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Authors: Honoré de Balzac

Tags: #Clásico

Papá Goriot (6 page)

BOOK: Papá Goriot
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No hay nada de ello; el padre Goriot es un desgraciado, un infeliz que vive, en verdad, en un infierno. Eugenio de Rastignac lo descubre con estupor; las mujeres elegantes son sus hijas; la plata que retuerce en el torno es lo que queda de una fortuna, que fue un día importante, y cuyos restos va vendiendo, o empeñando para que sus hijas puedan brillar en las alturas con sus trajes y sus joyas, sin necesidad de acudir a sus esposos, a los yernos, los odiados.

Es preciso saber el concepto en que Balzac tuvo a la familia, su devoción por ella; hay que leer la hermosa carta de Rastignac a su madre y la respuesta de ella, las alusiones a las hermanas, para comprender lo que fue para él, lo que era para él la familia y el papel reservado al yerno, como se ve en esta obra.

El yerno es, en verdad, el «malo» del drama; es aquí el personaje odioso y odiado; es también una figura elemental, un símbolo; los dos yernos del padre Goriot pertenecen a la alta sociedad; uno es el barón Nucingen, banquero, hombre rico y poderoso; el otro, el vizconde de Restaud.

Parecía que con aquellas bodas, papá Goriot había conseguido para sus hijas todo el bien que se podía desear; era para lo que había trabajado, por lo que se había esforzado en acumular riquezas. El dinero sí lo era todo, y entonces las hijas le mimaban, le llamaban papá y le besaban; pero los culpables son los yernos; con ellos los causantes de su desgracia con la infelicidad de las hijas.

Claro que ellas, criadas en el ocio, mimadas y consentidas, moviéndose sólo entre fiestas y halagos, no eran unos ángeles. «
El culpable he sido yo
—clamará ya ante la muerte y abandonado de todos—,
el culpable he sido yo. Todo es culpa mía porque de pequeñas las acostumbré a pisotearme
».

La situación ha llegado al extremo, el vínculo familiar deshecho; las hermanas odiándose y las dos despreciando al padre. Así se lo explica a Rastignac la señora de Beauséant en un momento de sinceridad, vencida también ella por el dolor, herida por la sociedad, las murmuraciones, por las envidias, con la pérdida de su amante. La vizcondesa, su prima, se ha convertido aquí, en una sombra de Vautrin: «
Cuanto más fríamente haga usted sus cálculos, más lejos irá». «Si tiene sentimientos verdaderos, ocúltelos usted como un tesoro; no lo deje adivinar, pues lo perdería todo, y en vez de ser el verdugo se convertiría en la víctima
». Y este consejo, que veremos repetido en Dostoiewski, en boca de uno de sus personajes: «¡
Si alguna vez se siente enamorado, guárdese usted de decirlo
!». Algo debió de haber de verdad, cuando dos de los más grandes conocedores del ser humano coincidían en este punto.

En cuanto a las hermanas, sus relaciones con sus esposos y el padre, he aquí lo que le explica. «
Existe algo más espantoso aún que el abandono por sus dos hijas de un padre al cual quisieran ver muerto, y es el odio entre dos hermanas. Restaud es de ilustre cuna; su mujer ha sido, por esto, admitida en sociedad y ha sido presentada en la corte, pero su hermana, que es mucho más rica, la hermosa señora Delfina de Nucingen, esposa de un hombre acaudalado, se consume de pesar; la envidia la devora y se ve a cien leguas de su hermana. Su hermana no es ya su hermana, y una reniega de la otra, como las dos han renegado de su padre
».

Ellas habían renegado de su padre; le recibían a escondidas, para no desagradar a sus maridos y con la excusa de que a solas estaban mejor. No obstante, cuando necesitaban de él en un apuro, para pagar una deuda contraída a espaldas del marido, para sus placeres, para sus caprichos —y lo hacían las dos—, no vacilaban en acudir al tugurio de su padre, el cual, después de haberse empobrecido con las dotes de sus hijas, en el casamiento, se arruinaba ahora por ellas, desprendiéndose de lo poco que para vivir se había reservado.

El se sentía feliz con verlas, no miraba en el motivo que las llevaba y cada vez vendía algo, o pedía prestado; él las disculpaba siempre; ellas eran dos ángeles, y los yernos los únicos culpables.

Así había dado los restos de su fortuna, tras haber dado lo principal; así había ido descendiendo, hundiéndose, hasta apenas tener con qué alimentarse, hasta vestir casi con harapos; hasta ocupar la peor habitación de la casa, después de haber ocupado la mejor; hasta verse tratado como un mendigo, después de haberlo sido como un rey. Este padre, como explicaba la duquesa de Langeais, en casa de la prima de Rastignac y en la presencia de éste, este padre lo había dado todo; había dado durante veinte años sus entrañas, su amor, en un día dio su fortuna. Después de bien exprimido el limón sus hijas han arrojado al arroyo lo que quedaba.

Era cierto. Papá Goriot estaba hundiéndose en la última miseria, siempre pendiente de sus hijas, mientras Rastignac ascendía; iba cumpliendo sus propósitos, desde el día en que —el dinero lo era todo— convenció a su madre y a sus hermanas para que le ayudaran con todos sus recursos; desde el día en que, cerradas las cartas —como si pasara un Rubicón— murmuró la palabra: «¡
Triunfaré
!».

El dinero, sí, lo era todo; él, Rastignac lo había visto; él obtendría el dinero, la riqueza, el poder, fuese como fuese —el fin justifica los medios—, y su voluntad, su deseo, su ambición, se cifraban en aquella palabra: «
Triunfaré
».

Rastignac, ayudado por su prima, se había introducido en la alta sociedad y había comprobado la verdad de las palabras de ella: «
Entonces probará usted cuán grande es la corrupción del alma femenina, y sabrá también a dónde llega la miserable vanidad de los hombres
». Rastignac no sólo había conseguido ser admitido en las fiestas de la alta sociedad, en los salones; se había convertido en el amante de la hermosa Delfina, la hija de Goriot, la baronesa de Nucingen, el famoso banquero; Rastignac había visto por dentro aquel mundo de egoísmos, de dureza y de vanidad.

Rastignac no renunciaría a sus ambiciones, pero no se apartaría ya de papá Goriot. Es aquí, en este Rastignac, donde vemos al autor, y no en las versiones que nos dará después del personaje; será el marqués de Rastignac; aquí es todavía el blando de carácter, el sentimental, que escucha un poco aterrado los consejos de Vautrin.

Rastignac se convierte, a la verdad, en el hijo de Goriot; el padre no se contenta con hacer el elogio de sus hijas, en pedirle ayuda para ellas; le echa a una de ellas en sus brazos; le aconseja que la haga su amante: «
Quiérala usted
».

La paternidad, esa paternidad que forma el fondo de la obra, la sustancia podría decirse, aparece también aquí, y mejor quizás, el resentimiento paternal, como se manifiesta también en Vautrin.

Hay en efecto, algo de paternal en el trato de Vautrin a Rastignac, como hay algo de filial en Rastignac con respecto a Goriot. El sentimiento paternal —reflejo o no, que parece que sí, del que experimentó Balzac por su hijo— está presente, en efecto, en toda la obra. Papá Goriot le llama «
hijo mío
»; Rastignac a su vez «
mi buen padre Goriot
», y Vautrin a Rastignac: «
mi hijo», «mi pequeño
», le dice que le quiere y se le ofrece para ayudarle con dinero que le devolverá cuando pueda. No falta quien ha querido ver algo más que sentimiento paternal —algo equívoco— en el interés del ex presidiario por el joven; el equívoco, no obstante, no se ve, o se ve poco, cuando menos en esta obra, y no se ve nada, a mi juicio, que enturbie la pureza de este sentimiento.

En este sentido Vautrin, anarquista y destructor, es criminal, podría decirse, por bondad; Vautrin que llega a aconsejar el asesinato como medio para obtener un beneficio, Vautrin puede figurar —y figura— entre los buenos, ya que sus impulsos, sus furores, sus sarcasmos, y hasta sus cinismos, nacen de la vista de los egoísmos, de las crueldades, de los crímenes de la sociedad. Los malvados son los yernos —en esta novela de la paternidad—, son los hijos ingratos; son los que, en el fondo, justifican a Vautrin, en sus consejos, en sus sarcasmos, en sus obras, o cuando menos, forman parte de ellos.

Papá Goriot ha llegado al límite de sus fuerzas; la desesperación ha hecho presa en él y físicamente es una ruina; no puede más. La hija mayor ha ido a verle para explicarle que su marido la ha despojado de sus bienes, la ha hecho víctima de un chantaje; él quiere ir en busca del yerno, matarle, y a duras penas le puede contener; las dos hijas —en otra escena— se enfrentan en presencia del padre en una escena terrible; el odio más feroz salta por sus bocas, cuando el anciano les suplica que callen, que se quieran, que no le maten, y al fin, se produce lo peor, el hecho culminante de esta carrera de iniquidades.

Con el padre postrado en el lecho, se presenta, por última vez, Anastasia, tal vez su preferida, «
mi pequeña Nasia
», como dice, «
mi niña
».

La hija entra, a escondidas, en la mísera habitación del padre, y llorando, le explica el drama que está viviendo. Aquella noche tiene que asistir al baile famoso de los Italianos, donde se reunirá lo mejor de París —también Rastignac está invitado—; ha de estrenar el vestido hecho expresamente para la fiesta; está bordado en oro, pues quiere con él acallar las murmuraciones, suscitar las envidias; pero la modista rehúsa entregárselo, si no paga antes la deuda que tiene pendiente. Anastasia necesita mil francos, y si no los consigue, no le darán el vestido, no podrá asistir a la fiesta y será el centro de las murmuraciones de la alta sociedad; todos se reirán de ella. Será el desastre.

El anciano se siente conmovido; no tiene ya nada; ha gastado hasta el último franco; «
si dieran algo por mi vida
…». No sabe cómo lo hará, pero le promete a su hija que tendrá los mil francos; le dice que pase aquella noche a buscarlos.

Cuando se va ella, el viejo se levanta; está tan postrado que apenas puede tenerse en pie; registra la habitación; reúne todo lo que encuentra de valor. «
Si me diesen algo por mi vida
…». Encuentra aún unos cubiertos de plata, olvidados en un rincón; se viste como puede, y enfermo, casi moribundo, va a casa del prestamista con lo último que le queda; todo había seguido el mismo camino —lo conocía bien—; vuelve ya tarde, en un estado de postración terrible, con fiebre alta, pero en la mano lleva el tesoro, la salvación de su pequeña.

Está, sí, con fiebre alta, temblando bajo las sábanas, casi en la agonía, pero allí bajo la almohada guarda los mil francos para su hija, con lo cual podrá ella obtener su vestido, ir a la fiesta y brillar con toda su belleza. «
Cuando menos
—piensa—,
la volverá a ver; no tardará en presentarse
», y esta ilusión parece darle fuerzas. Esta última alegría le será también arrebatada.

Su pequeña, su preferida, la dulce «
cuando era niña se subía a mis rodillas, me acariciaba
…», su niña querida, le manda un criado para que le entregue a él los mil francos, pues ella no podía ir.

Todavía la disculpa —lo que hace siempre—; necesita creer en ellas; vuelve el vicio en virtud, con que adorna aún una vez a su pequeña, a su dulce Anastasia. «
Creía que habría venido ella misma, pero es mejor así. Mi estado le hubiera inspirado inquietud
». No quiere verlas tristes.

Tanta bondad, tanta abnegación, por seres que no merecen más que desprecio, llega casi a fatigar; pero Papá Goriot ha de llegar al fondo, es fatal; ha de llegar al fondo de su miseria, de su abnegación, del amor paternal; ha de agotar la ingratitud, ha de tocar, sí, al fondo.

Rastignac corre alarmado a la habitación del enfermo; el anciano se ha agravado; ahora habla, habla sin cesar, y Rastignac escucha aterrado el relato de lo ocurrido aquella noche; apenas puede creer en lo que oye; no puede creer en tanto egoísmo, en tanta dureza.

Rastignac sale en busca de Delfina, la baronesa; quiere convencerla para que deje el baile y acuda al lado de su padre, que se está muriendo, pero ella no puede renunciar al baile; a su padre ya le verá. Quiere llorar, pero piensa que la afearía en esta noche de fiesta. «
Me pondría fea
», y enjuga sus lágrimas.

Rastignac, terminada la fiesta, regresa solo al lado del anciano: Bianchon está con él; le sale al encuentro, le dice que no se salvará. «
Ve, amigo mío
—le dice Rastignac—.
Yo estoy en el infierno y es preciso que continúe en él. ¡Cualquier cosa, por innoble que sea, que te digan del mundo, créela! No hay ningún Juvenal que pueda pintar todo el horror oculto tras el oro y la pedrería
».

Todavía se esfuerza por curarle, pero prescindiendo ya de las hijas; Rastignac busca dinero, llama a un médico, pero todo es en vano. Dos días después el anciano entraba en la agonía; todavía se ilusionaba con ver a sus hijas; todavía imaginaba que iban a llorar por su muerte. «
Van a venir, sí. ¡Ah, mi buena Delfina, qué pesar voy a causarle con mi muerte! No quisiera morir por no hacerlas llorar
».

Pero poco a poco el parloteo del viejo se ha ido mudando; las quejas se han ido trocando en reproches, en acusaciones las disculpas; las palabras se han convertido en una charla febril, en que el anciano, por primera vez —por última vez— desahoga su alma ante aquella alma amiga; sólo ahora descubre la verdad, su drama, en un monólogo que ha de ponerse entre los trozos mejores de la obra, en una terrible confesión, que Rastignac escucha aterrado, aturdido, sin ánimo para responder.

El anciano descubre ahora todo lo que llevaba dentro, acumulado día tras día, durante años, aquello que no quería decirse a sí mismo; él, sí, lo veía todo, pero se cegaba, y por encima de todo, su alma iba hacia sus hijas; oculto en una esquina, convertido en un mendigo, las miraba pasar en su coche ¡qué bellas estaban! y era feliz. Ahora sí que parece sentirse aquí un eco del grito del rey Lear; parece sentirse aquí la voz de Shakespeare; las exageraciones —que no lo son— de su gran hermano de la isla, cuando hacía intervenir a la Naturaleza en el dolor del anciano padre, cuando en sus grandiosas metáforas, en sus imprecaciones, hacía girar en torno a su drama el universo entero. Ahora, sí, lo gritaba: «
¡Ah! Si yo fuese rico, si hubiese conservado mi fortuna, si no les hubiese dado mi dinero, estarían aquí. ¡Con sus besos destrozarían mis mejillas! Un padre debe ser siempre rico; ha de tener a sus hijos siempre sujetos de la brida como a los malos caballos
». Era la queja exacta, el eco, del lamento del rey Lear; el uno había dado el poder, el otro la riqueza; era, en el fondo, lo mismo, y la queja —el grito— brota de la misma herida
. «Si supiese usted
—prosigue en su delirio—,
si supiese usted con qué celo me cuidaban hasta en los menores detalles en los primeros días de su matrimonio». «Acababa de darles cerca de ochocientos mil francos a cada una; no podían, y menos sus maridos, mostrarse poco amables conmigo
…». Y más allá, en un grito: «
¡Abomino de ellas, las maldigo! ¡Me levantaré por las noches de mi tumba para maldecirlas
!…».

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