Panteón (93 page)

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Authors: Laura Gallego García

BOOK: Panteón
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—Creo que sí. Kimara, por ejemplo, echaba de menos su tierra cuando estaba estudiando con Qaydar.

—No se trata solo de eso. Gerde está utilizando un cuerno de unicornio para crear magos leales a su causa. Qaydar quiere que utilice el mío para crear magos leales a la suya. No veo una gran diferencia, Jack.

El se volvió para mirarla, sorprendido.

—¿Que no ves gran diferencia? —repitió—. ¿Cómo puedes decir eso?

—Lo que quiero decir es que los dos quieren tener a los magos a su servicio. Y yo creo que los magos deberían ser libres para decidir qué van a hacer con el don que se les ha otorgado. ¿Entiendes?

»Los líderes de la Orden Mágica siempre han anhelado hacerse con el control del proceso de creación de magos, pero no han podido nunca gobernar a los unicornios. Ahora, aparte de Gerde, yo soy la única que puede conceder la magia, y tengo también una identidad humana, por lo que Qaydar tiene la posibilidad de controlarme
a mí
y de obtener lo que sus predecesores nunca consiguieron. Los unicornios eran seres indómitos: nadie podía capturarlos ni controlar sus movimientos. En cambio, yo vivo como humana, entre los humanos. No puedo ni salir por las noches sin que se me pidan explicaciones. ¿Comprendes? No quieren dejarme libre, Jack. Tienen miedo de perderme, miedo de perder la magia. Pero es que la magia no les pertenece a ellos, sino a todo el mundo. Y, en los tiempos que corremos, con la Orden Mágica a punto de desaparecer, Qaydar no dejará pasar esta oportunidad. Por eso debo seguir actuando por mi cuenta.

—Se enterará de todas formas, Victoria. Alguna de las personas a las que les has entregado la magia acudirá a la Torre de Kazlunn.

—Lo sé: ya lo están haciendo. Por eso llegará un momento en que tenga que marcharme... al menos, hasta que Qaydar comprenda que no debe imponer sus reglas, que los magos no le pertenecen.

—Marcharte, ¿a dónde? Victoria, vas a tener un bebé...

—Ya lo sé —cortó ella en voz baja—. Fue así como lo supe, ¿entiendes? En una ocasión me transformé en unicornio y, al regresar a mi cuerpo humano, sentí ahí... algo distinto. No sé cuánto tiempo llevaba creciendo dentro de mí, pero en ese momento, supe que estaba allí... Y tengo que cuidar de él, porque puedo asumir que haya gente que quiera utilizar mi poder para sus propios fines... Ashran, Gerde, Qaydar..., me da igual. Pero no pienso permitir que le suceda lo mismo a mi hijo. Así que a veces deseo que sea un chiquillo humano normal, y otras veces quiero, por el bien de Idhún, que herede mi capacidad de entregar la magia, para que alguien siga consagrando nuevos magos cuando yo no esté. Pero los unicornios nunca fueron esclavos de nadie, ¿sabes? Y no quiero ese futuro para él.

Jack la miró, en silencio. Algo en su rostro le reveló que Victoria estaba recordando la forma en que Ashran la había utilizado, arrebatándole salvajemente la magia, primero, y amputando su cuerno después.

—Habrá otros como él —comprendió. Victoria no respondió.

—También a Ashran le entregó la magia un unicornio —dijo Jack—. Y a Gerde. Incluso antes de ser recipientes del Séptimo dios, ya eran sus aliados.

—Pedimos deseos cuando vemos una estrella fugaz —le recordó Victoria—. Pero no siempre las estrellas escuchan.

Parecía triste. Jack la abrazó.

—¿Sientes que sea así?

—No, no es eso. Es que a veces dudo de que todo esto valga la pena. Muchas noches regreso sin haber encontrado a nadie que despierte en mí el deseo de compartir la magia con él. Y no puedo evitar preguntarme qué pasará cuando yo no esté. La magia va a morir en Idhún de todas formas, Jack, haga lo que haga. Una sola persona no puede asumir el trabajo de toda una raza. Yo voy a seguir haciendo lo que debo hacer, pero no servirá de nada, ¿sabes? Si Idhún sobrevive a esto, dentro de varios siglos, cuando haya muerto el último mago, cuando yo ya no esté...

—Entiendo lo que quieres decir —dijo Jack—. Yo me siento igual. Yo solo contra toda la raza shek. Se supone que he de seguir luchando, y ni siquiera estoy seguro de que sea lo correcto, aunque Alsan se empeñe en decirme que sí.

Permanecieron un rato en silencio, abrazados, contemplando las lunas, hasta que Jack volvió a la realidad.

—Se hace tarde —dijo—, y debemos irnos. Además, tienes que devolverle el pájaro a su dueño, ¿verdad? ¿De qué lo conoces? —preguntó, con curiosidad—. ¿Cómo es que te lo presta?

Victoria no respondió, pero Jack lo adivinó enseguida.

—Es una de tus estrellas fugaces —comprendió, con una sonrisa.

—Una de esas estrellas que prefieren llevar una vida tranquila, en lugar de abandonarlo todo para seguir los designios de la Orden Mágica —respondió ella, con suavidad—. Una de esas estrellas que Qaydar no debe conocer.

—Entiendo —asintió Jack—. En cualquier caso, tenemos mucho que hacer.

Victoria asintió. Se levantó y llamó a
Inga
con un silbido. Momentos después, los dos remontaban el vuelo, a lomos del haai, de regreso al castillo de Vanissar.

Ydeon y Shail llegaron a la Torre de Kazlunn más tarde de lo que esperaban. Shail había calculado que alcanzarían sus puertas con el tercer atardecer, pero la noche los había sorprendido en mitad del camino. Para tener las piernas tan largas, el gigante era asombrosamente lento. Se detenía a observarlo todo, con interés, y no parecía tener ninguna prisa.

Cuando, por fin, llegaron a los pies de la torre, era ya noche cerrada, y Shail dudó que los dejaran entrar.

Se llevó una sorpresa, sin embargo. Cuando llamaron a la puerta, les abrieron enseguida, y los condujeron a la presencia de Qaydar.

El Archimago estaba en su despacho, trabajando, a pesar de lo avanzado de la hora. Cuando alzó la cabeza hacia ellos, no detectaron ni una sombra de cansancio en su mirada. Al contrario; Shail no recordaba haberlo visto nunca tan contento.

Le presentó a Ymur, y le habló de los motivos por los que habían acudido a la Torre.

—Conocí a Ashran, sí —confirmó Qaydar—. Coincidimos en esta misma torre, cuando él no era más que un aprendiz. Pero no recuerdo que destacara especialmente. Solo sé que a veces se metía en problemas por buscar en la biblioteca libros muy por encima de su nivel. No sabría deciros si era ambicioso, o solo extraordinariamente curioso. Puede que las dos cosas.

—Me gustaría consultar los volúmenes de vuestra biblioteca, si no tenéis inconveniente —dijo Ymur.

—Los volúmenes de nuestra biblioteca están escritos en idhunaico arcano, sacerdote.

El gigante hizo un gesto despreocupado.

—Oh, no me refería a los libros de magia. Me interesan más los libros de historia. Los conocimientos sobre el mundo que atesora la Orden. Imagino que todo ello estará escrito en idhunaico común, ¿no es cierto?

—Sí..., pero os recuerdo que algunos magos permanecimos quince años encerrados en esta torre, cuando resistíamos al imperio de Ashran. Os aseguro que tuvimos mucho tiempo para buscar información sobre él. No encontramos nada.

—Tal vez porque no buscasteis la información adecuada —intervino Shail—. Lo que Ymur desea saber es dónde encontró Ashran algo que le llevara a interesarse por el Séptimo dios, y de qué se trataba exactamente. Qaydar los miró, pensativo.

—Bien —dijo, por fin—, supongo que se nos puede haber pasado algo por alto. Aunque no veo qué utilidad puede tener todo esto, ahora que Ashran está muerto.

—Pero Gerde no lo está —murmuró Shail—, y su poder es muy similar al que tuvo Ashran en su día.

Qaydar asintió.

—De acuerdo, pues. No quiero entreteneros más; sin duda estáis cansados.

Los acompañó hasta el pasillo. Allí los esperaba un sirviente para guiarlos a sus habitaciones, pero solo se llevó consigo a Ymur. Fue el propio Qaydar quien escoltó a Shail, y este adivinó que quería hablar con él.

No se equivocó.

—¿Cómo está Victoria?

—Bien... Se encuentra en Vanissar, con Alsan y Jack. Regresó de la Tierra completamente curada —añadió, con una sonrisa.

Qaydar sonrió a su vez.

—Lo sé —dijo—. ¿Habéis hablado acerca de ello? ¿Te ha dicho cuántos son?

—¿Cuántos son? —repitió Shail, perplejo.

—Me refiero a los magos que ha consagrado. De momento, nos han llegado tres.

—¿Tres magos? ¿Aparte de Kimara?

—Veo que no lo sabías —comprendió Qaydar—. En estos últimos días han llegado varias personas que decían poseer el don de la magia: un silfo y dos humanos. Y decían la verdad: ahora mismo, la Orden cuenta con tres aprendices más.

—Vaya, es una gran noticia —respondió Shail, con sinceridad—. Pero, ¿cómo sabemos que son magos consagrados por Victoria, y no por Gerde?

—Porque todos ellos dijeron haber visto al unicornio. Tú sabes lo que se siente cuando se ve un unicornio, Shail. No podían estar fingiéndolo.

Shail no respondió. Todavía estaba asimilando la noticia.

—Me sorprende que no te lo haya dicho —comentó Qaydar. Shail recordó las escapadas de Victoria, el recelo de Alsan, la reticencia de ella a hablar del tema. Sonrió.

—Sí que lo hizo. A su manera, lo hizo.

Los rebeldes de Kash-Tar tardaron unas horas más en subir las montañas. Pero, cuando llegaron a una de las cimas y contemplaron el horizonte, se mostraron desconcertados.

Allí no había nada. Solo tres soles, como siempre, asomando por el horizonte.

Rando, desde el aire, también lo había visto. Se apresuró a aterrizar junto a sus compañeros.

—¡Estaba allí ayer por la noche! —exclamó, desde la escotilla superior de Ogadrak—. ¡Lo juro!

Goser iba a replicar, cuando, de pronto, uno de sus hombres lanzó un grito de advertencia. Los yan clavaron sus ojos rojizos en el horizonte. Los humanos hicieron lo mismo, pero tuvieron que apartar la mirada enseguida, porque los soles los deslumbraban.

La luz solar, sin embargo, nunca había dañado la vista de los yan, a quienes nadie podía igualar en descifrar las señales del desierto.

—¿Qué hay? —preguntó el otro piloto.

Los yan tardaron un poco en contestar, y esto era extraño en ellos.

—Sheks —dijo entonces Goser, entornando los ojos.

Rando dejó caer a un lado la tapa de la escotilla, anonadado.

—No es posible —musitó.

Los yan ya murmuraban entre ellos, recelosos.

—¡Elhumanonoshatraicionado! —dijo alguien.

—¡Noshallevadodirectosaunatrampa!

La mirada de Rando se cruzó con la de Kimara. Detectó un rastro de dolor y decepción en los ojos de ella; pero se endurecieron en seguida.

—¡Traidor! —le escupió.

—Medaigualqueseaunatrampa —dijo entonces Goser, sacando una de sus dos hachas y enarbolándola amenazadoramente—. Yovoyaluchar; ¿quiénviene?

Todos los yan lanzaron su grito de guerra. Los humanos se lo pensaron un poco más.

—Y tú —dijo entonces Goser, señalando a Rando con el extremo de su hacha—, vendrásconnosotros.

Poco a poco, Gerde fue recuperando fuerzas. Durmió durante todo el día, y, cuando abrió los ojos, Christian estaba a su lado.

—¿Se han ido? —fue lo primero que preguntó, con esfuerzo.

—Sí, Gerde, se han ido —respondió él—. Pero no tardarán en darse cuenta de que has regresado, y volverán para buscarte.

—Es igual: tenemos un respiro. Tenemos tiempo para terminar de prepararlo todo.

El shek no respondió.

—Pero si regresan antes de tiempo —prosiguió Gerde—, tendremos que escapar de aquí. No puedo enfrentarme a ellos otra vez, y estoy cansada de luchar.

—¿Cuánto tiempo?

Ella negó con la cabeza.

—No lo sé. Estas cosas van lentas, pero los Seis tienen prisa. Puede que tu unicornio tenga suerte —añadió, burlona—. Puede que tenga que marcharme antes de que ella dé a luz. Claro que se quedaría atrás, con seis dioses furiosos buscándome por todo el mundo, pero... así es la vida. ¿Y tú, Kirtash? ¿Te salvarías conmigo, o te condenarías con ella?

—Me salvaría con ella —respondió él, con una sonrisa.

—Eso no depende de ti —replicó Gerde—. Aunque quieras creer que sí.

Las dos facciones chocaron entre el segundo y el tercer atardecer.

El grupo de serpientes no era muy numeroso. Si los rebeldes no hubiesen estado tan cegados por la ira, tal vez se habrían preguntado cómo era posible que tres sheks y dos pelotones de szish fueran los responsables de tanta destrucción. Y, probablemente, los sheks también habrían llegado a la misma conclusión que ellos, de no haberles enloquecido el odio cuando detectaron a los dos dragones artificiales.

Rando no tuvo más remedio que defenderse. Los sheks se abalanzaron sobre él y sobre el otro dragón, obligándolos a luchar. Y, en un primer momento, Rando respondió a la provocación, y Ogadrak rugió sobre las arenas de Kash-Tar, vomitando su fuego contra las serpientes. No obstante, en una de las temerarias maniobras típicas de él, al piloto le pareció ver una figura que corría hacia el corazón del desierto, alejándose de la batalla. Batió las alas y se elevó más alto para verla mejor. Sí, no cabía duda. Era un szish, y escapaba de los suyos, sin importarle que sus pies se hundiesen en la arena hasta los tobillos, desentendiéndose de la lucha que se desarrollaba a sus espaldas.

Rando tuvo un presentimiento. Trató de desembarazarse del shek que lo seguía y planeó sobre la figura fugitiva. No pudo confirmar su identidad pero, de todas formas, descendió en picado sobre el szish y sacó las garras.

El fugitivo se volvió hacia él y ejecutó un hechizo de ataque. Ogadrak se tambaleó cuando la magia impactó en una de sus alas, perforándola.

—¡Au! —exclamó Rando, tan dolido como si el golpe lo hubiese recibido él mismo.

No se arredró, sin embargo. Movió las palancas, con determinación, y Ogadrak enganchó limpiamente al szish entre sus garras. Batió las alas y logró elevarse un poco más, aunque algo escorado, mientras su prisionero pataleaba con todas sus fuerzas.

Pero Rando no tuvo tiempo de felicitarse por su habilidad. Oyó un siseo tras él, un siseo que le heló la sangre, y descubrió que uno de los sheks lo estaba siguiendo.

—¡Déjame en paz! —le gritó, aun sabiendo que no lo oiría desde fuera—. ¡Que estoy desertando!

Dio una vuelta de campana en el aire, para despistar al shek, olvidando por un momento que llevaba un szish entre las garras. «Esto no me lo va a perdonar», pensó.

Se volvió con brusquedad contra el shek y vomitó su fuego contra él. La serpiente chilló, furiosa, y retrocedió, pero Rando, temerariamente, bajó la cabeza de Ogadrak y embistió de nuevo, con los cuernos por delante. Sintió el tremendo golpe que dio el cuerpo de la serpiente cuando chocó contra el dragón, pero no se detuvo. Volvió a atacar, una y otra vez.

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