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Authors: Nico Rotstein

Tags: #Fiction & Literature

Paseo surreal (y otros delirios menos breves) (6 page)

BOOK: Paseo surreal (y otros delirios menos breves)
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El Colmo del
Síndrome de
Estocolmo

Buscando una definición precisa de la palabra “paciencia” se me vinieron a la mente varios sujetos a los cuales preguntarles: un caracol, un cardo ruso, un pajarito de plástico de esos que picotean infinitamente, un océano, una tortuga, una tortuga de mar, un burócrata… Pero ni bien me imaginaba la posible conversación, ninguno de estos sujetos me satisfacía.

Buscando una realización concreta de la palabra “viaje” se me vinieron a la mente varios de los sujetos que creí que podrían haberme solucionado (allá, por otrora…) mi inquisición sobre la paciencia. Hasta que una única opción me satisfizo, y terminó resolviéndome ambas cuestiones: el tren.

El tren, esa oruga de metal que emite quejidos constantemente y nos digiere tan, pero tan lentamente. Por suerte. De otra forma terminaríamos tirados en las vías, semi-deshechos, semi-digeridos. Somos unos afortunados, los beneficiarios de la constipación de la oruga. Ella, con su jocoso arbitrio para con las frenadas. Hay que resignarse a ello; la detención total puede darse en cualquier momento. El secreto es la sorpresa… y la cantidad de suspensión en el tiempo es secreto y sorpresa. Pero uno, un digerido más, espera pacientemente, se duerme, se entreduerme, se despierta, bosteza, se acomoda en su aposento, bosteza, e intenta que no le importe. El medio de la nada nunca había sido tan apacible y tan lleno de cómplices. Si hasta puede avistarse un pulpo que volcó. De la bronca, seguro. Dado vuelta, inerte, con los tentáculos para arriba nos señala hacia adonde pudo haber ido. Es hábil, religiosamente sabe que estas cuestiones son 50-50. Su figura entrecorta el horizonte, y más allá del contorno de los tentáculos, se dibujan las luces de una ciudad que está muy al tanto del momento del día: es de noche.

El ofuscamiento generalizado del resto de los digeridos y la tranquilidad propia se contrastan y la verdad es que todo esto causa un poco de gracia. Hay que saber entregarse al arbitrio. Las caminatas nerviosas, las idas y venidas, los rumores, las versiones, las posibles soluciones y una gigantesca palanca para lograr el salto salvador que, por inexistente, es esquiva. También está el tipo que camina afuera con la linterna; el más hábil de todos. Salió con andá-a-saber qué excusa sólo para saciar su curiosidad de ver qué le pasó a ese pulpo que está ahí, dado vuelta, inerte, con los tentáculos para arriba. Y, de paso, mientras camina en dirección hacia el cefalópodo (”cabeza de pata”), se pregunta por qué tan grandote. De todas formas, su figura entrecorta el horizonte. El tipo se pierde en la oscuridad, a pesar de estar rodeado por la luz de su propia linterna. No hay que subestimar al contexto. Ni sobreestimar la individualidad. Menos cuando con lo que uno cuenta es una mera prótesis lumínica. El tipo de la linterna es un héroe. Nuestro héroe. Todos queríamos estar allí, verificando el pulpo; al final, terminamos añorando futuros medios de la nada conteniéndonos a nosotros y a nuestras linternas, para así saciar nuestras curiosidades. Seríamos nuestros propios héroes. ¿Y a qué más se puede aspirar…?

(Al rearrancar, la sorpresa de no dar vuelta en “U”; las vías son muy claras al respecto.)

Los trenes están hechos y preparados para (1) la intemperie, (2) el medio de la nada, (3) el paisaje monótono, (4) los digeridos disconformes, (5) el ejercicio de la paciencia, (6) el ejercicio del oído interno. También para varias cosas más, pero esas son las más importantes. Es importante disfrutar de las rampas ubicadas azarosamente en las vías. Las rampas dan una sensación de velocidad inusitada, ¿sabías? Intentar dormirse durante una actividad adrenalítica es una constante cuando se está siendo digerido por un tren. Como la sensación de velocidad multiplica por diez la velocidad real de la oruga, el grado de montañarrusismo es ciertamente considerable. Cabe aclarar que aquí no ha pasado nada, el que hubiera encontrado posición cómoda en asiento y desacomodádose, por favor, reacomodarse, que aquí no ha pasado nada. Más aún, notar que el equipaje resulta ser el mejor equilibrista y los carreteles que hacen de ruedas podrían desfilar en cualquier pasarela del mundo. Con tacos. El ecosistema del tren es pintoresco y su hábitat es el medio de la nada.

La llegada a destino coctelea sensaciones: alegría, desarraigo, pedido de bis, claustrofobia, cansancio, claustrofilia, y una ligera sensación de estar extrañando al pulpo que, dado vuelta, yace inerte y con los tentáculos para arriba. Ya está dicho: cuando, al llegar, la oruga disminuye la velocidad al mínimo concebible, está demostrando en su comportamiento un gran entendimiento de lo que es la sensualidad. Dado esto, y siendo típico del Síndrome de Estocolmo, los digeridos se confabularán con la mismísima oruga de metal que los había engullido al principio. Sí, sí, porque si la fuesen a sacrificar debido a su mala
performance
, todos, todos estaríamos allí, en esas entrañas, dispuestos a ser digeridos nuevamente, con tal de que ese final, ese manejo impecable de la noción de expectativa, no sea el último, y si lo fuera que nos lleve con ella

Atuendo

Dicen que, en tiempos de Darwin, en Pehuén-Có había 2 facciones bien diferenciadas: los de la playa (llamados
Playeros
) y los del bosque (los
Bosquejos
). Ambas facciones mantenían una tregua que les aseguraba una pacífica convivencia, pero eventualmente surgía algún conflicto que los volvía a reunir en batalla. Los playeros se destacaban por una avanzada utilización de la arena; sus bombas de barro eran tan mortíferas que merecían el adjetivo, y las producían con una velocidad envidiable. Los bosquejos, por su parte, eran casi orfebres de la madera; hacían elementos cuya calidad estética sólo era sobrepasada por su capacidad para hacer daño.

En el año 1841, el playero Juancito, hijo de Juan, salió de la cueva familiar (en la zona de Las Rocas) en busca de mejillones. Creyó que a la familia le podría venir bien un par de docenas de mascotas desde que el tío John había embarcado en dirección a su fin. Juancito, a la cueva, no volvió nunca más. Sus padres, Juan y Juana, estaban bastante tristes, miraban al cielo y gritaban “¡con el tío ya estaba bien!” —nunca les agradó ese aire foráneo que se quería dar con tan sajón nombre. Más importantemente que esto, creyeron que los bosquejos habían abducido a su hijo.

Selenia, la bruja bosqueja, hacía décadas que estaba perfeccionando su técnica de agigantar chicos. Ya tenía 662 años de edad, y no le quedaban muchos lustros más. Su piel ya era lo suficientemente brillante. A espaldas de la dirigencia de su comunidad, sorteó guardias de frontera (pero nadie se ganó ninguno) y, ya cerca de la playa, se apostó en un árbol (le jugó todo a una rama), para así encontrar al próximo sujeto de experimento.

Juan y Selenia no se conocían; luego comprobaron que el primero no quería conocer a la segunda, pero la segunda sí al primero. Conflicto de intereses mediante, la brujez ganó, la niñez sucumbió, y la experimentación se dio…

La olla estaba hasta el borde de agua, así que el sumergir a Juancito no hizo más que permitir calcular su volumen. Arquimedeseces aparte, una vez que el niño empezó a hervir, los ingredientes (secretos a este escriba) fueron agregados por Selenia con esa mezcla de tranquilidad y ansia tan propia de algo que el hacedor sabe que, al funcionar, generará satisfacción extrema. Una vez terminada esa etapa de la cocción, se retira el sujeto (en estado gelatinoso) de la olla, se lo envuelve en su propia ropa, y se lo entierra sobre el costado izquierdo de la entrada de una casa.

El experimento fue parcialmente exitoso: Juancito, bajo tierra, se agigantó. Sin embargo, hubo un efecto colateral inesperado: una gruesa corteza de madera cubrió la piel (gelatinosa) del niño y, al resquebrajarse, clavó astillas en su carne. El experimento aún estaba en etapa experimental. En ese momento, el chico gigante retomó su vivir, y, retorciéndose de dolor por tan incómodo y cruel atuendo, no pudo más que buscar ayuda, asomando la mano a la superficie para, nueva y lentamente, sucumbir. Ese gesto desgarrador, símbolo de la crueldad humana, quedó eternizado en lo que, en nuestros días y en la foto de abajo, suele confundirse con un árbol

A casita

Entro a casa luego de haber probado por enésima vez la cerradura de arriba, que hace 2 meses que no funciona. Siempre me olvido. La de abajo todavía sirve; luego de usarla, entro a casa. Abro la puerta con excesiva confianza cuando no debería, ya que choca contra una silla. El vaso más limpio de todos ahora sería también el menos íntegro; jamás debe dejarse un vaso de vidrio en una silla. Paso pisando las esquirlas, pensando que “ahora lo limpio”. Es una forma de decir. Mi ingreso se ve acompañado de un aroma que no me gusta; a los treinta segundos mi olfato se acostumbra, así que olvido de rastrear su fuente. Dejo la mochila sobre la campera sobre el sillón. Dejo la campera sobre la mochila sobre la campera sobre el sillón. Hay que ir alternando de campera. Vuelvo a sentir ese aroma, y pienso “ahora lo rastreo”. Es una forma de decir. Motivado por la sed, me dirijo a la cocina. Corro, con uno de mis pies, las botellas vacías que están en el camino, una cae y se rompe. La miro. Suspiro. Miro hacia el techo. Suspiro. “Ahora lo limpio”. Paso pisando las nuevas esquirlas. Acomodo las bolsas de basura sobre la izquierda de la habitación, dejándolas prolijamente distribuidas hacia un costado, de manera tal que el espacio vital cocinístico no se vea invadido. Dirijo mi mirada hacia la zona de lavar los platos. El vaso más limpio aprendió a decir “papá”. Sonrío y pienso “quién lo diría”. Ante la enternecedora imagen, decido tomar agua directamente de la canilla. Con el hombro izquierdo empujo el vaso parlante. Al piso. Mucha frustración y algo de enojo. De todos modos me daba un poquito de miedo. Demasiada responsabilidad. Carcajada maquiavélica. Suspiro. “Luego lo limpio”. “Antes tendría que limpiar todos los otros”, se me ocurre. Son formas de decir. Al intentar salir de la cocina golpeo con el codo la cuchara larga de madera, la única habitante de la cavidad para secar utensilios limpios. Cae y se ensarta en la parte superior de una bolsa de basura no muy bien cerrada. La cuchara estaba limpia. “La tiro”, pienso. Y me doy cuenta de que ya está. “Debería sacar estas bolsas”. Giro, miro la zona de lavar los platos y me indecido entre solucionar una cosa o la otra. En lugar de eso, me inclino por rescatar la cuchara de madera, representante de larga data de las cosas limpias de la casa. Al inclinarme cabeceo un plato sucio con restos de comida, Murphy se equivoca, pero antes de jactarme me doy cuenta de que no necesito más nuevas esquirlas de vidrio en el suelo. Los restos de comida desaparecieron. Un alivio, realmente, ya que no recuerdo haber comido ninguna verdura violácea, transpirada, con pequeños cráteres de tonalidad más oscura y lacios cabellos grisáceos. Sabiendo que el alivio actual es la desazón futura, me inclino para verificar ese limbo hediondo que hay entre el horno y la mesada. No sin antes respirar hondo, claro está. Para mi sorpresa, cabeceo el
spar
y se cae al piso. Cual delantero de metro noventa y cinco, tengo inclinación para el cabeceo, poco respeto por los limbos y una torpeza gloriosa.

Entre tanta cosa rota me agarra hambre. Abro la heladera y no sólo la puerta golpea una de las pocas botellas que quedaron en pie, sino que (1) la botella no se rompe, (2) una esfera de gas —mezcla de lejía, hongo y dejarsestar— me golpea traicioneramente, obligándome a (1) realizar el movimiento simultáneo de saltar hacia atrás pateando y cerrando la puerta, (2) proferir un insulto involucrando a la ya mística ensalada mixta y al
spar
, que sinceramente no tenía nada que ver. Alejándome del sitio donde se dio a lugar el siniestro doy nuevas muestras de falta de destreza, piso la botella que no se rompió, elusión que me cuesta un resbalón, y al ulterior intento de agarrarme de la puerta de la heladera, la rompo y caigo sobre la bolsa de basura que tiene al cucharón de madera ensartado, golpeándome la cabeza contra el piso y quedando inconsciente.

Me despierto como quien se despierta de una noche cuya ferocidad sólo podrá ser determinada a lo largo del día pero qué largo se hace el día. El departamento, al contrario de mis ideas, estaba absolutamente ordenado, el
spar
no me guardaba rencor alguno, las botellas ahí, inexistiendo junto a las bolsas de basura, la heladera gozando de puerta y aparente buena salud y aroma y la ensalada tal vez haya perdido misticismo y yo esperando que la esfera de gas esté afuera, tal vez adyacente a las botellas y a las bolsas de basura, porque otro golpe y nuevamente a la ferocidad y a su determinación y qué largo se hace el día y vaya uno a saber dónde me despierto si es que tengo suerte y lo hago.

Respiro hondo y me levanto. El departamento debe su orden a su falta de contenido y mi confusión tampoco. Mientras circulo por las diferentes habitaciones, muy dueño de mi estupefacción, veo que todo está ubicado siguiendo una disposición espejada con respecto a mis recuerdos. Suena el timbre. Abro la puerta y “hola, ¿está Roberto?” seguido de un “acá no vive ningún Roberto” replicado por un “departamento 39, mi hermano se mudaba acá hoy, estuve esta mañana acá con él” pegado a un “¿vos quién sos, flaco?” y yo que no pude más que “perdón, pero me golpeé la cabeza, creo que...” que por dubitativo e incompleto fue no efectivo ante el “andate antes de que llame a la...” que también fue incompleto, pero no no efectivo.

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