Authors: Laura Gallego García
Se llamaba Lisbe.
No lo había olvidado, ni lo olvidaría jamás. Tampoco olvidaría al joven gigante que había topado en una de sus primeras expediciones, cuando todavía iba sola. Había hallado a los gigantes al borde del camino, descansando tras un duro día de marcha. Se había deslizado entre ellos, como un rayo de luna, y ni siquiera la habían visto. Solo uno de ellos le había llamado la atención. Lo había vigilado desde las sombras hasta que él se había separado del grupo para acercarse al río. Entonces, ella se había mostrado ante él.
Se llamaba Ymon.
Victoria sabía que Ymon no iría nunca a la Torre de Kazlunn; que, tras aquel encuentro, había seguido su camino, y que ahora estaba, junto con los otros gigantes, tratando de comenzar una nueva vida en la cordillera de Nandelt. Una opción tan respetable como la de Lisbe, que ya estudiaba con los aprendices de Qaydar.
Había más, y Victoria recordaba con claridad sus rostros y sus nombres. Y sabía cuántos eran. Demasiados, para tan poco tiempo, pero a Qaydar aún le parecerían pocos.
No; Victoria no podía quedarse en un solo lugar, ya fuera Vanissar, o Kazlunn. Tenía que moverse por el mundo, viajar, recorrer distintas ciudades, pueblos, aldeas. Porque todos, en el norte o en el sur, en todos los rincones de Idhún, tenían derecho a soñar que alguna vez verían un unicornio.
Jack, sin embargo, estaba cada vez más a gusto en Vanissar. Había estado entrenando con Covan, había conocido a otros caballeros de Nurgon, y estaba planteándose entrar en la Orden. Aunque también le atraían los Nuevos Dragones. Había volado otras veces con ellos, y le sentaba bien.
No obstante, Victoria sabía que no compartía del todo los ideales de unos, ni de otros. No quería seguir luchando contra las serpientes, como hacían los Nuevos Dragones. Y las rígidas normas de los caballeros de Nurgon le resultaban artificiales: unos principios que, en muchos aspectos, no se ajustaban a la realidad compleja y cambiante que él conocía.
Sin embargo, ahora todos se habían unido para luchar contra un enemigo común: Gerde.
Todos sabían que el hada se ocultaba en algún lugar de los Picos de Fuego, y Jack apostaba por las cercanías de la Sima, la entrada a Umadhun. Era el único lugar donde podían haberse escondido tantos sheks.
Porque seguían en Idhún, Jack estaba seguro de ello. Sentía la presencia de las serpientes, sabía que algunas de ellas entraban y salían de Umadhun. Lo sabía, porque, si todos los sheks se hubiesen marchado ya a la Tierra, o se hubiesen ocultado en Umadhun, se habría sentido extrañamente vacío.
De modo que estaban preparando un gran ejército para atacar a las fuerzas de Gerde. Jack sabía que Christian seguía con ella, pero le había dicho a Victoria que estaba cansado de esperar con los brazos cruzados a que pasara algo.
—Los dioses se han marchado y nos han dejado aquí a Gerde, y no estoy dispuesto a que reconquiste este mundo, renovando el imperio de Ashran, y mucho menos a permitir que se lleve a todos los sheks a la Tierra. Lucharemos, y obligaremos al Séptimo a salir de su cuerpo. Tal vez así regrese a la dimensión de la que procede, donde los Seis la estarán esperando. Si Christian es tan inteligente como dice ser, se hará a un lado y no se interpondrá.
Victoria dudaba que Christian fuera realmente a hacerse a un lado, pero sabía que no podría disuadir a Jack. Este no solo odiaba estar sin hacer nada sino que, además, detestaba profundamente a Gerde; más, quizá, de lo que había odiado a Ashran. Si alguna vez había tenido dudas acerca de si participar o no en la guerra, su catastrófico encuentro con el hada las había despejado todas.
—Jack está a gusto en Vanissar —dijo Shail, devolviéndola a la realidad—. Cuando todo esto acabe, tal vez quiera quedarse aquí. No en el castillo, claro. Imagino que querréis tener una casa propia y todo eso...
Victoria inspiró hondo.
—El problema no es Jack, soy yo —dijo—. ¿Sabes cuántas personas al día vienen para pedir que les conceda la magia? Alsan ha tenido que designar a un secretario específicamente para que las atienda. Y toma nota de sus peticiones, de sus datos y de los motivos por los que quieren ser magos... Es de locos, Shail. Las cosas no funcionan así.
—¿Y por qué no cambiarlas un poco, entonces? —replicó él—. ¿Por qué no empezar a hacer esto de otra manera?
—¿Seleccionando a los mejores candidatos? —Victoria sonrió—. ¿Así fue como decidiste que amabas a Zaisei? —le preguntó, de pronto—. ¿Tomando nota de las peticiones de las candidatas, y seleccionando a la más apta de todas ellas?
—No es lo mismo —protestó Shail.
—No, pero es parecido. Todos tenemos derecho a ser amados alguna vez. Si solo los mejores pudiesen optar a recibir el amor de otra persona, ¿cuántas personas tendrían pareja? Con la magia sucede igual. Todos tienen derecho a ver alguna vez un unicornio, Shail. No los puedes seleccionar. ¿Con qué criterios lo harías?
—Entiendo —murmuró el mago—. Supongo que es sencillo para mí, puesto que yo ya recibí el don del unicornio. Pero, si no hubiese sido así..., no sé si habría querido que me pusieran en una lista, o que me excluyesen de ella.
—La magia es la energía del mundo, Shail. Es parte de todos. Por eso... no puedo quedarme en Vanissar, ni en Kazlunn, ni en ninguna otra parte. Imagina que estableciese mi casa en alguno de los reinos. Todos los demás exigirían que me mudase al suyo. Se pelearían por tenerme. Porque en el lugar donde yo viva habrá más magos, y eso es algo que le interesa a cualquier soberano. Ahora todos se han unido porque temen a los sheks, pero el día en que ellos no estén, el mundo se dividirá y todos lucharán para obtener los dones del último unicornio... si saben dónde encontrarlo. Por eso a los unicornios nunca había manera de encontrarlos. Así que, si algún día decidiese echar raíces en alguna parte, tendría que ser un lugar secreto que no fuese de dominio público.
—¿Y qué vas a hacer, entonces?
Victoria le dirigió una larga mirada.
—No lo sé —confesó—. Yo quiero estar con Jack, pero no le puedo pedir que pase el resto de su vida viajando de un lado a otro. Por otra parte... Shail, estoy haciendo todo lo que puedo, pero no sé si servirá de algo. ¿Qué será de la magia cuando yo ya no esté? ¿Acaso lo que estoy haciendo no es prolongar su agonía un poco más?
Shail suspiró. No tenía respuestas para aquellas preguntas.
En aquel momento, una tercera persona salió a las almenas. Victoria retrocedió instintivamente, pero ya era demasiado tarde: los había visto.
—¡Estás aquí! —saludó Zaisei—. Shail, te he estado buscando. La Madre está tomando su baño, y yo...
Reconoció entonces a Victoria, y se acercó a ella para saludarla. La joven no tenía dónde esconderse, de modo que se adelantó unos pasos, con una forzada sonrisa.
Zaisei se dio cuenta de que no era bienvenida cuando ya estaba a punto de abrazarla. Se detuvo un momento, confusa, y la miró, casi como pidiendo disculpas. Victoria sacudió la cabeza y la abrazó con calidez.
—Me alegro de verte —le dijo, y era verdad. Zaisei detectó aquel sentimiento de cariño que emanaba de Victoria, y que se impuso por encima del leve rechazo que había percibido en ella al principio. Se separó un poco de ella, y entonces notó algo distinto en los sentimientos que le transmitía, una mezcla de ilusión, dulzura, alegría, expectación e inquietud... todo junto.
Un niño celeste tal vez no habría sido capaz de descifrar aquellos síntomas, pero Zaisei había estado en otras ocasiones cerca de mujeres embarazadas. Dio un paso atrás y la miró, con los ojos muy abiertos. Victoria le devolvió una mirada de advertencia, pero no era necesaria. Zaisei supo inmediatamente que quería mantenerlo en secreto. De lo contrario, ya se habría corrido la noticia.
—Yo también me alegro mucho de verte —respondió, con suavidad—. Espero que podamos hablar un rato: hace mucho que no sé nada de ti.
Victoria asintió, sonriendo.
—Tendremos unos días muy ocupados, pero encontraremos un hueco, estoy segura.
—Me alegro mucho por Alsan —dijo entonces Shail—. Es muy importante para él ocupar el lugar que dejó su padre. Siente que tiene una deuda con él por haber abandonado Vanissar para ir a la Tierra.
—¡Pero lo hizo para salvar Idhún! —objetó Zaisei.
—Sí, y al hacerlo, descuidó a su propio pueblo, permitiendo que su padre muriese en la lucha contra las serpientes, y que su hermano tuviera que rendirse a Ashran. Aunque no lo dice, se siente responsable por todo eso. Quiere enmendar sus errores pasados.
—Sí, eso lo repite mucho últimamente —murmuró Victoria, algo alicaída.
Su relación con Alsan había mejorado un poco, aunque no del todo. Sin duda, la noticia de que Victoria había estado consagrando nuevos magos había aliviado su suspicacia hacia ella, y el hecho de que Christian no se hubiese dejado ver por allí en todo aquel tiempo también era un punto a favor. Pero no bastaba. Cada vez que hablaba con ella, Alsan no podía evitar mirar el anillo que aún lucía en su dedo, prueba irrefutable de que la relación de la joven con el shek seguía adelante. De modo que ambos se trataban con una fría cortesía. No habían vuelto a tener una discusión seria, sin embargo, así que Victoria consideraba que aquello era mejor que nada.
—¿Creéis que el brazalete que lleva lo protegerá del Triple Plenilunio? —preguntó entonces Shail, bajando la voz.
Las dos chicas cruzaron una mirada pensativa.
Alsan no se había separado de aquel brazalete ni un solo instante. Y parecía funcionar: en aquellos tres meses se habían producido tres plenilunios de Ayea, y otro más de Ilea, y ninguno de ellos había parecido afectarlo lo más mínimo. Claro que ni la luna roja, ni la verde, tenían suficiente poder como para transformarlo del todo, con o sin brazalete. La respuesta a la pregunta de si Alsan estaba o no curado la tenía Erea y, desde la noche de la intervención de Gaedalu en el bosque de Awa, la luna mayor no había vuelto a mostrarse llena. La próxima cita con ella era tres días después. La noche de fin de año. La noche del Triple Plenilunio.
Victoria desvió la mirada. Se le hacía extraño pensar que ya había pasado casi un año desde la muerte de Ashran, desde aquella terrible noche que aún le producía pesadillas. Tal vez se tratara de una intuición totalmente irracional, pero el Triple Plenilunio le daba mala espina. La experiencia le decía que nada bueno podía salir de una conjunción astral, aunque aquella llevara desarrollándose en Idhún todos los años, desde el principio de los tiempos, sin ninguna consecuencia, no más peligrosa que cualquier eclipse en la Tierra.
Zaisei movió la cabeza.
—Si el brazalete lo protege —dijo—, será una buena noticia; pero no estoy segura de que el hecho sea bueno en sí mismo. Ese objeto lleva una gema extraída de la Roca Maldita, Shail. Mientras no sepamos qué es...
Dejó la frase inconclusa, pero nadie se animó a terminarla.
Habían buscado más información sobre aquella roca. Habían revisado libros y antiguos documentos, habían preguntado a personas mayores y más sabias, sin éxito. Todavía no tenían idea de la naturaleza de aquel objeto, ni estaban seguros del efecto que podía producir en la gente.
A Alsan parecía estar sentándole bien. Volvía a ser el de antes; incluso estaba recuperando, poco a poco, su antiguo color de pelo.
Y, no obstante, Victoria no estaba segura de que le gustara el cambio.
Ciertamente, Alsan era, de nuevo, el caballero rígido e inflexible que había conocido, duro como una roca, firme en sus convicciones, seguro de sí mismo. Volvía a tener fe en las normas que le habían inculcado desde niño, y conceptos como el honor o el deber tenían, otra vez, un sentido para él.
Y, justamente por eso, ya no toleraba ninguna infracción, nada que se alejara de su concepto del mundo. Todo volvía a ser blanco o negro. El color gris estaba desapareciendo para él, de la misma manera que desaparecía de su cabello.
Shail, Victoria y Zaisei siguieron hablando, esta vez de cosas más banales. Pero los tres sentían aquella inquietud indefinible, aquella impresión de que los problemas no habían terminado todavía, de que estaban solo viviendo un tiempo de receso, la calma que precede a la tempestad.
Que lo peor todavía estaba por llegar.
—Hay algo de lo que quiero hablar contigo, Victoria —dijo entonces Zaisei, cambiando de tema.
La joven la miró, con cautela.
—Es acerca de uno de los hechiceros que han venido con Qaydar.
Victoria frunció el ceño, comprendiendo.
—¿Has hablado con él? —preguntó.
—No ha hecho falta. Me he cruzado con el grupo cuando ha llegado. He sentido... todo lo que ese joven lleva dentro. No me gusta desvelar emociones ajenas, pero no había percibido eso en una persona desde que...
—No sigas —cortó Victoria—. Sé a qué te refieres. Hablaré con Qaydar al respecto.
Shail las miró a ambas, intrigado.
—¿De qué estáis hablando?
Victoria suspiró.
—Se trata de alguien a quien conozco —simplificó—. Tengo un asunto pendiente con él, pero es algo estrictamente personal, algo que debo solucionar yo sola. Os agradecería que no lo comentarais a nadie más.
—¿Ni siquiera a Jack?
—Especialmente a él.
Shail y Zaisei cruzaron una mirada, pero no hicieron más comentarios.
Finalmente se despidieron de Victoria y la dejaron sola en las almenas. Al marcharse, Zaisei dirigió una mirada significativa a la muchacha, una mirada que quería decir: «Tenemos que hablar». Victoria asintió casi imperceptiblemente. Por un lado, temía desvelar el secreto que había guardado tan celosamente durante aquellos tres meses. Por otro, la aliviaba inmensamente la posibilidad de poder confesárselo a alguien más. A alguien que fuese una mujer. Lo cierto era que, aunque no se lo había dicho a Jack, echaba mucho de menos a su abuela. Ante Jack se mostraba serena y segura de sí misma, para no preocuparlo; pero no dejaba de ser una madre primeriza y anhelaba pedir consejo a otra mujer más experimentada. Y, aunque Zaisei no había tenido hijos aún, sí era unos años mayor que ella.
Con un suspiro, Victoria volvió a entrar y descendió por las escaleras, preocupada. El aviso de Zaisei con respecto al mago que había venido desde la Torre de Kazlunn no le había cogido del todo desprevenida. Hacía tiempo que sabía que Yaren estudiaba con Qaydar.
Acudió a reunirse con el Archimago y lo encontró en las habitaciones que le habían asignado.