Pantano de sangre (37 page)

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Authors: Douglas Preston & Lincoln Child

BOOK: Pantano de sangre
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—Observaré con interés.

Denison Phillips IV salió a recibirles a la puerta de su espaciosa casa de la urbanización del club de golf; era lo bastante vieja para que los árboles plantados a su alrededor hubiesen alcanzado dimensiones casi majestuosas. Respondía tan exactamente a la imagen previa de Hayward, daba el tipo con tanta precisión, que le repelió al instante. Completaban la imagen una chaqueta de sirsaca con un pañuelo de cachemira metido en el bolsillo de delante, una camisa amarillo claro con un monograma bordado y el primer botón desabrochado, unos pantalones verdes de golf y un martini vespertino en la mano.

—¿Puedo preguntarles de qué se trata? —dijo, con un acento gangoso de falsa aristocracia en el que ya hacía varias generaciones que se había eliminado cualquier rastro de procedencia servil.

—Soy la capitana Hayward, de la policía de Nueva York, y antes estuve en la de Nueva Orleans —contestó ella, adoptando el tono insulso y neutro que usaba al tratar con posibles delatores—. Le presento a mi colaborador, el agente Pendergast, del FBI.

Mientras hablaba, sacó la placa y se la pasó a Phillips por delante. Pendergast no se molestó en hacer lo mismo. La mirada de Phillips saltó del uno al otro. —¿Se dan cuenta de que es domingo?

—Sí. ¿Podemos entrar?

—Antes, quizá tenga que hablar con mi abogado —dijo Phillips.

—Está usted en su derecho, naturalmente —contestó Hayward—. Esperaremos el tiempo que tarde en llegar. De todos modos, es una visita informal; solo queremos hacerle algunas preguntas rápidas. No es usted en absoluto uno de los objetivos de nuestra investigación. Solo necesitamos que nos dedique diez minutos.

Phillips vaciló, y al final se apartó.

—Entonces pasen.

Hayward le siguió al interior de la casa, decorada con moqueta blanca, ladrillo blanco, cuero blanco, oro y vidrio. El último era Pendergast, silencioso. Entraron en una sala de estar con unos ventanales que daban a una calle del campo de golf.

—Siéntense, por favor.

Phillips tomó asiento y dejó su martini en una mesita, sobre un posavasos de cuero. No les ofreció uno. Hayward carraspeó.

—Usted era socio del bufete Marston, Phillips y Lowe, ¿verdad?

—Si se trata de mi bufete, la verdad es que no puedo contestar a nada.

—¿Y fue abogado de la compañía Longitude hasta el momento en el que quebró, hace unos once años?

Un largo silencio. Phillips sonrió, puso las manos sobre sus rodillas y se levantó.

—Lo siento, pero ya hemos pasado del punto en el que me siento cómodo sin representación legal. Les propongo que vuelvan con una citación; estaré encantado de responder a sus preguntas en presencia de un abogado.

Hayward se levantó.

—Como prefiera. Siento haberle molestado, señor Phillips. —Hizo una pausa—. Recuerdos a su hijo. —¿Conoce a mi hijo?

Había sido una reacción natural, sin rastro de nerviosismo. —No —dijo Hayward. Fueron hacia el vestíbulo.

Hayward ya tenía la mano en el pomo de la puerta. Solo entonces, Phillips, con mucha calma, preguntó:

—¿Entonces por qué acaba de mencionarle?

Hayward se volvió.

—Veo que es usted un caballero del viejo Sur, señor Phillips; una persona directa, con valores a la antigua, que agradece la franqueza.

La reacción de Phillips fue de cierta cautela.

Hayward moduló sutilmente su voz, incorporando las inflexiones sureñas que solía eliminar.

—Por eso seré directa con usted. Vengo en misión especial. Necesitamos información. Y podemos ayudar a su hijo. Me refiero al asunto de la tenencia de drogas.

Sus palabras fueron acogidas con un silencio sepulcral.

—Eso ya está resuelto —dijo finalmente Phillips.

—Bueno... depende.

—¿De qué depende?

—De lo franco que sea usted.

Phillips frunció el ceño.

—No entiendo.

—Usted posee información de gran importancia para nosotros. Mi compañero, el agente Pendergast... digamos que no estamos de acuerdo en cuál es la mejor manera de conseguir esa información. El, y el FBI, están en posición de asegurarse de que los antecedentes penales de su hijo no queden borrados. También le parece la manera más fácil de que usted nos ayude. Considera que mantener los antecedentes de su hijo y no dejarle ingresar en la facultad de derecho, o como mínimo amenazar con que no ingrese, es la mejor manera de obligarle a hablar.

Hayward hizo una pausa. Phillips les miró. Le palpitaba una vena en la sien.

—En cambio yo preferiría cooperar. Tengo buenas relaciones con la policía local; he formado parte de ella, y podría ayudar a borrar los antecedentes de su hijo. Así, seguro que conseguirá ingresar en la facultad de derecho, formar parte del colegio de abogados y entrar en su bufete. Considero que saldríamos todos ganando. ¿A usted qué le parece?

—Ya veo. La clásica estrategia del poli bueno y el poli malo —dijo Phillips.

—Una estrategia de eficacia probada.

—¿Qué quieren saber? —preguntó Phillips con voz débil.

—Estamos investigando un viejo caso, y tenemos motivos para creer que usted puede ayudarnos. Como ya le he dicho, está relacionado con Longitude Pharmaceuticals.

La expresión de Phillips se volvió más hermética.

—No puedo hablar sobre la compañía.

—Es una lástima. Voy a decirle por qué: porque esta actitud obstruccionista, oírla de sus labios, no hará más que reforzar la idea de mi compañero de que la mejor estrategia es la suya. Yo quedaré mal, y su hijo no logrará jamás licenciarse en derecho.

Phillips no contestó.

—También es una lástima porque el agente Pendergast no solo puede perjudicarle, sino que puede ayudarle. —Hayward se quedó callada, dejando que Phillips asimilase sus palabras—. Piense que, si quiere borrar los antecedentes de su hijo, necesitará la ayuda del FBI, ¿sabe? Con una sentencia así... bien, como puede imaginar, además del papeleo local habrá que encargarse de una ficha federal.

Phillips tragó saliva.

—Estamos hablando de una sentencia leve por drogas. Eso al FBI no le interesa.

—La posesión con intención de venta genera automáticamente una ficha federal. —Hayward asintió despacio—. Como abogado mercantil, quizá usted no lo sabía, pero le aseguro que en algún armario está esa ficha, como una bomba de relojería que tarde o temprano hará explotar el porvenir de su hijo.

Pendergast seguía al lado de ella, sin moverse. No había dicho nada en toda la conversación.

Phillips se pasó la lengua por los labios, mojándolos de martini, y vació los pulmones.

—¿Qué quieren saber, exactamente?

—Háblenos de los experimentos de Longitude con la gripe aviar.

Los cubitos de hielo del martini tintinearon en la temblorosa mano de Phillips.

—Señor Phillips... —le incitó Hayward.

—Capitana, si les hablara de eso, y se supiera, el resultado sería mi muerte.

—Nadie sabrá nada. El pasado no volverá para perseguirle. Tiene mi palabra.

Phillips asintió con la cabeza.

—Pero tiene que decirnos toda la verdad. Es el trato. Un silencio.

—¿Y le ayudarán? —preguntó Phillips—. ¿Borrarán los antecedentes a nivel local y federal?

Hayward asintió con la cabeza. —Me ocuparé personalmente.

—Está bien. Voy a decirles todo lo que sé, aunque la verdad es que no es mucho. Yo no formaba parte del grupo aviar. Parece que les...

—¿Les?

—Era una célula secreta dentro de Longitude. Se formó hace trece o catorce años. Los nombres se guardaban en secreto. El único que yo conocía era el del doctor Slade; Charles J. Slade, el director general. Era el que lo llevaba. Estaban intentando elaborar un nuevo fármaco.

—¿Qué tipo de fármaco?

—Una especie de fármaco o tratamiento para potenciar las facultades mentales, a partir de una cepa de gripe aviar. Trabajaban en secreto. Invirtieron una barbaridad de dinero y de tiempo. Después se fue todo al traste. La compañía tuvo problemas económicos y empezó a recortar gastos y a no cumplir los protocolos. Hubo accidentes. Se abandonó el proyecto. Luego, justo cuando parecía que había pasado lo peor, se declaró un incendio que destruyó el Complejo 6 y mató a Slade, y...

—Un momento —interrumpió Pendergast, hablando por primera vez—. ¿Quiere decir que el doctor Slade está muerto?

Phillips le miró y asintió con la cabeza.

—Y eso solo fue el principio. Poco después, su secretaria se suicidó, y la empresa se fue a pique. Quiebra con reestructuración. Fue un desastre.

Un breve silencio. Cuando miró a Pendergast, Hayward vio que su cara, normalmente inexpresiva, reflejaba sorpresa, y... ¿Qué más? ¿Decepción? Era evidente que no esperaba aquel giro.

—¿Slade era médico? —preguntó Pendergast.

—Tenía un doctorado.

—¿Conserva alguna foto de él?

Phillips titubeó.

—Estará en mi archivo de informes anuales. —Vaya a buscarla, por favor.

Phillips fue hacia una puerta que daba a una biblioteca. Regresó poco después con un informe anual, que abrió y dio a Pendergast. El agente echó un vistazo a la foto impresa en la portada, sobre el mensaje del director general, y le pasó el informe a Hayward, que vio ante sí a un hombre excepcionalmente guapo: facciones escultóricas, abundante pelo blanco sobre unos ojos de un marrón intenso y una barbilla partida y prominente. Más que el director general de una empresa, parecía una estrella de cine.

Después de un rato, Hayward dejó el informe y siguió con sus preguntas.

—¿Por qué le contrataron si era un proyecto secreto?

Una vacilación.

—Ya le he dicho que hubo algunos accidentes. En el laboratorio utilizaban loros para cultivar el virus y hacer pruebas. Uno de ellos escapó.

—Y, tras sobrevolar el pantano de Black Brake, infectó a una familia de Sunflower. Los Doane.

La mirada de Phillips se volvió penetrante. —Parece que sabe mucho. —Siga, por favor.

Phillips, cuyas manos aún temblaban, bebió un buen trago.

—Slade y su grupo decidieron... dejar que el experimento espontáneo... siguiera su rumbo... De todos modos, cuando encontraron el loro ya era demasiado tarde; la familia ya estaba infectada. Así que no hicieron nada, para ver si la nueva cepa de virus que habían creado funcionaba.

—Pero no lo hizo.

Asintió con la cabeza.

—Toda la familia murió. No enseguida, claro. Entonces me contrataron, cuando ya eran hechos consumados, para asesorarles sobre las consecuencias jurídicas. Me quedé horrorizado. Habían cometido infracciones flagrantes, varios delitos graves que incluían homicidio por negligencia. Las consecuencias jurídicas y penales serían catastróficas. Yo les dije que no había ningún camino jurídicamente viable que pudiera conseguirles lo que querían, así que ellos echaron tierra por encima.

—¿No llegó a denunciarlo?

—Me lo impedía el secreto profesional.

Pendergast volvió a intervenir.

—¿Cómo empezó el incendio en el que murió Slade?

Phillips se giró para mirarle.

—La compañía de seguros lo investigó a fondo. Fue un accidente, por almacenamiento indebido de productos químicos. Ya le digo que entonces la compañía estaba recortando gastos para ahorrar dinero a toda costa.

—¿Y los demás miembros del grupo aviar?

—No sé los nombres, pero he oído que también acabaron muertos.

—Aun así, a usted le han amenazado de muerte. Phillips asintió.

—Recibí una llamada telefónica, hace unos días. La persona que llamaba no se identificó. Parece que su investigación ha destapado el pastel. —Respiró hondo—. No sé más. Les he contado todo. Yo nunca formé parte del experimento, ni tuve nada que ver con la muerte de la familia Doane. Me contrataron después, para arreglar las cosas, pero nada más.

—¿Qué puede decirnos de June Brodie? —preguntó Hayward.

—Era la secretaria ejecutiva de Slade. —¿Cómo la definiría?

—Bastante joven. Atractiva. Motivada. —¿Hacía bien su trabajo?

—Era la mano derecha de Slade. Parecía que estuviera metida en todo.

—¿En qué sentido?

—Participaba mucho en la gestión diaria de la compañía. —¿Eso quiere decir que estaba al corriente del proyecto secreto?

—Como le he dicho, era muy confidencial.

—Pero ella era la secretaria ejecutiva de Slade —intervino Pendergast—. Enormemente motivada. Debía de ver todo lo que pasaba por la mesa de él.

Phillips no contestó.

—¿Qué tipo de relación tenía con su jefe?

Vaciló.

—Slade nunca me habló de ello.

—Pero usted oyó rumores —añadió Pendergast—. ¿Era una relación que fuera más allá de lo profesional?

—No sabría decírselo. —¿Cómo era Slade como persona?

Al principio, parecía que Phillips no fuera a responder. Después suavizó su mirada desafiante y suspiró con resignación.

—Charles Slade era una combinación impresionante de dotes visionarias y una preocupación fuera de lo común por los demás, a lo que se añadía una codicia increíble, e incluso crueldad. Era como si encarnase a la vez lo mejor y lo peor que puede haber en un hombre, como muchos directores de empresa. De un momento a otro podía pasar de estar llorando al pie de la cama de un niño moribundo a... reducir diez millones del presupuesto y abandonar la elaboración de un fármaco que habría salvado miles de vidas en el Tercer Mundo.

Hubo un breve silencio.

Pendergast miraba fijamente al abogado.

—¿Le suena de algo el nombre de Helen Pendergast, o Helen Esterhazy?

El abogado sostuvo su mirada, sin la menor chispa de reconocimiento en sus ojos.

—No, es la primera vez que los oigo; al menos hasta que se ha presentado usted en mi puerta, agente Pendergast.

Pendergast abrió la puerta del Buick a Hayward, que se detuvo antes de entrar.

—Lo ha visto, ¿verdad? Como una seda.

—Ciertamente. —El agente cerró la puerta, rodeó el coche y también subió. No parecía quedar rastro de la irritación que Hayward había observado un rato antes—. Aunque siento cierta curiosidad.

—¿Por qué?

—Por cómo me ha presentado ante nuestro amigo Phillips, diciéndole que yo le habría amenazado y habría usado contra él los antecedentes penales de su hijo. ¿Cómo sabe que no le habría tratado como usted?

Hayward arrancó.

—Le conozco. Le habría machacado hasta dejar medio muerto a ese pobre hombre. Ya se lo he visto hacer otras veces. Yo, en vez de martillo, he usado una zanahoria.

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