Eso me dio la idea de hacerles un supermercado propio, con de todo. ¡Qué felices van a ser mañana! Lo importante por ahora es disimular la entrada de mi cueva, antes que se les ocurra taparla… Por eso salí gateando, atraqué el catre a la esquina y dejé invisible el hoyo.
Cuando bajé no había nadie en la casa. Todos otra vez en la calle y con la mano en el pecho.
—¿Dónde estabas, Papelucho? Todavía caen trozos de yeso y algo parecía galopar en el techo… Creo que todavía tiembla… —decía la mamá.
—No tiembla —le aseguré— siempre queda penando un temblor por algún rato y eso es señal de que terminó —le dije.
Cuando estuvieron tranquilos, el papá subió, vio mi catre en el rincón y preguntó:
—¿Desde cuándo tienes ahí tu catre?
—¡Puh! Desde hace rato… —dije y él se quedó mirando al cielo.
—Menos mal que esta casa es arrendada —dijo—. Buenos pesos va a costar acomodarla…
Apenitas se fue él de mi cuarto, salió la Ji de debajo de mi catre.
—Toma —me dijo— se quedó en la cueva tu lapicera… —y me la entregó bien áspera.
—¿Cuándo entraste tú ahí?
—Yo entro todos los días —dijo ella— a traerles comida a mis ratones, en vez de dormir siesta. ¡Ellos me conocen y no se esconden de mí!
A la Ji le brillaban los ojos y ni sabía que me sacaba pica.
—Voy a ayudarte a juntarles comida, tanta comida que no tengan que salir nunca más a buscarla. Así estarán seguros y no habrá peligro que traigan un gato a esta casa… —le dije.
—Ellos le tienen compasión al gato vecino —dijo— siempre le tiran al tejado lo que a ellos les sobra…
—¿Y no le tienen miedo?
—¿Por qué van a tenerle miedo si el gato vive de lo que ellos le dan?
—¡Bajen niños! —gritó la voz de la mamá.
Det, que se había dormido desde el temblor, despertó con un brinco.
Los tres bajamos corriendo pensando que ahora había incendio…
Pero no. Puramente los nervios de la mamá. Resulta que el famoso temblor no botó ninguna casa ni cosa, sino que la de nosotros, que por suerte no es nuestra. Es de un señor propietario.
Todos los vecinos han entrado a verla y dicen que se cae de todos modos, con o sin temblor y compadecen al papá y a la mamá. Así que la convencieron que no podemos dormir en ella ni una noche porque amanecemos cadáver.
Como los hoteles son muy caros la mamá decidió que dormiríamos en un taxi.
Costó harto convencer al papá y al taxista, pero la mamá se las arregla para salir con su idea, y así nos instalamos frente a la puerte de calle, creo que para verla caer.
A mí me pareció chora la cuestión porque así le dábamos libertad a los ratones siquiera por una noche, pero el asunto de acomodarse en un taxi resulta bastante molestoso. De caber, cabíamos, pero a todos nos sobraban las cabezas. O sea, nos quedaban bambaleando igual que los adornos del árbol de pascua. No había cómo afirmarlas.
El papá fue el primero que se bajó furiondo y dijo que él dormía en la casa aunque se viniera abajo.
Un portazo en el taxi y otro en la casa y desapareció.
Al poco rato el chofer dijo que por pesos más pesos menos, él no se daba una mala noche, y siguió al papá. Entonces la Domi también se bajó alegando que le dolía el pescuezo y prefería amanecer reventada que mal dormida.
Total quedamos los tres con la mamá y la Ji y nos acomodamos al estilo del África, y por fin nos dormimos. Pero no tan por fin, porque al poquito rato se abrió la puerta del taxi con violencia y un señor se echó encima de nosotros con maletas y ordenó:
—¡Al aeropuerto, rápido! Adentro se armó la crema y chillaba la mamá creyendo que la cogoteaban y chillaba el señor creyendo que a él ídem. Y cuando al fin se entendieron, resulta que él había creído que el taxi estaba libre porque la Ji le había levantado la banderita con la famosa palabra.
Det quería saber todo el tiempo lo que pasaba, y yo lo hacía callar.
De repente aburrido chillé:
—¡Cállate, idiota! —y el caballero que iba al aeropuerto peloteó mi insulto y me mandó un tirón de orejas sulfuroso. La mamá por arreglarlo dijo:
—No se dé por entendido, señor, el niño es alucinado.
Así que ahora soy alucinado también.
Cuando el señor partió nos arreglamos de nuevo para dormir, pero a la Ji le dio con que tenía pesadeces y que en vez de dormir prefería jugar al circo. Entonces la mamá sacó sus famosas pastillitas y nos metió una en cada boca y dos en la propia y de puro desvelados nos dormimos.
Resulta que al poquito rato empezó a remecerse el cacharro peor que un terremoto y una voz de trueno bramaba dentro chillando:
—¡Salgan de ahí! ¿Qué pasa en este taxi?
Era un carabinero de esos de mal carácter.
—¡Abran o rompo el vidrio!
Pero la mamá no despertó jamás. La Ji abrió un poco la ventana y yo desperté bastante aturdido.
—¿Es suyo el taxi? —pregunté cerrando otra vez los ojos—. El señor que se cree el dueño está en la casa… Y no siga molestando porque cuesta mucho dormirse.
—¿De modo que son niños vagos los que hay dentro? Van a venir conmigo ahora mismo a la comisaría.
La Ji cerró el vidrio y los dedos gordos del señor carabinero se quedaron pillados igual que una laucha en la trampa.
—¡La mamá está durmiendo y es la noche! —cuchicheó la Ji mientras los dedos gordos se iban poniendo más gordos por minuto. La cara del dueño de esos dedos era como de ogro, pero ni se oía lo que estaba diciendo su boca acelerada.
—Si usted se va tranquilito a su casa lo soltamos —le dijo la Ji.
Por fin él dijo un "sí" con la cabeza y la Ji abrió un poco el vidrio para apretarlo después, sin dedos. El ogro partió chupándose sus ídem.
Y cuando amaneció el día costó despegarnos unos de otros y de los asientos calientes y latigudos.
Entramos a la casa a tomar desayuno y al poco rato llegaron unos maestros a trabajar para arreglarla.
Uno era flaco y tartamudo entero y picaba las paredes a mil por hora. El otro era gordo y traspiroso. Iba detrás del flaco tapando los hoyos con una crema de yeso. La mamá y el papá salieron porque les daba ataque ver los montones de tierra y yeso en todas partes.
Al ratito la Domi era como hermana con el maestro gordo y casi no se podían separar. Se miraban tanto que yo creo que hacía mucho tiempo que no se veían, y se tomaban de la mano, y se quedaban pegados con el yeso. Porque el yeso se pone duro al tiro, y en una de estas tuvimos que llamar al maestro flaco para que despegara a la Domi del gordo y como es tartamudo y tembloroso los martilló casi enteros. Pero los despegó. Si no, no habríamos podido tener almuerzo.
—Esta ca-casa de-debían ech-ech-echarla abajo —decía el maestro flaco.
—Con una buena enyesada se afirma —decía el gordo tirando yeso al techo y las murallas. En el suelo crecían los cerros de barro y yeso, ladrillos y pinturas, pero a la Domi nada la confundía y se sentía muy feliz.
Nos hizo la comida más rica y almorzamos con los maestros y el Choclo y la cosa duró hasta casi la noche.
Det se había vuelto a poner preguntón y molestoso. Es raro pero aunque nadie lo oye, el Choclo ladra cada vez que él transmite y todo el mundo pregunta ¿qué le pasa a ese perro?
—Salgamos —decía Det—. Quiero hacer contacto. ¡Me llaman! —y empezó a hacerme cosquillas en las tripas. El Choclo seguía ladrando sulfuroso, hasta que al fin salí afuera, es decir, a la calle. El sol se había escondido y con eso la Domi se puso chinche y enamorosa y cargante. El maestro del yeso se limpiaba las uñas con un tenedor de memoria y miraba a la Domi acholado. Det seguía fregando y yo estaba aburrido de todo.
—¡Quiero mi platillo! —repetía Det con cantinela.
—Búscalo tú, si lo quieres.
—¿Cómo lo busco si tú me tienes preso?
—¡Yo no te tengo preso! Tú te metiste dentro —rabié.
—¡Lárgame fuera! Tengo que hacer contacto. ¿No entiendes que el temblor era el comando? Yo tengo que acudir cuando me llaman.
—Entonces mándate cambiar.
—¡Estornuda y me lanzas! —chilló Det.
Traté de estornudar. La nariz no me picaba por motivo alguno. Tendría que resfriarme para lograrlo…
Furioso me saqué la camisa, el pantalón, los zapatos y me senté en una poza de agua, junto al grifo, en puros calzoncillos.
Pero ni pío. Se había ido el día, era la noche y estaba encendido el alumbrado. Tenía el cuerpo con carne de gallina… y ni un estornudo.
Det seguía fregando. Yo me metía el dedo en la garganta por si lo vomitaba. El Choclo a mi lado ladraba ronco y aburrido.
—¿Te has vuelto loco? ¿Qué haces ahí desnudo?
Miré. Había un montón de gente junto a mí. Unos le explicaban a otros.
—Habla solo hace rato… Se pasea amenazando al aire… Se desnudó y se ha sentado en el agua… ¡Está loco de remate!
—Es Papelucho —dijo una voz de vieja y una mano tiritona y rugosa me hizo levantarme.
—Vístase hijito porque se va a resfriar —dijo la voz de la mano que empezó a ponerme la camisa.
—Hay que llevarlo a su casa —dijo otra voz.
—Su casa se cayó con el temblor —dijo otra voz.
—¡Claro! El susto lo ha vuelto loco —dijo la viejita que no tenía la menor idea de ponerle a uno los pantalones.
—Hace tiempo que está raro —dijo una voz de hombre—. Sus padres no se preocupan… Debían internarlo en un hospital…
Hasta ahí no más aguanté yo. ¿Internarme a mí en un hospital? ¿Decir que mis padres no se preocupan? Me puse duro entero.
—A mí no me toca nadie —dije— y tampoco me "llevan" como si fuera cosa. Y para que lo sepan. ¡Mis padres se preocupan! —chillé y el Choclo empezó a ladrar como un león tratando de morder a los intrusos.
Se abrió el circuito de mirones para dejarle paso a un hombre de gorra, armado de un cordel y un bozal. Tenía cara de esqueleto de rinoceronte y ojos de pulga con flato y era completamente inolvidable. Lacio al Choclo y le encajó el bozal igual que uno se traga una uva y lo arrastró al furgón negro que era ni más ni menos que la perrera.
De un salto casi mortal, estaba yo ipso flatus metido con el Choclo entre mil perros huérfanos y mudos y de todos los portes, formas, caras, colores y olores. La puerta se cerró rotunda y partimos oscuros y zamarreados, camino quizá a la muerte…
El astronáutico ruido de ese furgón asesino hacía menos triste el silencio de los perros. En cada vuelta de calle rodábamos apilados en montón, igual que limones. Yo buscaba a tientas la cabeza del Choclo para tranquilizarlo. Sabía que él estaría pensando en la cámara de gases y otras preocupaciones de perro que adivina las injusticias del mundo.
Trataba en vano en la oscuridad de sacarle el bozal para que supiera que alguna vez podría volver a abrir su regio hocico y comer o ladrar si le venía en gana.
Lo conseguí por fin, pero después de sacarle el bozal a cinco perros anónimos. Menos mal que eran todos inteligentes y ninguno chistó. Puramente me langüeteaban las piernas con sus lenguas calientes. Y así después fue fácil sacar todos los bozales…
Entretanto yo pensaba a chorro de qué modo podríamos arrancarnos. Por una rejilla alta de la puerta se veían las luces de la calle que pasaba pillándose. Esa puerta era inabrible con su manilla por fuera. En la cabina delantera el hombre inolvidable acompañaba al chofer asesino. ¿Cómo salir de ahí?
Me lancé con todo el cuerpo contra la puerta insolente. Al momento los perros me copiaron y crujió la maldita. Pero jamás se abrió. Era necesario más fuerza, más impulso… Acaso una frenada del cacharro…
Mirando en la oscuridad vi que había otra reja que nos separaba de la cabina delantera. Ipso flatus les expliqué a los perros que pasaran sus colas por los hoyos y las aceleraran.
El chofer dio un bufido cuando sintió a la espalda el tamboreo de colas.
—¡Malditos quiltros! —clamó—. ¡Yo les enseñaré! —y dio toda la velocidad de su máquina para frenar de un repentón en seco.
Fue el milagro. Como una gran descarga fuimos a dar todos contra la puerta en revoltoso enredo de patas, colas, cabezas y la puerta se abrió. Caímos a la calle como un rodado gigante pero blando y callado. Antes de que partiera el furgón ya trotábamos todos en inmenso desfile galopante por calles desconocidas.