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Authors: María de la Pau Janer

Tags: #Drama, Romántico

Pasiones romanas (41 page)

BOOK: Pasiones romanas
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—Bajamos al infierno —dice él, en un intento inútil de bromear.

—Yo vivo en un infierno —responde ella.

—No tienes motivos. Estoy cansado de repetírtelo. He llegado a creer que hablamos lenguajes diferentes.

—Es probable.

El aparcamiento no está muy iluminado. Espacios de oscuridad los rodean. Se sienten muy solos. Él se pregunta si hay algo peor que esa soledad compartida. Tienen la respiración entrecortada por la energía que han puesto en la conversación. Apagado el motor, callan. Están quietos en un agujero subterráneo que subraya el dolor, porque nada de fuera ayuda a distraerlos. De pronto, ella se quita la blusa y los pantalones. Lleva un sujetador negro, los cabellos muy cortos. Se le agarra con una urgencia en la que no hay ternura, pero sí una necesidad primitiva, deseo de posesión. El hombre reacciona con desconcierto. No tiene ganas de hacer el amor. No se le habría ocurrido ni la posibilidad de abrazarla. Hay momentos en que un cuerpo rechaza a otro cuerpo. Querría decírselo, pero no quiere continuar discutiendo. Tendría que soportar un gesto de reina ofendida que sería incapaz de resistir. La toma por la cintura, intentando controlar los movimientos. La mujer se mueve con rapidez. Actúa con precisión, directa al grano, sin preámbulos. Él intenta relajarse, hacer un paréntesis de aproximación física, cuando no sabe acercarse por otros caminos. Encajan los dos cuerpos con una habilidad que es el resultado de conocerse bien el uno al otro. Ella se mueve arriba y abajo con una contundencia que tiene un punto de rabia. No le dice que esa penetración casi forzada le duele, pero que también le causa placer. «Hay dolores mejores que otros», piensa con una ironía que no sabe evitar.

Están en un coche, bajo tierra. No recuerdan que tenían mesa reservada en un restaurante para comer. Intuyen que, cuando ese conato de amor se acabe, volverá la desconfianza. Repetirán las frases sabidas, darán vueltas en torno a la historia que los persigue. Hay obsesiones que nunca mueren. Él retrasa la eyaculación como si contuviera el aliento. Respiran intensamente mientras dura el encuentro. Un toro contra otro toro, entre arena y sangre. Ese laberinto terrible que es la vida. Hacer el amor puede ser un acto de odio. La rabia que se expresa con los cuerpos. Si miran a través de los cristales, no ven ningún cielo.

Ella se muerde los labios cuando inclina la cabeza hacia atrás. No se besan. Sentado en el asiento, él se ha convertido en el elemento pasivo, aceptando los ritmos que marcan las oscilaciones de la mujer: arriba y abajo, con una pasión mecánica que no le resulta ingrata. Tienen orgasmos breves, que saben a poco. Las fuerzas los han abandonado con el pequeño placer que han compartido. La mujer habla en voz baja:

—¿Te ha gustado?

—Sí. —La respuesta es intencionadamente breve.

—¿No me dices nada más?

—¿Qué tengo que decirte? Estos días he aprendido a medir cada palabra. Tienes tendencia a analizarlas con un microscopio. Distorsionas todo lo que digo y no sé encontrar las frases oportunas.

—Te gustaba. Decías que hablar conmigo era un juego de ingenio que te divertía.

—Eso era antes. Siempre me ha atraído tu ingenio para encontrar argumentos y rebatir los de los demás. Si tengo que ser sincero, creo que lo has perdido.

—Estoy demasiado preocupada como para resultar divertida. Lo tendrías que comprender.

—Lo tengo que entender todo. Me has convertido en un saco adonde va a parar toda la basura de tu pensamiento, la mierda que no eres capaz de digerir.

—Nunca me habías hablado en ese tono.

—Debe de ser que yo también estoy agotado. ¿No has pensado que quizá te has pasado de la raya?

—Me desespera tu falta de reacción. Actúas como si la circunstancia no fuera contigo. Pareces dormido, o como si estuvieras muy lejos. No puedo entenderlo.

—No quiero hablar más. Es mi historia. ¿Te has parado a pensarlo? Es el pasado que vuelve, lo que yo viví. Me pertenece y no quiero compartirlo. Así de simple.

—¿Y yo? ¿Tengo que limitarme a contemplarlo?

—Tú verás. Para mí fue muy duro. ¿No puedes aceptarlo? Esa llamada me ha golpeado por dentro. No sé lo que es cierto ni lo que es mentira.

—Habría querido compartirlo, saber ayudarte. Mi actitud ha sido puro desconcierto.

—Hay momentos que no se pueden compartir. Ponte en mi lugar, si eres capaz. Tengo la impresión de que te resulta demasiado difícil. Nunca has sabido ponerte en el lugar de nadie.

—No es verdad.

—Sí. Crees que eres el centro del mundo.

—Me he equivocado. Discúlpame.

—No tengo que disculparte. Hemos vivido días tensos. Ninguno de los dos ha estado a la altura de las circunstancias. Tenemos que reconocerlo.

—Y ahora, ¿qué?

—Nada. Absolutamente nada.

—¿Qué quieres decir?

—Nuestra vida seguirá como siempre. Quizá tendría que hablar sólo por mí: mi vida continuará como antes de recibir esa llamada.

—¿Aunque Mónica esté viva?

—Ella murió hace diez años. ¿Tengo que repetirlo? Es una certeza que me ha acompañado durante demasiados días. Las certezas no se borran.

—¿Ni siquiera cuando descubres que vivías en un error?

—No hay errores.

Marcos no quiere seguir hablando. Abre la puerta del coche y sale hacia la oscuridad del parking. Ella se ha vestido deprisa y ha bajado también del coche. Andan uno junto al otro, distantes. La fatiga les ha marcado la expresión con líneas duras. No se llevan ni el rastro de ese placer minúsculo que han compartido.

Dana abre los ojos en mitad del campo que rodea las afueras de Roma. Tiene la cabeza apoyada en el pecho de Ignacio y un sentimiento dulce que casi le hace daño. Es la impresión de haber recuperado un bien que creíamos perdido. No se para a pensar, porque todavía no ha llegado la hora de la culpa. Celebran el encuentro, después de una eternidad. Es una fiesta sin aspavientos, ni grandes manifestaciones de júbilo. Sólo la alegría secreta de los amores que nos inundaron la existencia hasta que se hicieron imposibles. Constatar que retornan aviva los corazones. Son unos minutos plácidos. Quedan lejos las preguntas, las ganas de saber. Todo se convierte en una minucia cuando el mundo se transforma en un espacio reducido, habitado por ambos. Él le acaricia los cabellos, mientras murmura:

—Te he añorado tantas veces. He perdido la cuenta.

—Calla —pide ella en un susurro.

—Te quiero contar qué pasó, pedirte que me perdones. Me he maldecido por haberte abandonado.

—No lo digas.

—¿Por qué no quieres escucharme?

—Ahora ya no importa.

La pared opaca que han construido con su aliento pierde consistencia. Los cristales vuelven a desvelar un paisaje nítido. Dana se viste. Intenta poner orden en su aspecto: peinarse frente al espejo del coche, perfilar los labios, pintarse una línea que rodee su mirada perdida. Con los toques precisos, adquieren el aire de personas formales, de las criaturas civilizadas que querían conversar sin perder las formas, ni caer en el mal gusto del insulto fácil o del reproche doloroso. Ignacio se rehace el nudo de la corbata, las arrugas de la americana. Le gustaría hablar de muchas cosas. Necesita justificar el abandono. Ella está decidida a no escucharle. ¿Por qué tiene que enturbiar la calma con antiguas inquietudes? No le interesa hurgar en el pasado. La vida apaga muchos fuegos.

Vuelven a Roma. Él conduce con la pesadumbre de quien desearía aplazar el regreso. Entonces Dana empieza a darse cuenta de la dimensión exacta de lo que han vivido. Nunca ha sido una mujer frívola. Es incapaz de limitarse a ver el aspecto superficial de las situaciones. De pronto, el rostro de Gabriele ocupa un lugar en el coche. Ha aparecido sin avisar, y se sitúa entre ambos. El amor romano, la lealtad, la seguridad. ¿Cómo ha podido borrar su presencia? Ahora viene a interponerse con fuerza. A medida que entran en la ciudad, se va haciendo más cierta; adquiere una solidez que se impone al alud de sentimientos que acaba de revivir. Dana siente la estupefacción de no reconocerse en sus propios actos. ¿Por qué es tan compleja la vida, si nunca ha pretendido complicársela? Nerviosa, mira a su antiguo amor. Conduce con una sonrisa en los labios. Ella piensa en los sentimientos de los últimos diez años, y siente una pena profunda. «¿Qué proporción de la vida es una década? —se pregunta—. ¿Y, sobre todo, qué intensidad representa?» Los semáforos se suceden. La circulación se asemeja al laberinto de su mente. Querría abrir la puerta y saltar, pero no tiene el suficiente coraje. Llegan a la piazza della Pigna. Ignacio para el motor y hace el intento de salir del coche para abrirle la puerta. Ella le detiene con un gesto y le dice:

—No te muevas. No hace falta.

—¿Cuándo nos volveremos a ver? Tenemos una conversación pendiente.

—¿En serio? —No puede evitar una sonrisa burlona—. Me parece que puede esperar unos días…

—¿Unos días? Necesito que nos veamos pronto. Tenemos que hablar, Dana. Lo sabes muy bien.

—En este momento, no sé nada.

—¿Te paso a buscar mañana?

—No.

—¿Por qué?

—Mañana no puedo verte.

—¿No puedes o no quieres? ¿Qué te pasa?

—Nada. Tendrás noticias mías.

Baja del coche, a pesar de las protestas del otro. Sin volverse, entra en el portal de la casa. En el tramo recorrido desde el vehículo, ha intuido la mirada de Gabriele detrás de las cortinas. Le abre la puerta sin preguntar nada, aunque sabe que, al verla, lo adivina todo. No se atreve a mirarle a los ojos. ¿Es vergüenza, remordimiento o dolor? Probablemente, una mezcla de todo. El hombre con quien vive le pregunta si está cansada, si quiere comer algo. Ella le acaricia la mano antes de decirle que hablarán más tarde, que necesita dormir. Él asiente mientras la abraza. Es un contacto leve, que no pretende retenerla. Adivina su tristeza.

SEXTA PARTE
XXX

Cuando Marcos se despidió de Mónica en el hospital, se perdió por calles luminosas. La luz puede hacer daño. Tras vivir enjaulado durante semanas, el impacto fue brusco. Tuvo que acostumbrarse a una intensidad que proclamaba la vida. Tuvo que adaptarse físicamente. Los primeros días se protegía detrás de las gafas de sol. No se atrevía a mirar las cosas sin la interferencia relativizadora de unos cristales opacos. Fue todavía más difícil asumir que todo continuaba su rumbo mientras él había perdido su propio norte. No podía soportar vivir en el piso que habían compartido. La casa estaba llena de sus pertenencias, pero ella no se encontraba allí. Estaban los libros que habían leído juntos. Se entretenía buscando las notas escritas a lápiz por Mónica. Versos subrayados, algún signo de admiración cuando no podía reprimir el entusiasmo, pequeños comentarios a pie de página. Se imaginaba que eran mensajes. Abría el armario y metía su rostro entre la ropa que conservaba su olor. Dormía con las sábanas entre las que se habían amado.

Fue una inmersión en la nostalgia que no quiso prolongar. Duró quince días escasos, porque tenía el instinto de un superviviente. Antes de ahogarse en la añoranza, se apuntó al primer tren que le pasó por delante. La idea de irse se le ocurrió de repente. Dominaba el italiano. Desde temprana edad había hecho traducciones para pagarse los estudios. Tenía contactos con editoriales en Roma. Hizo unas llamadas, concertó una precaria posibilidad de trabajo, preparó las maletas y se fue sin despedirse de nadie. Dejaba la seguridad por una incertidumbre que significaba cambios. Se marchó de la isla con un sentimiento de liberación que se mezclaba con la pena. Se sentía muy cansado. El azar condujo sus pasos hasta la piazza della Pigna. Vivió entre cajas que no se decidía a desembalar, paquetes que le servían de muebles improvisados. No le importaba. Iba tirando de los ahorros, mientras hacía avances en el aspecto laboral. Procuraba no pensar. Iba de puntillas por la vida. El resultado era que no vivía. Fueron meses de una sobria existencia. Fue vecino de Dana, en un tiempo de confusión.

La madre de Mónica era como un árbol que arraiga en la tierra. Vestida de negro, se instaló en una butaca del hospital. Desde que su hija había salido de la UCI se sentía aliviada, porque podía ocuparse de ella. Habían desaparecido los obstáculos que lo impedían. Por una parte, el aislamiento físico; por otra, aquel hombre que nunca le había gustado nada. Cuando le vio marcharse, pensó: «Cada uno por su lado.» El marido y ella se miraron de reojo. Estaban acostumbrados a entenderse sin necesidad de hablar. Hacía muchos años que se conocían, desde que eran niños en el pueblo. No recordaba cómo era la vida cuando él no formaba parte de ella. Tenían una hija. Le costó engendrarla y parirla. Habían llegado a pensar que eran estériles. Hacía veinte años que estaban casados cuando Mónica nació. Lo había deseado tanto que no lo creía. Era menuda, pero tenía los ojos muy abiertos. La sacó adelante con caldo de gallina vieja y una paciencia infinita. Siempre parecía lejana, perdida en historias que tenían poco que ver con la vida real. Su madre la imaginaba con la cabeza llena de pájaros. Estaba orgullosa cuando la maestra les decía que era una niña espabilada.

Le gustaba ir a la escuela, pero también perderse por el campo con un libro bajo el brazo. En casa no ayudaba mucho. Se escabullía de los trabajos o los terminaba deprisa. Le obsesionaba la lectura y reía con facilidad. Aquella risa era un don de Dios. Sólo de oírla, su madre se ponía contenta. Debía de ser porque ella no se reía demasiado, ni tampoco su marido. Nunca habían creído que tuvieran demasiados motivos para hacerlo. Se resignaban a una vida gris, con pocas sorpresas, con situaciones repetidas. Mónica era un punto de luz en el cielo. Sufrieron cuando se fue a estudiar fuera. Vivían pendientes de sus llamadas, de las cartas que les escribía. El marido se las leía en voz alta. Se equivocaba a menudo, aunque leía despacio, con ganas de entender cada frase. Al final, siempre añadía un par de versos. Tenían que repetirlos, hasta que llegaban a entenderlos. A veces, no comprendían casi nada. Se los aprendían de memoria y les reconfortaban hasta que volvía el cartero.

Sentada junto a la cama del hospital, dejaba que el tiempo pasara. No se impacientaba. Lo único que tenía que hacer era esperar: quedaba toda la vida para acompañarla en el sueño. ¿Cómo pudo decirles Marcos que tenían que desconectar los cables que daban vida a Mónica? ¿Qué médicos lo proponían? Los odió. «Jamás», dijo, convencida de que el marido pensaba como ella.

BOOK: Pasiones romanas
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