Mientras intentaba serenarse, su mente no dejaba de bullir. ¿Cómo?,
¿cómo?
Los opresores no podían robarse; no podían alterarse, no se podían reprogramar sin las matrices esenciales cuidadosamente codificadas por los ingenieros de La Colonia con equipos especiales exclusivos, y éstos sólo se encontraban en las fábricas de guerra celosamente guardados en lo más profundo de sus instalaciones. Al mismo tiempo, no se conocía la existencia de ningún caso de opresores robados o extraviados.
Ese conocimiento la congeló en el sitio. Una parte de su mente intentaba concentrarse en los movimientos de los opresores, pero la otra no dejaba de dar vueltas a la idea. Pensaba que si de verdad eran opresores, significaba que alguien de La Colonia debía estar involucrado en aquella operación. Si de verdad eran opresores… ¿la atacarían a ella? Tenía el chip que la identificaba como ciudadana de pleno derecho, debidamente registrado con su rango de controladora. Técnicamente, no podían atacarla… no
debía
ocurrir, pero ¿se arriesgaría?
No. Estúpida
—pensó, con cierto delirio—.
Si no te hubieran identificado como un objetivo hostil, no se habrían activado. El hecho de que hayan detectado tu presencia significa que no te consideran una aliada
.
Los opresores emitían pequeños quejidos electrónicos a medida que giraban para rastrear el entorno. Su apariencia, a diferencia de la mayoría de los robots de ese tipo, no era humanoide, porque no habían sido construidos para el mercado y según sus tendencias. Eran apenas un torso con una pieza central que recordaba vagamente a una cabeza, aunque con un único ojo brillante. Las piernas eran cuatro apéndices articulados terminados en punta, y los hombros albergaban una formidable colección de dispositivos que ocultaban armas, dispuestos en unas ruedas con capacidad giratoria.
Maralda sabía que tenía que hacer algo. Los robots eran exhaustivos en sus búsquedas. No cancelarían el estado de alerta hasta haber investigado bien los alrededores y eso incluía los espacios a los que la visión normal no podía llegar, como su escondite.
De repente, se encontró mirando su propia muñeca.
Calma. Calma. Así es como te pillan. Así es como se hacen tonterías, así es como la cagas. Eres mucho más lista que esas máquinas. Puedes improvisar, y tienes recursos. Tienes recursos. ¡Piensa!
De repente tuvo una idea: el dispositivo de Blancos Múltiples. Era una treta que le daría apenas unos segundos de margen, pero le proporcionaría tiempo suficiente para echar un vistazo y ver qué posibilidades tenía de apuntar. Su gran ventaja era que sabía dónde hacerlo, en la parte inferior de su torso, donde éste se unía a las patas. Allí, la columna central estaba expuesta, y conducía los impulsos electrónicos necesarios para su soporte vital. Una buena descarga de iones, y el cacharro quedaría completamente bloqueado.
Maralda activó el sistema y, casi al instante, los opresores empezaron a girar sobre sí mismos. Podía oír claramente cómo su sistema de armamento se ajustaba con un sinfín de ruidos mecánicos: Estaban recibiendo múltiples señales hostiles, señales móviles que cambiaban de lugar cada segundo, delante, detrás, también encima y debajo.
Los opresores comenzaron a disparar. El estruendo fue descomunal, y las placas de las paredes saltaron en pedazos bajo el intenso fuego de los proyectiles. Instintivamente, Maralda se protegió, metiendo la cabeza entre las piernas y cerrando los brazos alrededor. No parecía que hubiese sido una buena idea; el recinto era demasiado pequeño y los opresores giraban sobre sí mismos como enloquecidos, soltando toda su impresionante cadencia destructiva.
Ahora le parecía que toda la sala empezaba a temblar. El humo comenzaba a hacerle cosquillas en la garganta. No, estaba temblando de veras; casi le parecía escuchar un rugido retumbante de fondo, tras el bramido colérico de las ametralladoras.
En cierto momento, se volvió de costado para no perder el equilibrio, y se apoyó en el suelo con un codo. Un trozo de baldosa le golpeó la cara como un latigazo. Las cajas que tenía detrás estaban siendo literalmente destrozadas, y se sacudían salvajemente bajo el impacto de las balas. Era cuestión de tiempo que alguno de los disparos la alcanzase.
El bramido se volvió más y más fuerte. Su cuerpo empezó a mecerse al ritmo de las sacudidas. No, no era la fuerza de los disparos… ¡era un réplica! El impacto de la nave sobre la superficie del pequeño planeta había sido demasiado fuerte. ¡El planeta entero se sacudía!
Maralda miró al techo. Unas grietas ominosas y oscuras lo recorrían de lado a lado, y el polvo y la tierra se desgranaban poco a poco, desprendiéndose en medio de una lluvia de humo.
Se está derrumbado
, pensó, desesperada.
Y entonces, mientras sentía el movimiento de los contenedores a la espalda, se hizo un ovillo y cerró los ojos.
—Lo que no entiendo —estaba diciendo Malhereux— es qué pinta Vorensis en todo esto. Es un sol… ¡Sagrada Tierra, Fer! ¡Un sol enorme!
Ferdinard miraba el suelo, pensativo. Intentaba imaginar dónde estaría encerrada la Llama que describían los paneles; esa amenaza aún por explicar cuya naturaleza se le escapaba. Si tenía razón, debía de estar por ahí en alguna parte, tras las paredes y corredores. El mal atrapado junto a sus víctimas.
—Para mí está claro. Vorensis será el verdugo de esa amenaza que acabó con los seres humanos. Acabará consumiendo el planeta en algún momento… y eso… eso será todo.
Malhereux iba a decir algo cuando, de pronto, una sombra centelleó en el margen de su vista periférica. Apenas tuvo tiempo a levantar los brazos: algo se abalanzaba ya sobre él, derribándolo. El ruido de las piezas metálicas golpeando contra el suelo sacó a Ferdinard de sus reflexiones. Se dio la vuelta, pensando que su socio había sufrido un desmayo, y una palabra cruzó su mente: ¡el aire! Pero no le pasaba nada al aire. Era algo. Alguien, forcejeando con su amigo.
Se quedó paralizado, incapaz de reaccionar.
—¡Coño! —gritó Malhereux, enredado en una maraña de brazos y piernas. Ferdinard ahora comprendía de qué se trataba. ¡Era el sarlab!
Pensó en el fusil. ¡El fusil! Lo había dejado junto a los paneles cuando reflexionaba sobre su significado, varios metros más allá. Luego otro pensamiento cruzó su mente como una centella: ¡Bob! Giró la cabeza para mirarlo, pero el robot se mantenía erguido sobre sus pies, totalmente indiferente a lo que estaba pasando. Esa visión lo dejó confundido todavía unos instantes más, mientras Malhereux luchaba por zafarse del sarlab. Se preguntó brevemente cómo era posible, pero luego la imagen del pecho tocado por el disparo le golpeó como un mazazo. Los sensores. Debían haber pasado al limbo de los aparatos averiados.
Pero no había tiempo para darle órdenes: de todas formas, era Malhereux quien se ocupaba de esas cosas, así que se lanzó a ayudar a su amigo. Lo hizo de frente, sin embargo, proyectando las manos hacia delante como lo haría un padre con un hijo que acaba de caer en un centro de recreo, y el sarlab, acostumbrado a lidiar con esas situaciones, lo rechazó con una patada. Ferdinard fue proyectado hacia atrás mientras su visión se teñía de un blanco cenagoso. La mejilla estalló con una oleada de dolor punzante, y Ferdinard se encontró en el suelo, tan confundido como despatarrado.
—¡Fer! —gritaba Malhereux, con la voz preñada de un terror profundo.
Miraba la hoja de un puñal que el sarlab blandía a escasos centímetros de su cara. Sus manos luchaban por trabar los brazos de su adversario, pero éste estaba ahora subido a horcajadas encima de él y hacía fuerza con todo su peso. Sus esfuerzos parecían redoblarse a cada instante.
—¡Feeer!
Ferdinard se volvió para mirarle. El sarlab le dedicó un segundo de atención; apenas una mirada de advertencia enredada en una expresión colérica, pero bastó para hacerle dudar un par de segundos. Sin embargo, el brillo del puñal tan cerca de su amigo le arrancó de su estado casi hipnótico.
Se puso en pie de un salto y salió corriendo por el fusil.
—¡Aguanta! —gritaba.
Tarven For comprendió al instante lo que sucedería si no acababa rápidamente con aquel imbécil, pero el malnacido tenía más fuerza de la que esperaba; eso, o el golpe le había debilitado más de lo que creía. No quedaba tiempo. Liberó su mano derecha y la colocó sobre la empuñadura, aumentando la presión.
Malhereux no podía más. Los brazos le temblaban y, a pesar de sus esfuerzos, la brillante hoja del puñal continuaba avanzando, inflexible, hacia su rostro. Sabía que no podía aguantar mucho más, e intentaba no pensar en lo que esa cosa haría con los músculos de su cara. Casi podía oír el sonido del desgarro y el crujir de los huesos, separándose bajo la lámina de metal. De pronto, la punta helada rozó su mejilla, apenas unos centímetros por debajo del ojo. Ahogó un grito. La punta del puñal se hundió lentamente en la carne haciendo manar la sangre caliente, y Malhereux cerró los ojos.
De pronto, con inesperada velocidad, el cuchillo se retiró. Malhereux volvió a mirar a tiempo para ver al sarlab erguido sobre él, con el puñal sujeto por la punta en la mano derecha. Sin darle tiempo a reaccionar, el puñal fue arrojado hacia algún punto a su espalda.
Malhereux gritó, y en la otra punta de la cámara, Ferdinard hizo lo mismo. Malhereux tuvo el tiempo justo para volverse y ver a su amigo cayendo de rodillas al suelo; el puñal se había clavado, con salvaje contundencia, en la zona del hombro, y asomaba como una tétrica palanca: una que conmutaba la vida por la muerte.
—¡Fer!
Antes de que pudiera darse cuenta, el sarlab se alejaba ya de él.
—Hijo de puta… —bramó, con un goterón de sangre colgando de su mejilla.
Ferdinard no había tenido tiempo de coger el fusil; si el sarlab llegaba hasta él, hundiría el puñal en su espalda y le atravesaría el pulmón, si no lo había hecho ya. Y eso… eso no podía consentirlo.
Desde su posición en el suelo, Ferdinard lanzó el puño hacia Bob y emitió una simple orden.
Bob reaccionó al instante, poniéndose en marcha con una velocidad tan inesperada como sorprendente. Tarven percibió su movimiento, pero iba demasiado rápido para detenerse; su intento de frenar terminó con él doblando su cuerpo en sentido contrario y derrapando por el suelo. Aún estaba intentando compensar el cambio de dirección apoyando los brazos en el suelo cuando Bob se colocó a su lado describiendo un poderoso salto.
—Mierda —soltó el sarlab.
El golpe fue bestial. Le dio en el pecho y lo lanzó por el aire, hasta que fue a parar contra los paneles. El sonido fue grave y retumbante. Tarven rebotó y cayó de espaldas contra el suelo, donde se retorció como un escarabajo moribundo. Bob no le dio tregua; apenas había caído, la mole de metal se encontraba ya sobre él. Atenazó su cuello con sus toscos dedos y lo levantó en el aire, donde lo dejó colgando. Tarven tuvo que agarrarse con los brazos para que su propio peso no le rompiera el cuello.
—¡Fer! —gritó Malhereux de nuevo. Cuando llegó hasta él, su amigo intentaba alcanzar la empuñadura con la mano derecha—. ¿Estás…?
—Uf —soltó—. ¡Arráncalo…! Me… ¡abrasa!
—Tío, tío, tío, tío —decía Malhereux, con las manos revoloteando alrededor de la empuñadura sin atreverse a tocarla.
Una mancha de color oscuro empezaba a teñir el traje espacial.
—¡Sácalo! —bramó Ferdinard, con la frente recubierta de un repentino sudor—. ¡Sólo sácalo!
Malhereux apretó los labios, rodeó la empuñadura cuidadosamente y se preparó para pegar el tirón. El sonido fue espantoso: húmedo y resbaladizo, pero la hoja salió con suma facilidad, lo que en principio parecía una buena señal; con suerte no había malogrado ningún hueso.
Ferdinard aulló de dolor.
Malhereux miró la hoja. La sangre apenas cubría unos seis centímetros.
—Vamos, Fer. No parece profunda… quítate el traje. Déjame ver esa herida.
—Tío, el traje —lloriqueó su socio—. Está roto…
—No te preocupes por eso. Es apenas una raja, haremos algún apaño. Vamos… quítatelo.
Ferdinard obedeció, pero descubrió que el brazo derecho le dolía terriblemente según lo giraba para sacar la manga. Cuando éste quedó desnudo, Malhereux inspeccionó la herida.
—Tío, ¿respiras bien?
Ferdinard inspiró y espiró profundamente antes de contestar.
—Creo que sí. Duele un poco, pero…
—La herida no es demasiado profunda. Creo que te has librado de una buena.
—Quema, joder.
Malhereux frunció el ceño, se dio la vuelta y se acercó dando grandes zancadas hasta el sarlab, puñal en mano. Sacudía las piernas como un poseso.
—¡Tú! —bramó.
Estaba a punto de dejarse llevar por instintos que no conocía cuando, de repente, toda la cueva empezó a temblar.
Los robots llegaron primero.
Para sus sensores y sistemas de visión, el resplandor cegador no era en absoluto un inconveniente: detectaron lo que se les venía encima mucho antes de traspasar el umbral: no sólo su impresionante forma general, también su naturaleza mecánica.
Los cañones se ajustaron y lanzaron descargas de iones hacia el portal, iluminando brevemente el pasillo con su característica luz azulada, pero la respuesta fue contundente; un solo destello, apenas un brevísimo instante de una cegadora luz anaranjada, y los robots se fundieron parcialmente. El metal de sus corazas chorreó goterones brillantes, que volvieron a endurecerse casi al instante. Uno de ellos se dobló sobre un lado como una cerilla, y en el extremo opuesto, otra unidad cayó hacia atrás, donde golpeó el suelo con un sonido metálico y opaco. El resto permaneció inmóvil, totalmente destrozados por dentro, como extrañas esculturas surrealistas. Las pequeñas luces que conformaban sus lentes se apagaron.
El contundente ataque paralizó a los sarlab que seguían a la primera línea de ataque. Ahora miraban hacia la luz con ojos desorbitados, temerosos de lo que podía haber detrás. Se miraban unos a otros, y aunque ninguno decía nada, la misma preguntaba tomaba forma en la cabeza de todos:
¿Qué ha pasado?
Había sido todo tan rápido… ni siquiera las ondas caloríficas más intensas conocidas hubieran podido hacer algo así; no en ese tiempo y, desde luego, no al material con el que aquellos robots estaban construidos. Simplemente, los había reducido a sebo caliente.