Parque Jurásico (40 page)

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Authors: Michael Crichton

Tags: #Tecno-Thriller

BOOK: Parque Jurásico
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FINI.OBJ

La pantalla titiló y cambió de inmediato.

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Muldoon señaló las ventanas:

—¡Miren!

Afuera, las grandes lámparas de cuarzo se estaban encendiendo por todo el parque. Fueron hasta las ventanas y miraron al exterior.

—¡Por los mil demonios! —masculló Arnold.

—¿Esto quiere decir que las cercas electrificadas están funcionando otra vez? —preguntó Gennaro.

—Ya lo creo que sí. Serán necesarios unos pocos segundos para recuperar toda la potencia eléctrica, porque ahí fuera tenemos ochenta kilómetros de cerca, y el generador tiene que cargar los condensadores que se encuentran distribuidos a lo largo de la extensión. Pero dentro de medio minuto volveremos a estar a toda máquina. —Arnold señaló el mapa vertical de vidrio transparente que representaba el parque.

Sobre el mapa, líneas de un rojo brillante serpenteaban saliendo de la estación generadora de corriente, y se desplazaban por el parque, a medida que la electricidad irrumpía en las cercas.

—¿Y los sensores de movimiento? —dijo Gennaro.

—Sí, también. Pasarán unos minutos, mientras el ordenador hace el recuento. Todo está funcionando —dijo Arnold—. Las nueve y media, y tenemos este maldito lugar en pie y funcionando.

Grant abrió los ojos. Una luz brillante inundaba él edificio, llegando a través de los barrotes del portón. Luz de cuarzo: ¡otra vez había corriente!

Semidormido, miró el reloj: apenas eran las nueve y media. No había dormido más que unos minutos. Decidió que podía descansar un poco más y, después, volvería a salir al campo y se colocaría frente a los sensores de movimiento, agitando los brazos, lo que haría que esos aparatos se activaran. La sala de control le localizaría; enviarían un vehículo para recogerle a él y a los niños; le diría a Arnold que hiciera volver el barco de suministros, y todos terminarían la noche durmiendo en sus propias camas, de vuelta en el pabellón.

Dentro de unos minutos. Bostezó, y volvió a cerrar los ojos.

—No está mal —dijo Arnold en la sala de control, mirando el refulgente mapa—: Sólo hay tres interrupciones de corriente en todo el parque. Mucho mejor de lo que había esperado.

—¿Interrupciones de corriente? —se extrañó Gennaro.

—La cerca interrumpe, en forma automática, las secciones que están en cortocircuito —explicó—. Puede ver uno grande aquí, en el sector doce, cerca del camino principal.

—Ahí es donde el tiranosaurio derribó la cerca —dijo Gennaro.

—Exacto. Y hay otro aquí, en el sector once. Cerca del edificio de mantenimiento de los saurópodos.

—¿Por qué habría de estar sin corriente esa sección? —preguntó Gennaro.

—Sólo Dios lo sabe. Probablemente sean daños debidos a la tormenta o a un árbol caído. Dentro de un instante podremos comprobarlo en el monitor. El tercer cortocircuito está por ahí, al lado del río de la jungla. Tampoco sé por qué tendría que faltar comente allí.

Mientras Gennaro miraba, el mapa se hizo más complejo, llenándose de puntos y números verdes.

—¿Qué es todo esto?

—Los animales: los sensores de movimiento están funcionando otra vez y el ordenador está tratando de identificar la ubicación de todos los animales del parque. Y de cualquier otro ser también.

Gennaro contempló el mapa:

—Usted quiere decir Grant y los chicos…

—Sí. Hemos puesto nuestra cifra de búsqueda en una cantidad superior a cuatrocientos. Así que, si están ahí afuera dando vueltas, los sensores de movimiento los localizarán como animales adicionales. —Contempló el mapa—: Pero todavía no veo animal adicional alguno.

—¿Por qué se tarda tanto? —dijo Gennaro.

—Tiene que comprender, señor Gennaro, que ahí afuera hay muchísimo movimiento: ramas agitadas por el viento, pájaros que vuelan, toda esa clase de cosas. El ordenador tiene que anular todo el movimiento de fondo. Y eso puede prolongarse… Ah, muy bien: el recuento acabó.

—¿No ve a los niños?

Arnold volvió a mirar el mapa:

—No —dijo—. Hasta el momento, en el mapa no aparecen elementos adicionales. Todo lo que hay allá fuera se reconoce como dinosaurio. Es probable que estén subidos a un árbol, o en algún otro sitio en el que no los podamos ver. No me preocuparía aún: varios animales no aparecieron, como el rex grande. Eso se debe a que está dormido en alguna parte y no se mueve. La gente puede estar durmiendo también. Sencillamente, no lo sabemos.

Muldoon meneó la cabeza:

—Es mejor que nos demos prisa. Necesitamos reparar las cercas y hacer que los animales vuelvan a sus reservas. Según ese ordenador, tenemos que llevar cinco a los correspondientes lugares. Me llevaré las cuadrillas de mantenimiento.

Arnold se volvió hacia Gennaro:

—Quizá quiera usted ver lo que hace del doctor Malcolm: dígale al doctor Harding que Muldoon le necesitará dentro de una hora, más o menos, para supervisar el arreo. Y yo informaré al señor Hammond de que estamos iniciando la limpieza final.

Gennaro pasó por los portones de hierro y entró por la puerta delantera del Pabellón Safari. Vio a Ellie Sattler que pasaba por el vestíbulo, llevando toallas y una olla con agua hirviendo.

—Hay una cocina al otro lado —explicó—; la estamos utilizando para hervir agua para los vendajes.

—¿Cómo está? —preguntó Gennaro.

—Sorprendentemente bien —repuso Ellie.

Gennaro siguió a Ellie hasta la habitación de Malcolm, y se sobresaltó al oír carcajadas. El matemático yacía en su cama de espaldas, mientras Harding ajustaba una línea para transfusión intravenosa.

—Así que el otro hombre dice: «Te lo diré con franqueza: no me gustó, Bill. ¡Volví al papel higiénico!».

Harding se estaba riendo.

—No es malo, ¿verdad? —dijo Malcolm, sonriendo—. Ah, señor Gennaro. Ha venido a verme. Ahora ya sabe lo que pasa cuando se mete la pata en una situación dada.

Gennaro entró, vacilante.

—Se le ha suministrado una dosis bastante alta de morfina —informó Harding.

—No lo suficientemente alta, se lo puedo asegurar —afirmó Malcolm—. ¡Cristo, qué hombre tan tacaño con sus drogas! ¿Ya han encontrado a los otros?

—No, todavía no. Pero me agrada ver que lo está pasando tan bien.

—¿De qué otra forma lo podría estar pasando —dijo Malcolm—, con una fractura abierta en la pierna, que es probable que esté putrefacta y que empiece a despedir un olor, diríamos, acre? Pero, como siempre digo, si no se puede conservar el sentido del humor…

Gennaro sonrió:

—¿Recuerda lo que ocurrió?

—Por supuesto que lo recuerdo. ¿Cree que a uno podría morderle un
Tyrannosaurus rex
y que eso se le escape de la memoria? No por cierto, se lo aseguro, lo recordaría durante el resto de su vida. En mi caso, quizá no sea un tiempo terriblemente largo pero, así y todo, sí, lo recuerdo.

Malcolm describió cómo salió corriendo del Crucero de Tierra, bajo la lluvia, y cómo le persiguió el tiranosaurio:

—Fue mi propio maldito error: el animal estaba demasiado cerca, pero yo estaba presa del pánico. Sea como fuere, me levantó en sus mandíbulas.

—¿Cómo?

—Por el tórax —dijo Malcolm, y se levantó la camisa: un amplio semicírculo de perforaciones magulladas se extendía desde el hombro hasta el ombligo—. Me levantó con las mandíbulas, me sacudió con tremenda violencia y me despidió hacia el suelo. Y yo estaba bien; aterrorizado, claro, pero, así y todo, bien. Hasta el momento en que el tiranosaurio me lanzó. Me rompí la pierna en la caída. Pero la mordedura no fue mala… —suspiró— considerando las circunstancias.

—La mayoría de los carnívoros grandes no tienen mandíbulas fuertes —intervino Harding—, la verdadera fuerza está en la musculatura del cuello. Las mandíbulas se limitan a apresar, en tanto que utilizan el cuello para retorcer y desgarrar. Pero, a una presa pequeña como el doctor Malcolm, el animal simplemente la sacudió y después la lanzó.

—Temo que tenga razón —aceptó Malcolm—. Dudo que hubiese sobrevivido, de no ser por el hecho de que ese grandullón realmente no estaba muy interesado. A decir verdad, la impresión que tuve es que era un atacante bastante torpe de cualquier cosa más pequeña que un automóvil o un pequeño edificio de apartamentos.

—¿Cree usted que atacó sin mayor interés por hacerlo?

—Me duele decirlo pero, con honestidad, creo que no merecí toda su atención. Él sí mereció la mía, claro está. Pero, naturalmente, él pesa ocho toneladas. Yo no.

Gennaro se volvió hacia Harding y le dijo:

—Van a reparar las cercas. Arnold dice que Muldoon necesitará su ayuda para arrear a los animales.

—Muy bien.

—Mientras me dejen a la doctora Sattler y un amplio suministro de morfina —dijo Malcolm—. Y mientras se produzca un Efecto Malcolm aquí.

—¿Qué es un Efecto Malcolm? —preguntó Gennaro.

—La modestia me impide brindarle los detalles de un fenómeno que se llama así en mi honor. —Volvió a suspirar y cerró los ojos. Se quedó dormido en un santiamén.

Ellie salió al pasillo con Gennaro:

—No se deje engañar —manifestó—: esto representa para él un gran sobreesfuerzo. ¿Cuándo van a traer un helicóptero?

—¿Un helicóptero?

—Necesita que le operen esa pierna. Asegúrese de que pidan un helicóptero, y saque a Malcolm de esta isla.

El parque

El generador portátil tartamudeó y se puso en acción con un rugido. En el extremo de sus brazos telescópicos, los reflectores de cuarzo emitieron un enfermizo fulgor verde. Muldoon oyó el suave gorgoteo del río de la jungla, unos pocos metros hacia el norte. Se volvió al camión de mantenimiento y vio que uno de los trabajadores salía con una gran motosierra:

—No, no —dijo—. Sólo las sogas, Carlos. No hace falta cortarlo.

Se volvió para mirar la cerca. Al principio tuvieron dificultades para encontrar la sección que estaba en cortocircuito, porque no había mucho que ver: un pequeño protocarpus estaba apoyado contra la cerca. Era uno de los varios árboles de la misma especie que se habían plantado en esta región del parque, con el propósito de que sus plumosas ramas ocultaran la visión de la cerca.

Pero ese árbol en particular estaba asegurado con riostras de alambre, para mantenerlo erguido, y con tensores. Los alambres se habían roto durante la tormenta y los tensores metálicos habían salido volando hacia la cerca y la habían cortocircuitado. Naturalmente, nada de eso debió de ocurrir; se suponía que las cuadrillas encargadas del afianzamiento usarían alambres con aislamiento plástico y tensores de cerámica en la proximidad de las cercas. Pero había sucedido de todos modos.

Sea como fuere, no iba a ser un gran trabajo. Todo lo que tenían que hacer era levantar el árbol caído contra la cerca, quitarle los herrajes de metal y marcarlo para que los jardineros lo arreglaran por la mañana. No debían tardar más de veinte minutos. Y daba lo mismo, porque Muldoon sabía que los dilofosaurios siempre se mantenían próximos al río. Aun cuando los trabajadores estaban separados del río por la cerca, los
dilos
podían escupir tranquilamente a través de ella, enviando su letal veneno.

Ramón, uno de los trabajadores, se le acercó:

—Señor Muldoon, ¿ha visto las luces?

—¿Qué luces? —pregunto Muldoon.

Ramón señaló hacia el este, a través de la jungla.

—Las vi cuando veníamos. Están ahí, muy débiles. ¿Las ve? Parecen las luces de un coche, pero no se mueven.

Muldoon entornó los ojos para mirar a la distancia: probablemente no era más que una luz de mantenimiento. Después de todo, se había restablecido el paso de la corriente.

—Nos ocuparemos de eso más tarde —contestó—. En este preciso momento limitémonos a quitar ese árbol de la cerca.

Arnold estaba expansivo. El parque casi había vuelto al orden; Muldoon estaba arreglando las cercas; Hammond había salido con Harding para supervisar la transferencia de animales. Aunque estaba cansado, Arnold se sentía bien; hasta estaba de humor para atender al abogado, Gennaro:

—¿El Efecto Malcolm? —dijo—. ¿Le preocupa eso?

—Solamente siento curiosidad —repuso Gennaro.

—¿Quiere decir que desea que yo le diga por qué Ian Malcolm está equivocado?

—Por supuesto.

Arnold encendió otro cigarrillo:

—Es una cuestión técnica.

—Pruebe, a ver si lo entiendo.

—Muy bien: la teoría del caos describe sistemas no lineales. Ahora es ya una teoría muy amplia, que se utiliza para estudiar cualquier cosa, desde el mercado de valores hasta las ondas cerebrales durante la epilepsia, pasando por las multitudes que producen disturbios. Una teoría que está muy de moda. Hay gran tendencia a aplicarla en cualquier sistema complejo en el que pueda existir impredecibilidad. ¿Vamos bien?

—Vamos bien.

—Ian Malcolm es un matemático que se especializa en la teoría del caos. Es bastante divertido y buen mozo pero, básicamente, lo que Malcolm hace, además de vestir de negro, es usar ordenador para crear modelos del comportamiento de sistemas complejos. Y John Hammond adora la última moda en cosas científicas, así que le pidió a Malcolm que hiciera el modelo para el Parque Jurásico. Cosa que Malcolm hizo. Todos los modelos de Malcolm son formas fase-espacio hechas en una pantalla de ordenador. ¿Las ha visto usted?

—No.

—Bueno, pues parecen una fantasmagórica hélice de barco retorcida: según Malcolm, el comportamiento de cualquier sistema sigue la superficie de la hélice. ¿Me sigue?

—No exactamente.

Arnold mantuvo la mano en el aire:

—Digamos que pongo una gota de agua sobre el dorso de mi mano: esa gota va a deslizarse por mi mano. Quizá lo haga hacia mi muñeca; quizá lo haga hacia el pulgar, o quizá caiga entre mis dedos. No sé con seguridad a dónde irá, pero sé que se deslizará por alguna parte de la superficie de mi mano. Tiene que hacerlo.

—Comprendo.

—La teoría del caos trata el comportamiento de todo un sistema como si fuera una gota de agua que se desplaza sobre la superficie de una hélice complicada: la gota puede describir una espiral descendente o resbalar hacia afuera, en dirección al borde. En función de las circunstancias, la gota puede hacer muchas cosas diferentes, pero siempre se moverá a lo largo de la superficie de la hélice.

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