Panteón (81 page)

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Authors: Laura Gallego García

BOOK: Panteón
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Jack se sentía extraño. Nunca había estado rodeado de tantos dragones. Sabía que no eran reales y, sin embargo, su olor engañaba a su instinto y le hacía soñar con tiempos pasados, tiempos que no había conocido, pero que echaba de menos.

Dragones sobrevolando Idhún. Y Yandrak, el dragón dorado, volaba con ellos.

Durante los primeros días después de la batalla de Gan-Dorak, Kimara solía levantar a menudo la mirada hacia el cielo, en busca de Ogadrak, el elegante dragón negro de Rando. Pero era inútil, porque Rando no regresaba.

En otras circunstancias, habrían enviado a otro dragón para buscarlo; pero los días siguientes a la destrucción de la base rebelde fueron caóticos y complicados.

Goser no se había rendido, ni pensaba hacerlo. Se llevó a su gente un poco más lejos para buscar otro refugio entre las montañas, y volvieron a empezar desde cero. En esta ocasión fue más sencillo que la primera vez.

Se había corrido la voz de la destrucción de Nin y de la base de los rebeldes, y pronto hubo sublevaciones en otros puntos de Kash-Tar. Se hablaba, además, de una tribu nómada que había sido completamente aniquilada, y a otras dos se les había perdido la pista.

Por primera vez desde la conjunción astral, los yan tenían miedo. Y este miedo les llevaba a rebelarse por fin contra las serpientes y a abandonar sus hogares para aventurarse por las montañas en busca de Goser y los suyos.

Cada día llegaba gente nueva para unirse a los rebeldes. Contaban que las serpientes se estaban volviendo cada vez más estrictas, que los szish estaban registrando cada casa y prendiendo a gente sin ningún motivo, para interrogarlos. Muchos no volvían nunca.

Mientras los rebeldes acogían a todos los que llegaban nuevos y los instruían en un básico manejo de armas, Kimara envió a uno de sus dragones con un mensaje para Denyal. Días después, el mensajero regresó, diciendo que Denyal no podía proporcionarle los refuerzos que había pedido, porque los Nuevos Dragones se estaban preparando para otra batalla, en otro lugar. De hecho, les ordenaba que regresaran a Thalis para unirse a ellos.

Kimara lo habló con el resto de pilotos. Sabía que Goser no lo veía con buenos ojos, y tampoco le parecía bien abandonar a los yan a su suerte, pero tenía que contar con todo el mundo. Las opiniones fueron dispares. Había quien deseaba regresar a Nandelt, mientras que otros preferían seguir luchando en Kash-Tar. Por otro lado, todos coincidieron en que no podían marcharse sin saber qué había sido de Rando.

De modo que se quedaron allí unos días más. Kimara ya había dejado de otear el horizonte en busca de Ogadrak, cuando, una tarde, los vigías anunciaron que habían visto un dragón negro sobrevolando las montañas.

El corazón de Kimara dio un vuelco. Corrió a recibir al dragón cuando aterrizó a las afueras del campamento.

—¡Hola a todos! —saludó el semibárbaro con tono festivo, asomando por la escotilla superior—. ¡Me ha costado un montón encontraros!

Saltó al suelo, aparentemente sano y salvo, y Kimara reprimió el impulso de abrazarlo.

—¿Dónde te habías metido? —lo riñó—. Llegamos a pensar que no volveríamos a verte. Estoy harta de tener que preocuparme siempre de si nos sigues o no.

Rando le dirigió una sonrisa tan cálida que la desarmó por completo.

—Estaba investigando —dijo—. Y no vais a creer lo que he visto —añadió, súbitamente serio.

Cuando todos estuvieron reunidos en torno a él, incluido Goser, Rando pasó a relatar lo que había descubierto en el desierto, después de estrellarse con Ogadrak. Contó también cómo, después de haber contemplado la esfera de fuego, se había dedicado a recorrer Kash-Tar en busca de más información.

—Hay más personas que lo han visto —dijo—. Nómadas y exploradores afirman haber contemplado un cuarto sol que luce incluso de noche. Aunque los demás creen que fue una alucinación, estas personas juran que era real...

—¿Dóndeestálamagaszish? —cortó de pronto Goser.

Rando lo miró, frunciendo el ceño.

—Te ha preguntando por la hechicera que, según dices, iba contigo —tradujo Kimara.

—¡Ah! Volvió con los suyos.

Hubo murmullos entre los rebeldes.

—¿La dejaste escapar? —dijo Kimara, sin dar crédito a lo que oía.

—Colaboramos para salir del desierto. Me pareció que...

—¡Una maga szish, Rando! —estalló Kimara—. ¡Era una prisionera valiosísima!

Los yan empezaron a hablar todos a la vez. Rando alzó las manos y pidió calma y, como no le prestaron atención, gritó:

—¿Pero habéis escuchado lo que acabo de decir? ¡Lo que destruyó Nin sigue ahí fuera, y es imparable! ¡No tiene sentido que sigamos peleando contra las serpientes mientras esa cosa siga suelta por ahí!

Los rebeldes de Kash-Tar, no obstante, habían llegado a un punto en que la idea de no pelear contra las serpientes les resultaba inconcebible. Se produjo entonces una violenta discusión. Algunos decían que Rando había cambiado de bando y que los sheks lo enviaban como espía; otros, que lo habían hipnotizado para hacerle creer todos aquellos disparates; y los más clementes afirmaban que el calor del desierto le había nublado el juicio.

Finalmente, Goser exigió silencio. Y, cuando los ánimos se calmaron un poco, clavó en Rando sus ojos de fuego y dijo:

—Supongoquetendráspruebasdeloquedices.

El semibárbaro tardó un poco en procesar las rapidísimas palabras del yan.

—Claro —dijo—, puedo mostrároslo cuando queráis. Sé dónde está la bola de fuego. Venid a verla conmigo y comprobaréis que es cierto lo que os he contado.

Los sheks habían alcanzado ya los confines de Shur-Ikail cuando percibieron la presencia de los dragones.

Si hubiese habido solo sheks en el grupo, a aquellas alturas ya habrían franqueado la cordillera de Nandelt y estarían internándose en Nangal. Pero llevaban a los szish consigo, y los szish tenían piernas y no podían avanzar tan rápido como sus señores.

Y había que proteger a los szish. Era una raza que no se reproducía con tanta facilidad como las razas sangrecaliente, y había quedado muy mermada tras la guerra. Si existía una posibilidad de salir vivos de allí, de iniciar una nueva era en otro lugar, había que salvar también un número significativo de hombres-serpiente.

Pero era inevitable que los szish los retrasaran y complicaran su huida.

A aquellas alturas, Eissesh sabía ya que Gerde y los demás estaban en Nangal. No le parecía un lugar adecuado para ocultarse, por lo que había decidido que, cuando llegasen, regresarían a Umadhun. Allí estarían a salvo.

Eissesh sabía que la perspectiva de volver a Umadhun no agradaba a nadie. Pero allí los sangrecaliente no los hostigarían, y, además, no sería para siempre. No tenía la menor intención de que fuera para siempre.

Ahora, los sheks se detuvieron en el aire y volvieron su mirada hacia el este, por donde un grupo de pequeños puntos oscuros se acercaba.

«Dragones», pensaron todos a la vez.

Eissesh remontó el vuelo y subió mucho más alto para otear el horizonte. Cuando descendió, no traía buenas noticias.

«Esta vez son muchos más», dijo. «No nos igualan en número todavía, pero están cerca. Y traen tropas de tierra».

«¿Escapamos? ¿Peleamos?»

«Habrá que pelear», dijo Eissesh; y, cuando pronunció estas palabras, no pudo evitar preguntarse si había hablado la razón a través de ellas, o el instinto.

Transmitió las nuevas a las mentes de todos los szish, y observó, con aprobación, cómo los hombres-serpiente se apresuraban a organizarse, con precisión y serenidad. Eissesh no dudaba de que estaban asustados y nerviosos; y, no obstante, a diferencia de los sangrecaliente, los szish eran capaces de afrontar las situaciones de tensión y peligro sin dejar que sus emociones influyesen en sus actos.

Los sheks eran como ellos en ese sentido. La única emoción que no podían controlar era el odio hacia los dragones.

Por fortuna, los dragones se las habían arreglado para que luchar contra ellos fuese algo totalmente lógico y justificado.

Como en aquel mismo momento.

Eissesh dirigió una nueva mirada hacia los dragones que se acercaban por el horizonte. Estaban mucho más cerca, pero las serpientes ya estaban preparadas para luchar.

Detectó, sin embargo, algo distinto en la formación que acudía a su encuentro. Consultó el dato con los otros sheks; no lo había comentado con nadie, pero el hecho de haber perdido un ojo lo hacía sentir algo inseguro con respecto a la agudeza de su visión.

«Es un dragón dorado», le confirmaron.

Eissesh entornó los párpados. Recordaba que los sangrecaliente habían fabricado un dragón dorado para que luchara con ellos en la batalla de Awa. También recordaba que había caído. ¿Lo habían reconstruido, tal vez?

Existía, no obstante, otra posibilidad. Y Eissesh sabía que todos los sheks la tenían en mente también.

Aguardaron, expectantes, mientras los sangrecaliente acudían a su encuentro. Fue uno de los sheks de más edad, que había luchado contra dragones Rastreadores en Umadhun, quien dijo:

«Es un dragón de verdad».

Los sheks sisearon, tratando de controlar el nerviosismo y la excitación que se apoderaban de ellos. Un dragón de verdad. Hacía casi veinte años que ningún dragón de verdad surcaba los cielos de Idhún. Y, antes de la conjunción astral, pocos sheks habían tenido ocasión de enfrentarse a aquellas criaturas durante su largo exilio en Umadhun.

«Yandrak, el último dragón», dijo Eissesh brevemente.

Los siseos de los sheks se tiñeron de odio y de ira.

«Calma», les recomendó Eissesh. «Hay más dragones aparte de ese. Y, aunque no sean de verdad, son peligrosos igualmente».

Los sheks asintieron.

Y, por una vez, el hecho de que Tanawe recubriese a sus máquinas con un ungüento de escamas de dragón favoreció a los sheks que, de lo contrario, se habrían abalanzado todos sobre Jack, descuidando al resto de los dragones. De esta manera, pues, no les costó seguir con el plan establecido y atacar a sus enemigos de forma ordenada y metódica.

Momentos más tarde, las dos facciones se enfrentaban sobre los cielos de Nandelt.

Jack se sintió desconcertado al principio. Era la primera vez que se veía en una situación semejante. Había luchado contra sheks en el pasado, sí, pero casi siempre habían sido peleas individuales. La única vez que se había enfrentado a algo parecido a un ejército había sido a su llegada a Idhún, cuando los sheks los habían atacado al pie de la Torre de Kazlunn. Y entonces había tenido que luchar como humano.

Ahora era diferente. Cada escama de su cuerpo de dragón vibraba de emoción ante la inminente batalla, y las fuerzas estaban casi igualadas. Y a su alrededor volaban otros dragones; dragones que iban a luchar a su lado, contra las serpientes.

Por una vez,
no
estaba solo.

Con un rugido de salvaje alegría, Jack se abalanzó contra el shek más adelantado. La criatura aceptó el reto, y sus ojos relucieron un instante, reflejando el ansia de sangre de dragón que anidaba en su corazón. El cuerpo ondulante del shek fluyó en torno a Jack, rodeándolo. El joven dragón tenía ya suficiente experiencia como para saber lo que vendría después. Batió las alas con fuerza y se elevó un poco más, para evitar ser aprisionado por los anillos de la serpiente. Después, se abalanzó sobre ella, con las garras por delante. Sabía que debía reservar su llama para cuando estuviera seguro de dar en el blanco, y con los esquivos sheks, era difícil calcular el momento adecuado. La criatura siseó y logró soslayar en el último momento las garras del dragón.

En los instantes siguientes, serpiente y dragón ejecutaron en el aire una danza de guerra, estudiándose mutuamente, girando uno en torno al otro, buscando vulnerabilidades, iniciando envites y eludiéndolos, sostenidos por sus enormes alas. Una danza aderezada por una sinfonía de rugidos y siseos amenazadores.

Siempre había sido así. Durante siglos, aquellas poderosas criaturas habían repetido aquellos movimientos, una y otra vez. Ningún dragón había enseñado a Jack a luchar contra los sheks, y aquella serpiente jamás había tenido la oportunidad de pelear contra un dragón de verdad, pero eso no importaba. Sin saberlo, por instinto, se atacaban el uno al otro, porque lo llevaban en la sangre, porque muchas generaciones de sheks y de dragones habían hecho lo mismo antes que ellos.

Y, como había sucedido siempre, fue el dragón el primero en abandonar toda precaución y lanzarse sobre su adversario. Y, como siempre, el shek lo esquivó y trató de atraparlo, pero se topó con las garras del dragón, un arma mortífera de la que las serpientes carecían.

El largo cuerpo del shek eludió las garras, pero Jack logró atrapar una de sus alas, y la desgarró, con furia. El shek dejó escapar un chillido de dolor. Jack inspiró hondo para exhalar una llamarada sobre él, pero la cola de la serpiente se enrolló en torno a una de sus patas y tiró de él hacia abajo, con tanta fuerza que lo dejó sin respiración. Cuando quiso darse cuenta, sus ojos estaban a la altura de los ojos hipnóticos de la serpiente.

«Nunca mires a un shek a los ojos», recordó Jack.

Pero era demasiado tarde. La conciencia del shek se había introducido en su mente, paralizándolo; Jack no pudo hacer otra cosa más que quedarse quieto...

Algo surcó el aire de pronto, muy cerca de ellos, desequilibrando al shek y haciendo que perdieran contacto visual. Jack sacudió la cabeza y trató de mover las alas, pero la serpiente había enrollado su cuerpo en torno al de él, inmovilizándolo. Cuando Jack miró de nuevo, el shek había abierto la boca y se disponía a lanzarle una feroz dentellada. Jack eludió los mortíferos colmillos y exhaló su fuego.

La serpiente chilló otra vez y lo liberó para alejarse de él. Jack la persiguió sin piedad, hostigándola, hasta que logró atrapar una de sus alas con las garras. El shek aleteó, furioso. Jack alargó el cuello y trató de morder, una, dos veces... A la cuarta lo consiguió. Aún sintiendo el cuerpo del shek retorcerse contra él, Jack mordió con fuerza, hasta notar que algo se rompía... y la serpiente dejó de moverse y se desplomó, lacia.

Jack la dejó caer. Reprimió el impulso de volar tras ella para terminar de destrozarla. No le fue difícil, porque muchos otros sheks volaban a su alrededor.

La batalla arreciaba. Ambos bandos luchaban con denuedo, sin que pareciera haber un claro vencedor. Incluso los sheks, habitualmente tan fríos, parecían dejarse llevar por la cólera cuando arremetían contra un dragón..., a pesar de que sabían de sobra que aquellos dragones no eran de verdad.

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