Gennaro tomó el teléfono, pero estaba muerto. No había siseo de estática esta vez: simplemente no había nada.
—¿Qué es esto?
—Deme un segundo —contestó Arnold—. Después de una inicialización, todos los módulos del sistema tienen que ser activados en forma manual. —Con prontitud, volvió al trabajo.
—¿Por qué en forma manual? —quiso saber Gennaro.
—¿Me va a dejar trabajar, por el amor de Dios?
Wu explicó:
—Nunca se pensó que hubiera que paralizar el sistema. Por eso, si se desactiva, eso supone que existe un problema en alguna parte, y exige que el operador lo ponga todo en marcha en forma manual: caso contrario, si hubiera un cortocircuito en alguna parte, el sistema se pondría en marcha, entraría en cortocircuito y se pararía, volvería a arrancar, entraría nuevamente en cortocircuito, parándose, y así continuamente, en un ciclo interminable.
—Muy bien —dijo Arnold—. Estamos funcionando.
Gennaro levantó el teléfono y empezó a marcar cifras de llamada, cuando se detuvo en forma súbita.
—Jesús, miren eso —dijo, estaba señalando uno de los monitores de televisión.
Pero Arnold no lo escuchaba: tenía la vista fija en el mapa, donde un abigarrado enjambre de puntos que había junto a la laguna se había empezado a desplazar en forma coordinada. Se desplazaba rápido, describiendo una especie de remolino.
—¿Qué está pasando? —dijo Gennaro.
—Los picos de pato —dijo Arnold, con voz apagada—, están en estampida.
Los hadrosaurios pico de pato iban a la carga con sorprendente velocidad, sus enormes cuerpos formaban un enjambre apretado, graznando y rugiendo, las crías chillaban, tratando de evitar meterse en el camino de los adultos. La manada levantaba una gran nube de polvo amarillo. Grant no podía ver al tiranosaurio.
Los hadrosaurios corrían directamente hacia donde estaba el grupo de humanos.
Llevando todavía a Lex, Grant corrió con Tim hacia un afloramiento rocoso sobre el que había un bosquecillo de grandes coníferas. Corrían con afán, sintiendo la tierra sacudirse bajo sus pies. El sonido de la manada que se acercaba era ensordecedor, como el sonido de aviones de reacción en un aeropuerto; llenaba el aire y hacía que les doliesen los oídos. Lex gritaba algo, pero Grant no podía oír lo que decía y, mientras trepaban con pies y manos sobre las rocas, la manada les rodeó.
Grant vio las inmensas patas de los primeros hadrosaurios, que pasaban junto a él a la carga, cada animal con un peso de cinco toneladas y después, el grupo de seres humanos quedo envuelto en una nube tan densa, que Grant no pudo ver cosa alguna; tenía la impresión de que había cuerpos inmensos, extremidades gigantescas, gritos atronadores de dolor, mientras los animales giraban y formaban un círculo. Uno de los hadrosaurios golpeó contra un bloque de roca, que pasó rodando frente a Grant y los niños, para caer en el campo que se extendía más allá.
Inmersos en la densa nube de polvo, no podían ver casi nada más allá de las rocas. Se aferraron a los bloques, oyendo los alaridos y graznidos y el amenazador rugido del tiranosaurio. Lex hundió las uñas en el hombro de Grant.
Otro hadrosaurio azotó con su enorme cola las rocas, dejando una salpicadura de sangre caliente. Grant esperó hasta que los sonidos de la pelea se hubieron desplazado hacia la izquierda y, después, empujó a los niños, para que empezaran a trepar por el árbol más grande. Subieron con celeridad, buscando las ramas a tientas, mientras los animales corrían alrededor en estampida, en medio del polvo. Subieron unos seis metros y, en ese momento, Lex se aferró a Grant y se negó a seguir adelante. Tim también estaba cansado y Grant pensó que estaban suficientemente altos. A través del polvo pudieron ver el ancho lomo de los animales que pasaban allá abajo, mientras describían giros y emitían graznidos. Grant se afianzó contra la áspera corteza del tronco, tosió por el polvo, cerró los ojos, y esperó.
Arnold ajustó la cámara, mientras la manada se alejaba. El polvo se despejó lentamente: vio que los hadrosaurios se habían dispersado y que el tiranosaurio había dejado de correr, lo que únicamente podía significar que había cazado una presa. Ahora estaba cerca de la laguna. Arnold miró el monitor de televisión y dijo:
—Lo mejor es hacer que Muldoon vaya ahí afuera y vea cómo están las cosas.
—Voy por él —dijo Gennaro, y abandonó la sala.
Un tenue sonido de algo que crujía, como el crepitar del fuego en un hogar. Algo tibio y húmedo le hizo a Grant cosquillas en el tobillo. Abrió los ojos y vio una enorme cabeza amarillenta. La cabeza se ahusaba hasta convertirse en una boca plana, conformada como el pico de un pato. Los ojos, que sobresalían por encima del achatado pico, eran amables y suaves, como los de una vaca. La boca de pato se abrió y masticó tallitos pertenecientes a la rama en la que Grant estaba sentado: vio grandes dientes planos en la quijada. Los labios tibios le volvieron a tocar el tobillo al masticar el animal.
Un hadrosaurio de pico de pato. Grant estaba asombrado por verlo tan de cerca. No es que tuviera miedo: todas las especies de dinosaurios con pico de pato eran herbívoras, y éste se comportaba exactamente como una vaca. Aun cuando era enorme, su manera de ser era tan tranquila y pacífica que Grant no se sintió amenazado. Permaneció en el lugar que ocupaba en la rama, tratando de no moverse, y observó mientras el animal comía.
La razón de que Grant estuviera asombrado era que experimentaba una sensación como de propiedad de ese animal: probablemente era un maiasaurio, correspondiente al cretáceo tardío de Montana. Junto con John Horner, Grant había sido el primero en describir la especie. Los maiasaurios tenían un labio curvado hacia arriba, lo que les confería una apariencia sonriente. El nombre quería decir «buena madre lagarto»: se creía que los maiasaurios protegían sus huevos hasta que las crías nacían y se podían valer por sí mismas.
Grant oyó un gorjeo insistente, y la enorme cabeza giró hacia abajo. Grant se movió apenas lo suficiente para ver el hadrosaurio bebé retozando entre las patas del adulto. Era color amarillento oscuro con manchas negras. El adulto bajó la cabeza hasta ponerla a ras del suelo y esperó, inmóvil, mientras la cría se erguía sobre las patas traseras, apoyando las delanteras en la quijada de la madre, y comía las ramas que sobresalían de la boca de la madre.
La hembra aguardó pacientemente hasta que el bebé hubiera terminado de comer y se volviera a poner a cuatro patas. Entonces, la cabezota volvió a subir hasta donde estaba Grant.
La hadrosaurio siguió comiendo, a nada más que unos metros del paleontólogo: éste miró las dos aberturas nasales alargadas que había en la parte de arriba del pico plano. Aparentemente, el animal no podía oler a Grant y, aun cuando el ojo izquierdo le estaba mirando directamente, por algún motivo la hadrosaurio no reaccionó ante la presencia del ser humano.
Grant recordó que el tiranosaurio no había logrado verlo, la noche pasada. Decidió hacer un experimento:
Tosió.
En forma inmediata, la hadrosaurio quedó paralizada, la enorme cabeza súbitamente inmóvil, las mandíbulas sin masticar ya. Únicamente el ojo se movió, buscando la fuente del sonido. Después, al cabo de un rato, cuando pareció no haber peligro, el animal volvió a su actividad masticatoria.
«Sorprendente», pensó Grant.
Sentada en sus brazos, Lex abrió los ojos y exclamó:
—¡Eh!, ¿qué es eso?
La hadrosauria lanzó un berrido de alarma; un fuerte graznido resonante que sobresaltó tanto a Lex, que casi la hizo caer del árbol. El hadrosaurio lanzó la cabeza hacia atrás, alejándola de la rama, y volvió a berrear.
—No la enfurezcas —aconsejó Tim, desde la rama de arriba.
El bebé gorjeó y se escurrió por entre las patas de la madre, mientras el hadrosaurio se apartaba del árbol, para después alzar la cabeza y escudriñar, de manera inquisitiva, la rama en la que Grant y Lex estaban sentados. Con sus labios doblados hacia arriba en una sonrisa, tenía un aspecto cómico.
—¿Es estúpida? —preguntó Lex.
—No —dijo Grant—. Sólo es que la has sorprendido.
—Bueno, ¿nos va a dejar bajar, o qué?
La hadrosaurio había retrocedido a unos tres metros del árbol. Volvió a graznar. Grant tuvo la impresión de que estaba tratando de asustarles. Pero el animal realmente no parecía saber qué hacer: se comportaba de manera confusa y con inquietud. Los humanos esperaron en silencio y, al cabo de un minuto, la hadrosaurio volvió a aproximarse a la rama, las mandíbulas moviéndosele de antemano: resultaba claro que iba a volver a su actividad alimentaria.
—Olvídenlo —dijo Lex—. Yo no me quedo aquí. —Empezó a descolgarse por las ramas: ante los movimientos de la niña, la hadrosaurio lanzó un berrido indicador de la nueva condición de alarma.
Grant estaba asombrado: «Realmente no nos puede ver cuando no nos movemos —pensó—; y, un minuto después, literalmente se olvida de que estamos aquí». Eso era exactamente como el comportamiento del tiranosaurio: otro ejemplo clásico de corteza visual de anfibio. Estudios hechos con ranas habían demostrado que los anfibios sólo veían cosas que se movían, como insectos. Si algo no se movía, literalmente no lo veían. Lo mismo parecía ocurrir con los dinosaurios.
Sea como fuere, el maiasaurio ahora parecía encontrar demasiado perturbadores a estos extraños seres que se descolgaban por el árbol. Con un graznido final, arreó al bebé, dándole suaves empujoncitos con el pico, y se alejó con pesados y lentos pasos. Vaciló una vez y se volvió para mirar a los tres humanos, pero después prosiguió su camino.
Llegaron al suelo. Lex se sacudió el polvo: ambos niños estaban cubiertos por una capa de polvillo fino. Alrededor de ellos toda la hierba estaba aplastada. Había rastros de sangre, y un olor agrio.
Grant miró su reloj:
—Es mejor que nos pongamos en marcha, chicos.
—Yo no —dijo Lex—. Yo ya no ando más.
—Tenemos que hacerlo.
—¿Por qué?
—Porque les tenemos que contar lo del barco. Puesto que no parece que puedan vernos en los sensores de movimiento, tenemos que hacer todo el camino de regreso por nosotros mismos. Es la única manera.
—¿Por qué no podemos usar la balsa inflable? —dijo Tim.
—¿Qué balsa?
Tim señaló hacia el bajo edificio de hormigón con los barrotes, que se usaba para mantenimiento y en el que habían pasado la noche: estaba a unos dieciocho metros, al otro lado del campo.
—He visto una balsa allí —dijo.
Grant vio inmediatamente las ventajas: ahora eran las siete de la mañana. Por lo menos, les faltaban trece kilómetros. Si pudieran viajar en una balsa por el río, avanzarían mucho más deprisa que si fueran por tierra.
—Hagámoslo —asintió.
Arnold apretó la tecla de modalidad de Búsqueda Visual y observó, mientras los monitores empezaban a explorar por todo el parque y las imágenes cambiaban cada veinte segundos. Era cansado mirar, pero era la manera más fácil de encontrar el jeep de Nedry, y Muldoon había sido inflexible al respecto: Había salido con Gennaro para observar la estampida, pero ahora, que era de día, quería que encontrasen el vehículo. Quería las armas.
Su intercomunicador chasqueó:
—Señor Arnold, ¿puedo hablar un momento con usted, por favor?
Era Hammond. Su voz sonaba como la voz de Dios.
—¿Desea venir aquí, señor Hammond?
—No, señor Arnold. Venga donde estoy yo: estoy en el laboratorio de Genética, con el doctor Wu. Le estaremos esperando.
Arnold suspiró, y se alejó de las pantallas.
Grant tropezó en lo profundo de los sombríos recovecos del edificio. Apartó de su camino recipientes de veintidós litros y medio de capacidad de herbicidas; equipos para podar árboles; cámaras de repuesto para jeep; bobinas de cerca contra ciclones; bolsas de cuarenta y cinco kilos de fertilizante; pilas de aisladores marrones de cerámica; latas vacías de aceite para motor; lámparas de trabajo y cables.
—No veo ninguna balsa.
—Siga caminando.
Bolsas de cemento; tramos de cañería de cobre; tejido de malla verde… y dos remos de plástico colgados de abrazaderas en la pared de hormigón.
—Muy bien —dijo—. Pero, ¿dónde está la balsa?
—Tiene que estar aquí, en alguna parte —dijo Tim.
—¿Es que no la has visto?
—No. Simplemente supuse que estaba aquí.
Al hurgar entre los cachivaches, Grant no encontró la balsa, pero sí un juego de planos, enrollados y moteados con moho producido por la humedad, metidos en una caja metálica que había en la pared. Grant extendió los planos en el suelo, previo aventamiento de una enorme araña. Miró los planos durante largo rato.
—Tengo hambre…
—Espera un momento.
Eran mapas topográficos detallados del sector principal de la isla, que era en el que se hallaban ahora. Según eso, la laguna se estrechaba, incorporándose al río que habían visto antes, y que se torcía hacia el Norte… pasando justamente a través del sector de aves prehistóricas… y continuando hasta pasar a unos ochocientos metros del pabellón para visitantes.
Grant hojeó las páginas. ¿Cómo llegar a la laguna? Según los planos, en la parte del edificio en el que se encontraban debía de haber una puerta. Grant alzó la vista y la vio, en un nicho de la pared de hormigón. La puerta era lo suficientemente ancha como para permitir el paso de un automóvil. Al abrirla, vio un camino pavimentado que llevaba directamente a la laguna. El camino estaba excavado por debajo del nivel del suelo de modo que no fuese visible desde arriba: debía de ser otro camino auxiliar. Y conducía hasta un muelle, en la orilla de la laguna. Y claramente impreso sobre la puerta había un letrero que decía PAÑOL DE LA BALSA.
—¡Eh! —exclamó Tim—. Mirad esto. —Y le entregó una caja metálica.
Cuando la abrió, Grant halló una pistola de aire comprimido y una canana de tela con dardos. Había seis dardos en total, cada uno grueso como un dedo. Llevaban el rótulo MORO-709.
—Buen trabajo, Tim. —Grant se pasó la canana sobre el hombro y se metió la pistola en el cinturón.
—¿Es una pistola tranquilizante?
—Diría que sí.
—¿Qué pasa con el bote? —preguntó Lex.
—Creo que está en el muelle —contestó Grant. Empezaron a bajar por el camino. Grant llevaba los remos sobre los hombros.
—Espero que sea una balsa grande —dijo Lex—, porque no sé nadar.