se quedó de piedra; se oían ruedas por la grava. Era el momento. Esperó, respirando despacio. El coche se detuvo al otro lado de la puerta, con el motor en punto muerto. Se abrió una puerta; luego se oyó un ruido de pasos. Las siguientes en abrirse fueron las del garaje, primero una y luego la otra —no eran automáticas—. Los pasos regresaron hacia el coche y la puerta se cerró, a la vez que el motor aceleraba un poco. El morro del Rolls penetró en el garaje. Al principio, los faros deslumbraron a Hudson; la luz lo llenaba todo. Poco después se apagaron, al igual que el motor, y el garaje volvió a quedar a oscuras.
Parpadeó, esperando a que sus ojos se acostumbraran. Su mano se cerró alrededor de la culata de la pistola. Deslizó el arma fuera del cinturón y quitó el seguro cuidadosamente con el pulgar.
Esperó a oír que se cerrase la puerta, y a que su blanco encendiera la luz del garaje, pero no pasó nada. Parecía que Pendergast esperase dentro del coche. ¿A qué? Al sentir que su corazón se aceleraba dentro del pecho, Hudson intentó controlar su respiración y mantener la concentración. Sabía que estaba bien escondido; había ajustado la funda del coche para que llegase hasta el suelo, tapándole incluso los pies.
Tal vez Pendergast hablara por el móvil, acabando una llamada; o aprovechase una de las pocas ocasiones que tenía para quedarse tranquilamente sentado, como hace a veces la gente antes de bajar del coche.
Con suma cautela, Hudson levantó un poco la cabeza para asomarse al borde de la funda. La forma borrosa del Rolls se dibujaba inmóvil en la oscuridad. No se oía nada, excepto los clics del motor al enfriarse. Era imposible ver al otro lado de los cristales tintados.
Esperó.
—¿Se le ha caído un botón? —preguntó alguien justo a sus espaldas.
Dio un respingo y gruñó de sorpresa; instintivamente movió la mano, haciendo detonar la pistola. El disparo reverberó entre las cuatro paredes. Al intentar dar media vuelta, notó que le arrancaban la pistola de la mano y que un brazo nervudo se enroscaba en su cuello. Su cuerpo pivotó y se estampó contra el coche cubierto por la funda.
—En el gran juego de la vida humana —dijo la voz—, se empieza siendo un ingenuo y se acaba siendo un canalla.
Hudson forcejeó inútilmente.
—¿Y usted, amigo mío? ¿Qué lugar de ese feliz espectro ocupa?
—No sé de qué coño me habla —logró articular finalmente Hudson.
—Si permanece tranquilo le soltaré. Así. Relájese.
En el momento en el que Hudson dejó de resistirse, sintió que se aflojaba la presión, y recuperó el movimiento de sus brazos y sus piernas. Al volverse, se encontró cara a cara con su blanco, Pendergast: un hombre alto, vestido de negro, con la cara y el pelo tan blancos que parecía que brillasen en la oscuridad, como un fantasma. Tenía en la mano la Beretta de Hudson y le apuntaba.
—Lo siento. No nos habían presentado. Me llamo Pendergast.
—Que te jodan.
—Siempre me ha parecido una expresión curiosa cuando se usa peyorativamente. —Tras mirarle de los pies a la cabeza, Pendergast deslizó la pistola en la cintura de su pantalón—. ¿Proseguimos la conversación en el interior de la casa?
Hudson se lo quedó mirando.
—Por favor.
Pendergast le hizo señas de que caminase hacia la puerta lateral, delante de él. Hudson obedeció. Tal vez hubiera una manera de no irse con las manos vacías, a pesar de todo.
Cruzó la puerta del garaje, seguido por Pendergast. Después recorrió el camino de grava y subió por los escalones de la vetusta mansión. El criado tenía la puerta abierta.
—¿Va a entrar el caballero? —preguntó, en un tono que dejaba clara su esperanza de que no lo hiciera.
—Solo unos minutos, Maurice. Tomaremos una copa de jerez en el salón este.
Pendergast orientó a Hudson por señas; le hizo cruzar el vestíbulo y entrar en una pequeña sala de estar. La chimenea estaba encendida.
—Siéntese.
Hudson tomó asiento con cautela en un viejo sofá de cuero. Pendergast lo hizo enfrente, mirando su reloj.
—Solo tengo unos minutos. Se lo repetiré: ¿cómo se llama, por favor?
Hudson hizo un esfuerzo para recuperar la compostura y adaptarse al giro inesperado de los acontecimientos. Aún podía salir ganando.
—Mi nombre no le importa. Soy investigador privado, y trabajaba para Blast. No le hace falta saber nada más. Con eso es más que suficiente.
Pendergast volvió a mirarle de arriba abajo.
—Ya sé que tiene el cuadro —prosiguió Hudson—. El
Marco Negro
. Y sé que mató a Blast.
—Qué inteligente.
—Blast me debía un montón de dinero. Lo único que pretendo es recuperar lo que me corresponde. Págueme y olvidaré todo lo que sé sobre la muerte de Blast. ¿Me explico?
—Ya veo. Se trata de una especie de plan improvisado de chantaje.
La cara pálida de Pendergast se amplió con una sonrisa aterradora, que dejó a la vista una dentadura blanca y regular.
—Solo quiero recuperar lo que se me debe. Y al mismo tiempo le ayudaré; no sé si me entiende.
—Veo que el señor Blast no escogía demasiado bien a su personal.
Sin saber muy bien qué había querido decir, Hudson vio que Pendergast sacaba la Beretta de su traje negro, abría el cargador, volvía a meterlo en su sitio y le apuntaba. En ese momento, llegó el criado con una bandeja de plata y dos copitas llenas de un líquido marrón, que depositó una tras otra.
—Maurice, al final no hará falta el jerez. Voy a llevarme a este caballero al pantano, le dispararé en la nuca con su propia pistola y dejaré que eliminen las pruebas los aligátores. Volveré a tiempo para cenar.
—Como usted desee, señor —contestó el criado, recogiendo las copas que acababa de dejar.
—No me tome el pelo —dijo Hudson.
Sintió una punzada de incomodidad. Quizá había ido demasiado lejos.
No pareció que Pendergast le oyera. Se levantó y le apuntó con la pistola.
—Vamos.
—No diga tonterías. No puede salirle bien. Mis hombres me esperan. Saben dónde estoy.
—¿Sus hombres? —Otra vez la sonrisa aterradora—. Vamos, ambos sabemos que trabaja estrictamente por cuenta propia, y que no le ha dicho a nadie adonde iba esta noche. ¡Al pantano!
—Espere. —De pronto Hudson tuvo un ataque de pánico—. Se está equivocando.
—¿Acaso cree que después de haber matado a un hombre dudaré en matar a otro que está al corriente del crimen y ahora pretende extorsionarme? ¡En pie!
Hudson se levantó de un salto.
—Escúcheme, por favor. Olvide lo del dinero. Solo quería explicarme.
—Huelgan las explicaciones. Ni siquiera me ha dicho su nombre, lo cual le agradezco. Siempre me da reparo acordarme de los nombres de mis víctimas.
—Es Hudson —se apresuró a decir—, Frank Hudson. No lo haga, por favor.
Pendergast le clavó en un costado el cañón de la pistola y le empujó hacia la puerta sin contemplaciones. Hudson salió al vestíbulo tambaleándose como un zombi. Después cruzó la puerta y salió al porche. Frente a él se abría una noche oscura y húmeda, poblada por el croar de las ranas y el cricrí de los insectos.
—No, no, por Dios...
Ahora ya estaba seguro de haber cometido un gravísimo error de cálculo.
—Tenga la amabilidad de seguir caminando.
Sintió que se le doblaban las rodillas. Se dejó caer en los tablones.
—Por favor.
Las lágrimas le caían por la cara.
—Está bien, lo haré aquí mismo. —Hudson sintió el frío contacto del cañón de la pistola en la nuca—. Tendrá que limpiarlo Maurice.
—No lo haga —gimió Hudson.
Oyó que Pendergast amartillaba la Beretta.
—¿Por qué no iba a hacerlo?
—Cuando me echen de menos, la policía encontrará mi coche. Está bastante cerca y vendrán a buscar por aquí.
—Ya lo moveré de sitio.
—Dejará su ADN. No podrá evitarlo.
—Lo moverá Maurice. Además, de la policía ya me encargaré yo.
—Registrarán el pantano.
—Ya le he dicho que los aligátores eliminarán su cadáver.
—Eso es que no sabe mucho de cadáveres. Tienen la costumbre de reaparecer al cabo de unas semanas. Hasta en los pantanos.
—En mi pantano, y con mis aligátores, no.
—Los aligátores no pueden hacer desaparecer huesos humanos. Pasan por los intestinos y salen tal cual.
—Me impresionan sus conocimientos de biología.
—Escúcheme. La policía descubrirá que he trabajado para Blast, y le relacionará con usted, y a usted conmigo. He pagado con tarjeta de crédito en la gasolinera de aquí al lado. Le aseguro que se le llenará la casa de polis.
—¿Cómo me relacionarán con Blast?
—¡Tranquilo, encontrarán la manera! —siguió diciendo Hudson, con sentido fervor—. Estoy al corriente de todo. Me lo contó Blast. Me habló de su visita. Justo después de que se fuera usted, Blast mandó desmantelar su negocio de pieles. No quería correr ningún riesgo. Llamó por teléfono al minuto de que se fuera usted de su casa.
—¿Y el
Marco Negro
? ¿El que nos perseguía era usted?
—Sí, era yo. Blast le azuzó con lo del
Marco Negro
. Quería que lo encontrase, y supuso que usted sería lo bastante listo para conseguir lo que no había conseguido él. Le impresionó. Pero la policía se enterará de todo, si no lo sabe ya; de todo el jaleo que montaron en el Donette Hole. Si yo desaparezco, se le llenará todo esto de polis y de perros, se lo aseguro.
—Nunca me relacionarán con Blast.
—¡Pues claro que sí! Blast me dijo que usted le había acusado de matar a su mujer. ¡Está usted metido hasta el cuello en la investigación!
—¿Y a mi mujer la mató Blast, sí o no?
—El decía que no, que no tenía nada que ver.
—¿Y usted lo creía?
Hudson hablaba lo más deprisa que podía; le dolía el pecho por la rapidez con la que latía su corazón.
—Blast no era un santo, pero tampoco un asesino. Era una sabandija, un estafador y un manipulador. Sin embargo, no tenía huevos para matar a nadie.
—A diferencia de usted, que estaba escondido en mi garaje con una pistola.
—¡No, no! No era para matarle. Yo solo quería hacer un trato. Solo soy un detective privado que intenta ganarse la vida. ¡Tiene que creerme!
Se le quebró la voz de pánico.
—¿ Ah, sí? —Pendergast apartó la pistola—. Ya puede levantarse, señor Hudson.
Hudson se puso en pie. Tenía la cara mojada por el llanto y temblaba de los pies a la cabeza, pero le daba igual. Sentía una esperanza abrumadora.
—Es usted un poco más inteligente de lo que creía. ¿Qué le parece si en vez de matarle entramos otra vez, disfrutamos del jerez y hablamos de sus condiciones laborales?
Hudson se sentó al lado de la chimenea encendida, en el sofá, con todo el cuerpo cubierto de sudor. Se sentía exhausto, sin fuerzas, pero al mismo tiempo vivo y vibrante, como si hubiera vuelto a nacer y fuera un hombre nuevo.
Pendergast se arrellanó en su sillón, sonriendo a medias de manera peculiar.