Authors: Douglas Preston & Lincoln Child
Esterhazy había inyectado el Pavulon en el gotero del suero. Cuando se disparó el código de emergencia, él ya estaba en otra parte del hospital. Nadie le había preguntado nada. Ni siquiera le habían mirado de reojo. Al ser médico, sabía perfectamente qué aspecto debía tener, qué actitud adoptar y qué decir.
Miró su reloj de pulsera. Después se acercó con paso tranquilo a su coche y subió. La escopeta brilló tenuemente en el suelo del asiento del copiloto. Pensaba quedarse un rato allí, en la oscuridad. Después escondería la escopeta debajo de la bata, bajaría del coche, se situaría entre las luces... y esperaría a que llegaran los pájaros.
Hayward vio el hospital al final de la vía de acceso, larga y recta: un edificio de tres plantas que brillaba en la noche, en medio de una gran pendiente de césped, con muchas ventanas que se reflejaban en las aguas de un estanque. Aceleró; la carretera bajaba para cruzar un riachuelo y luego volvía a subir. Al acercarse a la entrada, frenó bruscamente, intentando controlar la excesiva velocidad, y llegó a la última curva, antes del aparcamiento, con un suave chirrido de neumáticos en el asfalto mojado por el rocío.
Aparcó con un frenazo en el primer hueco que encontró, abrió la puerta de golpe y saltó al suelo. Tras cruzar el aparcamiento a toda prisa llegó a la marquesina que llevaba a la puerta principal. Vio enseguida a un médico, a un lado del camino, entre las manchas de luz, con un sujetapapeles en las manos. Aún llevaba la mascarilla en la cara. Debía de acabar de salir del quirófano.
—¿La capitana Hayward? —preguntó el médico. Ella se acercó, alarmada de que estuviera esperándola.
—Sí. ¿Cómo está?
—Se recuperará —fue la respuesta, un poco ahogada.
Entonces, como si tal cosa, el médico cogió el sujetapapeles con una sola mano, a la vez que metía la otra por debajo de la bata blanca.
—Menos mal... —empezó a decir ella, antes de ver la escopeta.
Nueva York
El doctor John Felder subió por los anchos escalones de piedra de la sede principal de la biblioteca pública de Nueva York. A sus espaldas, el tráfico de la Quinta Avenida era un coro en
staccato
de bocinas y traqueteo de motores diesel. Se paró un momento entre los grandes leones de piedra, Paciencia y Fortaleza, para consultar la hora y colocarse bien la carpeta debajo del brazo. Después subió hacia la puerta dorada del final de la escalera.
—Lo siento —dijo el vigilante, detrás de él—. La biblioteca no abre hasta mañana.
John Felder extrajo su acreditación del ayuntamiento y se la mostró.
—Muy bien, señor —dijo el vigilante, apartándose con deferencia de la doble puerta.
—Pedí unos materiales de investigación —dijo Felder—. Me han dicho que están preparados.
—Puede preguntar en la sección de Investigación General —contestó el vigilante—. Sala 315.
—Gracias.
Cruzó el amplio vestíbulo; el suelo reverberó bajo sus zapatos. Casi eran las ocho de la tarde, y en el enorme espacio no había nadie aparte de otro vigilante en un mostrador, que también examinó su acreditación y señaló hacia arriba, por la escalinata. Felder subió despacio los escalones de mármol, pensativo.
Al llegar al tercer piso, recorrió el pasillo hasta la entrada de la sala 315.
«Sala 315» no hacía justicia a aquel espacio. La Sala de Lectura Principal, de casi dos manzanas de largo, tenía una altura superior a quince metros, y un techo de encofrado rococó, decorado con murales. Bajo elegantes lámparas de araña se sucedían incontables hileras de mesas de lectura, largas y de roble, que conservaban las lámparas originales de bronce. Algunos asientos estaban ocupados por otros investigadores con acceso fuera del horario habitual, que consultaban libros o tecleaban silenciosamente en sus portátiles. Había muchos libros en las paredes, pero no eran más que un grano de arena dentro de la biblioteca; en las plantas subterráneas situadas bajo los pies de Felder, y en las otras, las de debajo de la verde superficie del parque contiguo, Bryant Park, se almacenaban seis millones de volúmenes más.
Sin embargo, él no había ido allí a mirar libros. Le interesaba el fondo de materiales genealógicos de la biblioteca, igual de vasto.
Se acercó al puesto de información que separaba la sala en dos partes; también era de madera, muy decorada, y tenía las dimensiones de una pequeña casa de las afueras de la ciudad. Tras un breve intercambio de susurros, le hicieron entrega de un carrito lleno de legajos y carpetas. Después de empujarlo hasta la mesa más cercana, Felder se sentó y empezó a disponer los materiales sobre la superficie de madera pulida. Estaban oscurecidos y amarillentos por el paso del tiempo, pero por lo demás estaban impecablemente pulcros. Los documentos y archivos tenían algo en común: estaban fechados entre 1870 y 1880, y documentaban la zona de Manhattan donde Constance Greene decía haber pasado su infancia.
Desde la vista del ingreso, Felder no había hecho más que pensar en la versión de la joven. Era absurdo, por supuesto, los desvaríos de alguien que había perdido todo el contacto con la realidad; un caso clásico de delirio circunscrito: trastorno psicótico sin especificar.
A pesar de todo, Constance Greene no se comportaba como la típica persona sin el menor contacto con la realidad. Había algo en ella que le desconcertaba; no, que le intrigaba.
«Es cierto que nací en la calle Water en los años setenta: pero del siglo XIX. Todo lo que necesite saber lo encontrará en el registro civil de Center Street, y aún encontrará más cosas en la biblioteca central de Nueva York. Lo sé porque lo he consultado yo misma.» ¿Les estaría proporcionando alguna pista, alguna información que pudiera resolver el misterio? ¿Sería un grito de auxilio?
La respuesta solo podría dársela un examen atento del archivo. Felder se preguntó un instante por qué lo hacía; él ya no tenía nada que ver con el caso, y era un profesional muy ocupado, con su consulta privada abarrotada de clientes. Aun así... sentía una curiosidad malsana.
Una hora después, se apoyó en el respaldo de la silla y respiró hondo. Entre las montañas de papeles amarillentos había un listado del subcenso de Manhattan donde, efectivamente, constaba que la familia en cuestión estaba domiciliada en el número 16 déla calle Water.
Se levantó, dejando los papeles encima de la mesa, y bajó por la escalera al primer piso, a la sección de genealogía. Su consulta del catastro y del registro del servicio militar fue infructuosa. Tampoco encontró nada en el censo nacional de 1880, pero en el de 1870 figuraba un Horace Greene en el condado de Putnam, Nueva York. El examen de los datos fiscales de los años anteriores le proporcionó algunas migajas más.
Subió otra vez por la escalera, despacio, y se sentó a la mesa. Lo siguiente que hizo fue abrir la carpeta de cartulina que había llevado consigo y repartir por el tablero su escaso contenido, que había sacado del registro civil.
Hasta ese momento, ¿qué había averiguado exactamente?
En 1870, Horace Greene era granjero en Carmel, Nueva York. Casado con Chastity Greene, y con una hija, Mary, de ocho años.
En 1874, Horace Greene vivía en el número 16 de la calle Water, en Lower Manhattan, y trabajaba de estibador. Tenía tres hijos: Mary, de doce; Joseph, de tres, y Constance, de uno.
En 1878 el Departamento de Salud de Nueva York ya había extendido los certificados de defunción de Horace y Chastity Greene. En ambos casos, figuraba como causa de la muerte la tuberculosis. Así pues, quedaban huérfanos los tres niños, cuyas edades ya eran de dieciséis, siete y cinco.
Un legajo policial de 1878 atribuía a Mary Greene el delito de «callejear» (prostitución). Según los registros judiciales, ella había declarado que había intentado encontrar trabajo de lavandera y costurera, pero que la paga no alcanzaba para mantenerla a ella y a sus hermanos. Según los registros de asistencia social del mismo año, Mary Greene estaba recluida por un período indefinido en la misión de Five Points. No había más registros. Parecía que hubiera desaparecido.
Otro legajo policial, de 1880, recogía la paliza mortal de un tal Castor McGillicutty a Joseph Greene, de diez años, por haberle pillado con la mano en su bolsillo. Sentencia: diez dólares y sesenta días de trabajos forzados, que más tarde le fueron conmutados.
Nada más. La última, en realidad la única, mención a Constance Greene era el censo de 1874.
Felder volvió a guardar los documentos en la carpeta y la cerró suspirando. Era una historia de lo más deprimente. Parecía claro que la mujer que se hacía llamar Constance Greene se había adueñado de aquella familia, con esa escasa información, para dar forma a sus fantasías delirantes. Pero ¿por qué? ¿Por qué elegir esa familia entre los millares, o millones, de familias de Nueva York, muchas de ellas con historias más largas y pintorescas? ¿Serían antepasados suyos? Sin embargo, todo indicaba que la constancia documental de esa familia terminaba con aquella generación. Felder no había encontrado nada que respaldara la posibilidad de que hubiera sobrevivido un solo miembro de los Greene después de 1880.
Se levantó de la silla con otro suspiro, fue al mostrador y pidió unas decenas de periódicos locales de Manhattan de finales de la década de 1870. Los hojeó al azar, paseando una mirada de desánimo por los artículos, avisos y anuncios publicitarios. Era inútil, por supuesto. No sabía qué buscaba exactamente; de hecho, no sabía ni por qué lo buscaba. ¿Por qué Constance Greene y su enfermedad le desconcertaban tanto? Tampoco...
De repente se detuvo en un número de 1879 del periódico sensacionalista de Five Points
New York Daily Inquirer
. En una página interior había un grabado con el título «Pihuelos jugando». La ilustración representaba una hilera de casas, sórdidas y medio derruidas. Unos golfillos con la cara sucia jugaban a pelota en la calle. A un lado, sin embargo, una niña delgada les miraba con una escoba en la mano. Su delgadez le daba un aspecto demacrado, y en contraste con los otros niños, su expresión era triste, casi asustada. Era la viva imagen de Constance Greene, hasta el último detalle.
Felder contempló un buen rato el grabado, hasta que cerró muy despacio el periódico con expresión pensativa y grave.
Caltrop, Luisiana
Se oyó una serie rápida de detonaciones, mientras Hayward se arrojaba a un lado, seguidas al instante por el estampido de los cartuchos. Hayward chocó duramente contra el suelo, a la vez que notaba el silbido de las balas que pasaban a su lado. Rodó por el suelo al tiempo que sacaba la pistola, pero el falso médico ya había dado media vuelta y huía corriendo hacia el aparcamiento, con el faldón blanco revoloteando tras él. Oyó más tiros, y un chirrido de neumáticos en el momento en que irrumpía en el aparcamiento un Rolls-Royce de época echando humo por las ruedas. Vio a Pendergast, que, asomado por la ventanilla izquierda, disparaba su pistola como un vaquero a pleno galope.
El Rolls frenó de lado, derrapando. Aún no estaba parado, pero Pendergast ya había abierto la puerta, y salía corriendo hacia Hayward.
—¡Estoy bien! —dijo ella, intentando levantarse—. ¡Estoy bien, le digo! ¡Mire, se nos escapa!
Mientras hablaba, oyó que un motor invisible se ponía en marcha en el aparcamiento. Un coche pasó chirriando y desapareció por la vía de acceso con un parpadeo de luces traseras.
Pendergast la ayudó a levantarse.
—No tenemos tiempo. Sígame.
Cruzó la doble puerta. Pasaron corriendo junto a escenas de creciente pánico y alarma; un vigilante de seguridad estaba agazapado debajo de la mesa y gritaba por el teléfono, y el recepcionista y varios empleados se habían echado al suelo. Pendergast cruzó otra doble puerta sin hacerles caso y paró al primer médico que encontró.
—El código de emergencia de la 323 —dijo, enseñando la placa—. Es un intento de asesinato. Al paciente le han inyectado algún fármaco.
El médico dijo, casi sin pestañear:
—Entiendo, vamos.
Subieron los tres por una escalera hasta la habitación de Vincent D'Agosta. Hayward se encontró con una gran actividad: un grupo de enfermeras y médicos se afanaban en silencio junto a varios aparatos. Había luces que parpadeaban y alarmas que pitaban suavemente. D'Agosta se hallaba inmóvil en la cama.
El médico entró sin alterarse.
—Escuchadme todos. A este paciente le han inyectado algún fármaco para matarle.
Una enfermera levantó la cabeza.
—¿Y cómo narices...?
El médico la interrumpió con un gesto.
—La pregunta es qué fármaco produce estos síntomas.
Todos empezaron a hablar al mismo tiempo; hubo discusiones encendidas y consulta de gráficos y hojas de datos. El médico se volvió hacia Pendergast y Hayward.
—Ustedes ya no pueden hacer nada. Esperen fuera, por favor.
—Yo quiero esperar aquí —dijo Hayward.
—Imposible. Lo siento.
Mientras se volvía, otra alarma se disparó, y vio que la señal del monitor del electrocardiograma se quedaba plana.
—¡Dios mío! —exclamó—. Déjeme esperar aquí, por favor... por favor...
La puerta se cerró firmemente. Pendergast se la llevó con suavidad.
La sala de espera era pequeña y estaba esterilizada; solo había sillas de plástico y una ventana que daba a la noche. Hayward estaba de pie junto a ella, mirando fijamente el rectángulo negro, pero sin verlo. Le daba vueltas a la cabeza sin parar, pero sin llegar a ningún sitio, como un motor estropeado. Tenía la boca seca y le temblaban las manos. Por su mejilla cayó una solitaria lágrima, de frustración y rabia.
Al sentir en el hombro la mano de Pendergast, la apartó y se alejó un paso.
—¿Capitana? —dijo una voz grave—. Me permito recordarle que se ha producido un intento de homicidio, contra el teniente D'Agosta... y contra usted.
La voz serena penetró en la niebla de su rabia. Hayward sacudió la cabeza.
—Déjeme en paz, joder.
—Tiene que empezar a plantearse el problema como policía. Necesito su ayuda. La necesito ahora mismo.
—Ya no me interesa en absoluto su problema.
—Por desgracia ya no es mi problema.
Hayward tragó saliva, con la mirada perdida en la oscuridad y los puños apretados.
—Como él muera...
Otra vez la voz serena, casi hipnótica.
—Eso no está en nuestras manos. Escúcheme con atención. Quiero que por un momento sea la capitana Hayward, no Laura Hayward. Tenemos que hablar de algo importante. Ahora.