Panteón (24 page)

Read Panteón Online

Authors: Carlos Sisí

Tags: #Intriga, #Ciencia Ficción

BOOK: Panteón
7.7Mb size Format: txt, pdf, ePub

—Bueno, tiene sentido —exclamó Ferdinard—. Piénsalo. Estaba encerrado en un planeta cuando esos hombres lo… encontraron, lo despertaron, cavando en el subsuelo. Lo lógico es devolverlo al interior del planeta. Si es el mismo u otro, no lo sé, y me parece irrelevante.

Malhereux asintió, haciendo un gesto vago con la mano.

—Vale. Lo vuelven a encerrar con cubo y todo en un planeta. Dios, tanto ejercicio de imaginación me está dando dolor de cabeza. ¿Y qué coño pasa después?

Ferdinard miró el panel con una expresión serena. Estaba la cara con la parte superior en forma de «T», los ojos en forma de diamante y la gran lágrima debajo. Y en el margen inferior, la hilera de hombres, mujeres y niños, dispuestos en fila.

—Esto de aquí es, sin duda, la raza alienígena. Esa cabeza, con esos ojos… es completamente diferente. No se parece en nada a la de los seres humanos que hay dibujados. Esto de aquí… es una lágrima. Está claro, ¿no?

Malhereux asintió.

—Abajo están todos los seres humanos muertos… por eso te pedí que te acordaras de cómo habían representado a los cadáveres, con los brazos y las piernas extendidos. ¿Ves? Aquí están todos igual. La lágrima es muy representativa. Está en el medio, como nexo de unión entre la cabeza y los cadáveres. ¿Qué te dice eso?

Bob emitió un pequeño pitido, como si quisiera responder.

—No lo sé, colega —respondió Malhereux.

—Yo creo que este panel nos viene a decir que esa raza alienígena lamentaba lo que había ocurrido. Nuestro… horrible destino. Al fin y al cabo, ellos nos sacaron de la Tierra. Nos llevaron a un nuevo planeta y allí despertamos algún tipo de amenaza que acabó con todos, alguna… catástrofe… algo que no podemos entender. Llamémosle una Llama, a falta de algo mejor.

Malhereux inclinó la cabeza, inseguro.

—No lo sé, tío. Esto… podría ser lo que dices o cualquier otra cosa.

—Es como si tuvieras unas mascotas. Las llevas a un prado verde para que prosperen y sean felices, y cuando vuelves a echar un vistazo, un depredador se las ha merendado. Cazas al depredador, pero el daño está hecho.

—Ya —dijo Malhereux—. Sientes que ha sido culpa tuya, porque fuiste tú quien llevó allí a las mascotas.

—Exacto.

—¿Y el panel anterior?

—Esto es lo mejor —exclamó Malhereux—. El planeta prisión que encierra nuestra Llama viaja hacia ese sol de la derecha… ¿no se te ocurre qué puede ser, con ese tamaño?

Malhereux abrió los ojos.

—Vorensis… —dijo.

—¡Vorensis «el Voraz»! El mismo que tenemos en este sector.

Malhereux se llevó ambas manos a la boca. De pronto, se levantó de un salto y volvió hacia los tubos llenos de seres humanos.

—Son… Son ésos, ¿verdad?

Ferdinard no respondió. Estaba de pie, con ambas manos apoyadas en la cintura y una expresión seria en el rostro.

—La Llama —continuó diciendo Malhereux, ahora en voz baja—, ¿crees que está también en este lugar? Quiero decir, este planeta…

—Eso no lo sé. Espero que no, aunque si lo está, sospecho que está bien encerrada. Pero ahora entiendo la mayoría de los adornos y ese ambiente de… templo antiguo.

Malhereux lo miró, expectante.

—Es todo este lugar —continuó diciendo Ferdinard—. Fue construido hace muchísimos miles de años por una raza alienígena… ¿No lo ves? ¡Es un memorial! En memoria de todos esos seres humanos que murieron.

Malhereux volvió a sentarse, sintiendo que la cabeza le daba vueltas. Las palabras «memorial» y «alienígena» bailaban en su mente, pero aún había otra cosa que acechaba desde los márgenes de su consciencia: la Llama. Una forma terrible y cambiante que chillaba detrás de unos muros negros.

14
La réplica

—Gran Bardok —dijo una voz a su espalda.

Jebediah hizo girar la mitad superior de su cuerpo para encararlo, provocando un pequeño respingo en su oficial. No estaba acostumbrado a estar en presencia de su líder, y mucho menos tan cerca. Además, el movimiento de su cuerpo había sido tan desagradable como sorprendente. Acababan de ascenderle y había escuchado historias sobre su impredecible temperamento. Un error de cualquier tipo podía mandarte directamente al olvido sideral.

—Los… técnicos… —dijo, visiblemente nervioso— ya han recibido el modelo. Lo están analizando.

—Mejor que no tarden mucho —contestó Jebediah—. Hágales llegar este comentario de mi parte.

—Sí, Gran Bardok.

—Que hagan avanzar al incursor hasta el final del túnel. Y dé luz verde al asalto, que comiencen a avanzar. No hay necesidad de esperar más.

El oficial asintió y se retiró.

Mientras el incursor avanzaba, los robots se pusieron en marcha al unísono, generando una serie de sonidos mecánicos que acompañaban todos sus movimientos. Marchaban de forma sincronizada, como si estuvieran interpretando una compleja coreografía, pero el color oscuro de sus blindajes y las luces rojas de sus lentes oculares les daban un aspecto temible. Tan pronto como atravesaron el umbral que marcaba el fin del perímetro de seguridad, desplegaron sus armas, emplazadas bajo los brazos y los hombros. Ahora no había duda: eran terribles máquinas de muerte, y los hombres las seguían.

Jebediah contemplaba expectante cómo el incursor recorría los últimos metros y se acercaba al final del túnel. Allí se encontraban dos pilares enormes que representaban a dos seres humanos: un hombre y una mujer. Tenían alzado un brazo y se daban la mano, formando un arco sobre el umbral. Una luz del todo cegadora provenía del interior.

Jebediah inclinó lentamente la cabeza. Casi podía oler el desastre.

Como respondiendo a su intuición, la cámara del incursor arrojó una serie de imágenes en movimiento donde apenas se distinguía nada. Tan pronto se vislumbraba una pared discurriendo ante la cámara a toda velocidad, como un trozo de lo que parecía ser un techo. Por último, una secuencia rápida hizo centellear una cadena de baldosas en la pantalla hasta que, de repente, la secuencia de imágenes se interrumpió.

Para Jebediah no había sido una sorpresa. Sabía que esa fuente de luz tan potente debía tener una función, y ahora estaba claro cuál era. Había algo allí, esperando. El incursor había sido derribado, no desintegrado. Lo habían golpeado con tal contundencia que había salido despedido, girando sobre sí mismo, hasta que chocó con el suelo, donde rebotó varias veces hasta quedar inutilizado.

Jebediah cerró los puños.

Los robots avanzaban con paso raudo, así como sus hombres, y no tardarían en enfrentarse a lo que fuera que los esperaba. Los robots tenían una cadencia de fuego espantosa, y la luz no sería un problema para sus visores avanzados; incorporaban sistemas de detección y telemetría muy perfeccionados. También sus hombres eran perros viejos en el campo de batalla, pero aun así… se le ocurría una forma de darles una ventaja considerable frente a sus misteriosos enemigos.

—Traedme un deslizador —dijo, a nadie en particular—. Voy a entrar.

En la oscuridad del túnel, Maralda fruncía el ceño. Era su intercomunicador; no había manera de conseguir que le diera señal.

Demasiado bien sabía que no era por la profundidad. Esos sistemas estaban construidos con la habitual sofisticación de La Colonia, diseñados para funcionar incluso en el interior de las naves más grandes. Eran capaces de superar los gruesos blindajes exteriores, cientos de kilómetros de interferencias, campos electromagnéticos y muros de acero. Pero no allí.

Inhibidores
, pensó. Pero ¿qué tipo de inhibidores eran capaces de interferir en sus sistemas? Ni siquiera los nuevos modelos, desarrollados por los más que decentes ingenieros de la
Aegis Europe
, podían interferir en los intercomunicadores de La Colonia. Pero, entonces, ¿qué estaba pasando? Ahora volvía a recordar que no había podido rastrear el planeta cuando se paseaba por su superficie a bordo de la Hipervensis. Entonces no le dio demasiada importancia, pero ahora le parecía muy relevante. Alguien estaba muy interesado en que aquella instalación, fuese del tipo que fuese, permaneciese en secreto. Y lo más importante, estaba utilizando una tecnología asombrosamente avanzada.

La tecnología desconocida presentaba sus problemas, por supuesto. Estaba preparada para muchas eventualidades. Su traje, por ejemplo, la hacía indetectable a la mayoría de los sensores. Pero si había sistemas desconocidos de por medio…, entonces curiosear por allí sin saber lo que le esperaba era casi como caminar por el borde de una planta carnívora.

El estar incomunicada le hacía preguntarse cosas, además. Si fuese derribada o capturada, su supervisor en La Colonia no sabría jamás qué le habría pasado. Ciertamente, si permanecía desaparecida demasiado tiempo, podrían instruir a la Hipervensis a que regresara a casa, pero la encontrarían vacía; no les daría la más mínima pista sobre cuál había sido su destino final. Probablemente, no encontrarían nunca ese lugar y su misión sería un completo fracaso.

¿Debía entonces volver sobre sus pasos e informar de sus hallazgos?

Maralda sabía que eso era, probablemente, lo más sensato. Sin embargo, encontrarse en ese entorno le estaba produciendo oleadas de una sensación indescriptible. Llevaba demasiado tiempo trabajando como controladora, atrapada sin saberlo en una rutina que la llevaba de su cubículo al centro de entrenamiento, luego a su puesto de trabajo, y vuelta a empezar. Como casi todo el mundo en La Colonia, había sido perfectamente adiestrada para ese tipo de misiones, pero apenas había pilotado por el espacio en contadas ocasiones, y de eso hacía más tiempo del que podía recordar. Operaciones de campo apenas había habido un par, rutinarias y aburridas a más no poder. Ahora, en cambio, todo era diferente. Estaba descubriendo que su cuerpo y su mente, seguramente por mor del entrenamiento diario que recibía con férrea disciplina, reaccionaban al maravilloso estímulo de la acción en directo. La adrenalina corría salvaje por sus venas, haciéndola sentir viva y alerta, y esa sensación la transportaba al paroxismo de la excitación.

Quizá por eso, y sin darse demasiado tiempo a pensarlo, Maralda continuó caminando por el túnel. Se trataba de un corredor circular, segmentado por cámaras abovedadas con contrafuertes y preciosos arbotantes. En uno de esos segmentos, parte de la pared se había venido abajo, y por allí Maralda se asomó a una caída de seis metros, hacia una especie de río subterráneo, confinado por paredes revestidas de alguna superficie metálica. Pero el líquido era una especie de brea oscura que manaba con esfuerzo, densa como el puré y burbujeante por añadidura, y olía a combustible. Incapaz de decidir si era de algún modo relevante, Maralda continuó andando.

Parecía que no iba a llegar a ninguna parte cuando, de pronto, al doblar un inesperado recodo con forma de curva cerrada, se encontró con el final.

El trayecto del canal estaba interrumpido por un derrumbe, y una multitud de rocas anegaban el acceso más allá. Sin embargo, el túnel se abría allí a ambos lados revelando dos pequeñas cámaras de formas ligeramente redondeadas. Alguien había instalado unas estructuras con focos, de modo que sus haces superpuestos iluminaban bien cada uno de los rincones. Los cables que las conectaban a una pequeña unidad de energía zigzagueaban por el suelo.

Maralda, que caminaba con la pistola en la mano y extrema prudencia, se fijó en la unidad energética. Era un detalle que no podía pasársele por alto. No era una Wantas convencional, ni cualquiera de las otras, producidas por todo tipo de negocios marginales; ésta era más pequeña y tenía el panel exterior blanco sin ningún indicador visible más que un pequeño piloto de color verde que daba una idea del estado de la carga. Era uno de los modelos que usaba La Colonia para uso interno.

Maralda sabía que, a pesar de toda su supremacía, en ocasiones sus propios transportes y convoyes resultaban atacados y vencidos. No ocurría a menudo, pero ocurría. En esas ocasiones, saqueaban y robaban gran parte del material. Naturalmente, sus sistemas estaban protegidos contra ingeniería inversa, pero los objetos en sí se cotizaban bien en los mercados piratas. Aun así, le resultaba irónico encontrar una pieza que había pertenecido a La Colonia en aquel lugar, sobre todo en manos de los sarlab. Demasiado bien sabía cuál habría sido el destino de los hombres y mujeres de La Colonia que habían transportado esas unidades.

Apretó los dientes.

En el extremo derecho, el muro había sido excavado, dejando una abertura de unos considerables dos metros. Los cables se recogían con un gancho en su parte superior, como un apaño provisional. No sabía qué debían andar buscando los sarlab, pero estaban tomándose muchas molestias para conseguirlo.

Estaba pensando en eso cuando, a punto de cruzar la abertura, escuchó un sonido que conocía bien: un pitido prolongado y creciente. Su estómago se contrajo de inmediato, mientras trataba de convencerse de que sus sospechas eran equivocadas.

Y, sin embargo, el sonido era tan similar… tan… inconfundible.

Se quedó quieta, escuchando, hasta que un ruido hidráulico terminó de convencerla. Ahora no había duda. Rápidamente, saltó hacia delante, rodó sobre sí misma por el suelo y terminó detrás de unos contenedores. Cuando llegó, no sabía si había sido suficientemente rápida, pero confiaba que sí. Apoyó la espalda contra las cajas y se quedó sentada en el suelo, escuchando los latidos de su corazón. El traje enmascaraba esos sonidos en gran medida; sistemas de camuflaje básicos contra sensores, pero si no conseguía reducir la intensidad de sus latidos a un ritmo normal otra vez, no habría tecnología capaz de disimularlo.

El sonido rápido y preciso de unos engranajes cibernéticos se adueñó de la sala. Maralda cerró los ojos: estaban ahí, realmente estaban ahí, detrás de las cajas. Y una cosa sabía, que al menos eran dos: los pitidos eran del todo inequívocos. Eran opresores, auténticas monstruosidades mecánicas con más trucos bajo su coraza de los que nadie podría imaginar. Construidos para el asalto táctico, conocían las técnicas del sigilo y disponían de la suficiente capacidad mecánica para moverse con la rapidez y la precisión de un felino. El sonido limpio y suave de esos engranajes le indicaba además otra cosa: eran sistemas de precisión, ajustados mediante servos que no cualquiera podía fabricar. No, no eran esas copias baratas que usaban algunos piratas en sus incursiones; eran los opresores originales, diseñados y producidos por La Colonia.

Other books

Capital by John Lanchester
Sicilian Tragedee by Cappellani, Ottavio
Doctor Who: The Mark of the Rani by Pip Baker, Jane Baker
For Sale Or Swap by Alyssa Brugman
Dust & Decay by Jonathan Maberry
In the Shadow of Gotham by Stefanie Pintoff
The Crocodile by Maurizio de Giovanni