Cuando por fin se acabó la larga visita, la mamá muy feliz nos subió a un micro, nos recomendó al chofer para que nos avisara donde teníamos que bajarnos frente al hotel, me dijo que ella confiaba en mí, que cuidaría a la Ji y por fin se quedó con el papá para ir al teatro.
El micro empezó a llenarse y llenarse con más gente. Algunos con cara aburrida, otros con paquetes y otras con chiquillos y canastos. Había un olor rico a cebolla y a un guiso desconocido.
La Ji me dijo:
—Tengo hambre, quiero comer de eso…
—Yo también —le contesté—. Cuando lleguemos al hotel comeremos harto.
—Es que no puedo aguantar —clamó.
—Entonces piensa en otra cosa —le dije para distraerla—. Por ejemplo piensa en que podemos chocar… —y ¡Paff!
Habíamos chocado.
La tremenda bulla de fierros se destiñó con los gritos de la gente y con la polvareda de arena que rebasó al micro. Por suerte habíamos chocado contra el cerro, aunque no tan por suerte porque la arena seguía entrando y entrando como pesada mazamorra inmensa que llenaba los huecos subiendo hasta el cogote.
La Ji había saltado con el golpe y estaba encaramada en la cabeza del chofer; yo asomado al revés por una ventana, es decir cara y brazos adentro y todos lo demás fuera. Lo malo es que pegado entre los vidrios y sin poder salir. También servía de tapón para que no entrara arena ni aire y la gente tosía con ahogo, hablando y escupiendo todo a un tiempo. Los pollos se habían arrancado del canasto y saltaban escarbando en la arena y cacareando picoteaban cogotes. La Ji tenía una cebolla en una mano y en la otra una manzana y el chofer se la había sacado de encima y la había sentado en la dirección. Yo la cuidaba mirándola. Todos insultaban al chofer.
De pronto él se enderezó y clamó furiondo:
—¡Yo no tengo la culpa si se quiebra la dirección! Y deben estar felices de que nos estrellamos con el cerro en vez de caer al mar…
Se hizo silencio y la arena siguió entrando majestuosa. Hasta que una mujer guerrillera estiró su pescuezo al medio del micro y gritó:
—¡Está bien! Pero haga algo, so-sinvergüenza que no revisa su máquina… ¡Asesino!
Ahí se armó la grande. El caballero chofer pateó el montón de arena y avanzó entre los fierros y paquetes con un paso de monstruo.
—¡Se calla o la reviento! —bufó y unas manos inmensas se abrieron como palas mecánicas. La mitad de los pasajeros se colgaron de una de esas manos y la otra mitad de la otra, y se armó la gritería. La Ji se asustó y saltó de la dirección, pero con tan buena suerte que cayó sobre la palanca de cambios y puso marcha atrás. El micro dio un solo brinco retrocediendo y se quedó quietito, pero la arena empezó a salirle como sangre de narices. También yo caí de la ventana en que estaba pegado y fui a dar al suelo.
Ipso flatus se le pasó la rabia a todo el mundo. Las mujeres empezaron a sacudirse la arena y a acomodarse el pelo; los hombres se reían y hacían chistes, y el chofer, creyéndose héroe, bajó a mirar su máquina…
Se habían juntado autos de curiosos con buena voluntad y nos llevaron a todos. A los dos con la Ji nos tocó un triciclo del pan que era lo más seguro para cuidar niños.
Íbamos regio en el canasto que tenía bastantes pedazos de pan y muchas migas comibles. Vimos salir la luna y casi hundirse y era completamente noche cuando llegamos.
Lo único malo fue que antes que nosotros llegaron el papá y la mamá y armaron su regia pelotera en el hotel con sus famosos nervios.
Menos mal que a orillas del mar le cambia un poco el carácter a la gente. Al poco rato me felicitaban por mi cuidado de la Ji, nos premiaban con mariscos y dulces y nos prometían un paseo en bote.
Ni me acosté esa noche y me levanté tempranito para buscar gusanos y cordeles con que hacer redes y pescar desde el bote.
Pero cuando tenía todo listo, el papá y la mamá habían cambiado de idea. No habría paseo porque el papá tenía que volverse a la oficina.
—Papá, tú prometiste —le dije con harto cototo.
—Y prometido queda, pero para otra ocasión.
—Tú me has dicho que es grave faltar a la promesa…
—No faltaré, verás más adelante.
—Más adelante ¿de qué? —Lo miré y lo vi borroniento. Era una cuestión en mis ojos como que quería llorar. Por eso me arranqué. Y me arranqué bien lejos y ligero porque el viento me sujetaba las lágrimas.
Yo ni sabía que el papá corría tras de mí. Me preocupaba no llorar, porque no he llorado desde que yo era chico.
Por eso, cuando me cogió del brazo, me asusté.
—¿A dónde vas, aturdido? —me preguntó acezando.
—A ninguna parte. Corría…
—Vamos, que es hora de partir. Recuerda que yo tengo que trabajar…
—Anoche, cuando prometiste sacarnos en bote, sabías que hoy iba a ser día de trabajo.
—Ayer era domingo —alegó.
—Pero de todos modos hoy iba a ser lunes…
—No pensé en eso. En todo caso la próxima vez que vengamos a visitar a tu hermano iremos a pasear en bote —dijo feliz.
—Yo quería pescar algo para llevarle a la Domi…
—Compraremos —dijo y justo que yo pensaba que era otra falsa promesa, y la cumplió. Compramos un congrio chico y una docena de machas vivas. El congrio estaba muerto, pero yo le podría masajear el corazón y resucitarlo en la tina del baño. Eso me consoló.
Lo malo fue que el congrio no tenía corazón y no se puede resucitar a un muerto que a lo peor nunca tuvo corazón. Y también cuando una cosa no se encuentra hay que escarbar todos los rincones, y por eso fue que el congrio quedó despedazado. Y armaron el boche porque tenían invitados a comer congrio frito y molido no servía…
—Oye, Domi —le dije cuando la mamá acabó de reclamar—. ¿Por qué no haces carbonada de congrio?
Total resultó supersónico y los invitados felicitaron a la Domi y se repitieron el plato y ni me alcanzó. Entonces para no morir de hambre me tuve que comer casi todo el postre.
Y otra vez boche, pero esta vez en secreto. ¡Qué iba a servir la Domi si en la fuente no quedaba más que el raspado? Pero la Domi es verdadera amiga mía así que cuando le dije que yo le hacía un postre, se alegró.
Entonces mientras ella sacaba los platos del comedor yo armé en la fuente una torta de puros cubos de hielo, como un castillo bien lindo y lo chorreé entero de leche condensada y le puse unas florcitas de cardenal como un cogollo precioso. Y se lo sirvieron todo todo y no se lo comieron porque ya estaban llenos.
Pero dice la Domi que la cara de la mamá y del papá era de esas caras que pone la gente cuando choca en auto.
Así que mejor me fui a la cama y me dormí.
Resulta que al poquito rato empezó Det a molestar. Yo ya ni me acordaba de él, pero mientras dormía Det empezó a puntearme por dentro, como agujitas o espinas, hasta que ¡prum! me despertó.
—¿Te creíste que me había muerto? —me dijo.
—Por lo menos ni te sentí estos días…
—Esa cosa tremenda que llaman el mar —dijo él—. Cualquiera prefiere desaparecer…
—¿Te dio miedo el mar? ¡Pucha que eres poco hombre!
—¡Claro que soy poco hombre! ¡Soy marciano!
—Cada vez que te pongas molestoso voy a llevarte a la playa. Y ahora déjame dormir.
—El mar es poderoso —dijo Det—. Se devora a los marcianos…
—Iré al mar a ver si te devora si no me dejas dormir —y Det quedó como muerto. Yo me dormí.
Al otro día en el camino al colegio comenzó a cuchichearme despacito y casi ni le entendía.
—¿Vas al colegio? —preguntaba.
—Quizá —le dije—. Si molestas voy al mar.
Santo remedio. Se quedó paralelo y no chistó más.
Porque esto de "dar asilo al peregrino" no quiere decir que uno tenga que fregarse paulatinamente por eso. Los peregrinos deben ser buenos amigos y no viceversa. Det es culpable de que me crean cucú y me sospechen, me doctoreen y me pastilleen. Yo quiero devolverlo a su Marte y me he arruinado pensando en cómo hacerlo. Ahora quiero estar libre para pasar mis exámenes, porque si me quedo pegado me va a tocar otro año con Riffo y ¡eso jamás!
Mi sistema es pensar en asuntos Det, en la calle, pero entrando al colegio, dejo afuera inventos y preocupaciones de platillos voladores.
En el camino pensé de traspasarle Det al Choclo. La cosa es inventar cómo hacerlo.
Porque en realidad a mí Det no me interesa por tres razones:
Alcancé a pensar todo esto antes de llegar al colegio y al entrar dejé afuera todos mis pensamientos para estar bien atento en clase.
Lo malo fue que me empezó a crujir el cerebro con la cuestión del Choclo de portamarciano con sus telepulgas y antenas de temblores. Sería bastante perfecto porque como él no habla no importa mucho que piense distinto. Tampoco tiene familia ni colegio ni doctores que le anden averiguando los "por qué" de lo que hace. Lo único que me faltaba era la trasfusión de Det e inventar cómo hacerlo.
Por fin cuando se acabó la clase y salí del colegio, en lugar de tomar el camino a la casa, me fui justo para el otro lado para tener tiempo de pensar en mi famoso invento.
Anduve y anduve por calles desconocidas y casi me venían ideas geniales, pero no me venían. Y a cada rato se me cruzaban tentaciones de comprar cosas si tuviera plata y entonces me venían ganas de hacer negocios para ídem y me costaba convencerme de que los sabios no se preocupan de esas cosas.
Total de repente me di cuenta de que era noche y habían encendido las luces. Ni sabía dónde estaba. Todo se volvía tiendas y gente con paquetes. Yo no tenía ni una idea y puramente hambre.
Det se había alborotado con las luces y estaba molestoso.
—Oye —le dije—, si al menos los marcianos fueran mágicos… Quiero irme a casa. Tengo hambre y sueño…
—Haz "dedo" —dijo simplemente.
Hice "dedo" y entonces ipso flatus se detuvo un taxi. Se abrió la puerta y lo choro increíble era que en el taxi iba el papá.
¡Era como un milagro! Si yo hubiera sabido antes que Det podía hacer cosas de ese tipo…
El papá no preguntó nada. Como si fuera lo más natural encontrarse conmigo en pleno centro. También como si adivinara sacó un chocolate de un bolsillo y me lo dio.
Esto era la maravilla. Ahora descubría que Det transmite el pensamiento, hace adivinar las cosas, aparecer la gente cuando se necesita…
Y entonces decidí no traspasárselo al Choclo, ni devolverlo a Marte. Yo me quedaría con él, era un marciano mágico y tenerlo dentro era un tesoro fantástico. Yo era el tonto de no haberlo descubierto antes…
Yo estaba muy feliz y soñé sueños choros de mágicos, llenos de maravillas.
Había aprendido a dominar a Det y a que me hiciera bien en vez de mal. Todo dependía de tener una ampolleta encendida en el momento de pedirle un milagro. Seguramente la corriente eléctrica le daba el cortocircuito que yo necesitaba.
Como tocaba examen me llevé la linterna del papá y apenas me preguntaron, me la encendí en el bolsillo y le dije a Det:
—Hazme salir bien —tal como si yo fuera su patrón. Y junto con decir esto sentí como si tuviera la linterna en el cerebro y empecé a contestar supersónicamente.
Vi la cara del Chuleta llena de admiración, vi los cabeceos sonrientes que daban los otros profes y me sentí magnífico.
Pero de repente empezaron las risas y los cuchicheos de los otros chiquillos hasta que el Chuleta se puso sospechoso y preguntó:
—¿Qué sucede?
El tonto de Chamúdez dijo:
—Señor, a Papelucho se le está quemando el pantalón… —y me obligaron a apagar la linterna.
Eso me turbó entero y Det se volvió mudo. Mis contestaciones no fueron más geniales y por fin me mandaron a sentarme con un puro cuatro.
En todo caso pienso aprovechar a Det de noche que es cuando se pone mágico y también soñar otra vez las maravillas. Es puramente custión de dejar encendida mi lamparilla del velador…