Pasiones romanas (45 page)

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Authors: María de la Pau Janer

Tags: #Drama, Romántico

BOOK: Pasiones romanas
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—Llamaré a un taxi.

Es evidente que no están en condiciones de conducir. Se miran en silencio, y las dos se sienten muy solas.

—Si por lo menos estuviera Marcos —murmura Dana.

Se acuerda entonces de Matilde; es la amiga que necesita. La acompañará al tanatorio. Irá con la mirada firme. Exclama:

—Primero tenemos que llamar a Matilde. Tiene que prepararse para acompañarnos. Pasaremos a recogerla por la pensión.

La otra hace un gesto de asentimiento con la cabeza. Tiene la impresión de que la presencia de alguien más es imprescindible. Servirá para aligerarle la carga de estar a solas con Dana. Es la mejor solución. Antonia hace un esfuerzo por mantener la compostura. Querría guardar las formas, ahogar las ganas de decir palabras malsonantes, de esconderse en el último rincón del planeta. Le dice:

—¿No quieres avisar a nadie más?

Dana se encoge de hombros, con indiferencia.

—¿A quién podría pedirle que me acompañara a identificar un cadáver? Mis padres están en Mallorca. La gente del trabajo son compañeros y nada más. Marcos ha desaparecido en combate. Nunca se lo perdonaré.

—Yo tampoco —dice con resentimiento.

—Sé sincera. Tienes que saberlo. La policía te lo tiene que haber comentado. ¿Cuál de los dos está muerto?

—Te he dicho que no lo sé.

—Permitirás que vaya al tanatorio ignorándolo, que lo tenga que comprobar con mis propios ojos.

—La policía te lo habría dicho. Has perdido la conciencia, antes de que pudieran decirte quién había muerto. Seguramente, la familia del muerto está avisada. En el tanatorio no estaremos solas. Hazte a la idea. ¿Lo habías pensado?

—¿Tú qué crees?

—Diría que no. Juraría, además, que no te importa.

—Tienes razón. No me importa quién sea la comparsa. Lo único que me obsesiona es qué muerte tendré que llorar. ¿Te extrañas? ¿Te parezco un monstruo?

—No. Eres una mujer que sufre.

—Llama a Matilde: me fallan las piernas, casi no puedo dar dos pasos seguidos. Necesito que esté allí.

Antonia no hace más preguntas. Querría saber cómo ha podido suceder. ¿Qué caminos les han llevado a ese destino absurdo? Puede sentir muy próximo el dolor de Dana, aunque el propio padecimiento adquiera un protagonismo desmesurado. ¿Dónde está Marcos? Contempla el rostro triste, la cabeza gacha, el cuerpo rendido. La tristeza une más que la alegría. Al fin y al cabo, han sufrido pérdidas semejantes. Una llora la muerte; la otra, la ausencia. Dos formas distintas de ver a alguien irse, sin remedio. Coge el teléfono y marca el número de la pensión.

El timbre resuena por las paredes. Tiene un sonido intenso, largo, que llega a todos los rincones de la casa. La propietaria de la pensión está entretenida dando instrucciones en la cocina. Hace un gesto con la mano que es una mezcla de impaciencia y de ahora voy, el mundo puede esperar. Los años de regentar el negocio le han dado una capacidad extraordinaria de relativizarlo casi todo. Es un hostal familiar, donde a menudo los clientes son las mismas caras que vuelven de forma cíclica. Hay quienes viven allí permanentemente, pero otros pasan largas temporadas. El ambiente es plácido. Matilde está viviendo una mañana tranquila, sentada en una butaca, con una novela en las manos. Ha hecho el ademán de coger la taza de café que tiene humeante en la mesita. El timbre de la puerta reclama ahora la atención de alguien. Sale de la habitación, mientras se pregunta quién debe de ser. En esa casa, las sorpresas forman parte de la vida.

Abre la puerta. Se encuentra con una mujer que le resulta familiar. La entrada no ha sido nunca demasiado luminosa; la luz entra sesgada por una claraboya empañada por la suciedad de las hojas y de los insectos. Además, no lleva las gafas. Están junto a la taza de café que, dentro de unos pocos minutos, podrá saborear. Ve a una figura alta, gorda. Los músculos, que debieron de ser fuertes, recuerdan a un globo cuando se deshincha. La piel de los brazos le cuelga, vencida por la gravedad. Lo mismo ocurre con el rostro, lleno de flacideces. Las facciones aparecen difuminadas, ocultas tras los párpados caídos. Tiene que forzar la vista para mirar los rasgos de la cara. El silencio de la otra le resulta raro. Pese a las proporciones del cuerpo, intuye a una criatura desvalida. Vive un momento de duda. De pronto, la reconoce. Es un instante que le hace daño. Exclama:

—¡María!

La inmensa mujer se desmorona cuando cae en los brazos de la mujer pequeña, con quien compartió un barrio y un mercado. Matilde se hace la fuerte para sostenerla. La abraza para que no caiga al suelo, no lo puede creer. Está tan contenta que querría decírselo, aunque no puede hablar y sujetarla a la vez. Entran en la pensión. María, que tiene los cabellos grises, no es ni la sombra de la mujer gordita, pletórica de gracia en sus prietas carnes, ágil al moverse, vivaz en las palabras. Cuando la ve sentada en el salón, bebiéndose el café que ella había dejado allí, la observa con estupefacción. ¿Cómo puede alguien cambiar tanto? Quien ha llamado a la puerta de la pensión es otra mujer. Adivina que ha pasado un calvario, que es un náufrago engullido por las olas.

Pide que le hagan otro café, que le preparen una habitación con sábanas limpias. Ella misma llena la bañera de agua caliente. Le saca la ropa desgastada, sucia, y la mete desnuda en un oasis de jabón perfumado. Le pone unas gotas de su mejor champú, mientras le lava los cabellos de paja hasta hacerles recuperar la suavidad que tuvieron hace tiempo, cuando eran dos chicas desconcertadas, que se paseaban por el barrio, orgullosas de sentir las miradas de los jóvenes en sus cuerpos adolescentes. La envuelve en una toalla algo áspera, y seca su voluminoso cuerpo, que le recuerda una torre en ruinas. Pone toda su ternura en cada gesto. Sus manos son el filtro que consuela. Se convierte en el refugio que acoge al náufrago que está a punto de perder el sentido, en la roca donde puede aferrarse a la vida. Matilde, que nunca ha tenido hijos, se siente la madre de una persona mayor que regresa después de un largo viaje, convertida en la niña que conoció, cuando ella también era pequeña por las calles del pueblo. La otra no habla. El camino hasta la pensión la ha dejado rendida. Ha agotado las fuerzas que aún conservaba. No tiene ánimo para decir nada. La fatiga le impide manifestar la emoción. Con curiosidad, aunque no quiere agobiarla, le pregunta:

—¿Desde cuándo viajas?

—Hace muchos días —responde.

Matilde recuerda su vida al amparo de un reducido espacio, el puesto de venta del mercado y su casa, la cama conyugal. Sólo la desesperación puede haber provocado que dejara el paisaje que formaba su existencia. La observa con dolor, cuando la otra le pregunta, sin apenas voz:

—¿Por qué no contestaste a mi carta?

Ignora cómo puede contarle la verdad. Hay hechos que han sucedido, pero que parecen mentira. Cuando los contamos, se nos pierden en los labios. Son historias absurdas que nos han transformado el mundo; incidentes que no hemos sabido prever, que nunca habríamos imaginado. Confesarlos esconde siempre alguna trampa. Como a nosotros mismos nos resultan difíciles de creer, ponemos un énfasis especial en las frases, una voluntad innecesaria de convencer que falsea la percepción de los demás, haciéndoles sospechar que los engañamos. Hay mentiras, en cambio, fáciles de creer. Matilde lo piensa. María tenía una fe ciega en el amor de Antonio. Probablemente él nunca la quiso. Acaso, hubo una pasión inicial, que se fue debilitando con el tiempo. Hubo dosis de afecto, dependencia, comodidad. María vivió durante muchos años un amor inexistente, una historia que no tenía nada que ver con sus sueños. Si le dice que la carta se perdió, creerá que le cuenta una absurda mentira, aunque ella siempre sabrá que es la verdad. Érase una vez un cartero que repartía mensajes secretos. Recorría en bicicleta las calles de Roma. Se paraba en las casas para llenar los buzones de sobres. Conocía la ruta de la pensión. Había llevado cartas de pésame, alguna de amor, facturas del ayuntamiento. Una de ellas se perdió: era el mensaje de una mujer desesperada. Nunca una misiva había contenido frases tan amargas. Hizo un largo itinerario que duró demasiado tiempo hasta llegar a su destinataria. Matilde mira a María, y le dice:

—La carta se perdió.

—No es posible. ¿Cómo se pierden las cartas?

—No lo sé. Cuando por fin la recibí, intenté localizarte. Nunca había nadie en tu casa. Te llamé día y noche.

—Me fui a pasar una temporada a casa de mi primo. No soportaba la soledad. Antonio me dejó. Te lo refería en aquella carta. ¿Dices que se perdió?

—Sí. —La abraza.

—Me ha costado encontrarte. No sé moverme demasiado fuera de la isla.

—Me lo puedo imaginar. Me alegra mucho que estés aquí.

—¿Lo dices de corazón? Necesitaba verte, pero temía molestarte.

—Estoy muy contenta de que estés en Roma. De Antonio no hablaremos nunca más. No te merecía.

—Durante muchos años me hizo feliz.

—No. Tú eras feliz porque sabías serlo, pese a él. Volveremos a conseguirlo juntas. Aquí también hay mercados. Me gustará que los conozcas.

—A mí también.

La propietaria de la pensión entra en el salón. Les dice que la habitación está lista. Cuando pasan por su lado, comenta en voz baja a Matilde que tiene que hablarle. Ella hace un gesto de complicidad, pidiéndole que espere un momento. Hace mucho tiempo que se conocen. Tienen una relación de confianza que facilita la convivencia. Cuando María se mete en la cama, se duerme profundamente. Es un sueño tranquilo, que durará muchas horas, y que le ahorrará vivir el calvario de Matilde.

—¿Qué quieres? —pregunta a la patrona.

—Te ha llamado tres veces Antonia, la vecina de Dana. Le he dicho que no podías hablar, pero ha insistido mucho. Me ha dejado su número de móvil. Estaba angustiada.

Marca el teléfono. ¿Qué justifica tanta insistencia? La mayoría de las cosas pueden esperar, sobre todo cuando alguien acaba de reunirse con la amiga que creía perdida. Antonia le contesta en seguida:

—Llevo media hora buscándote.

—¿Qué pasa?

—Estamos llegando a la pensión. Dana y yo vamos en un taxi. —Habla apresuradamente—. Prepárate. Dentro de cinco minutos estamos en tu portal.

—¿Qué dices? ¿Adónde tenemos que ir?

La voz de Dana interrumpe a la otra:

—Baja la escalera. Ya llegamos.

—Dime adónde vamos.

—Al tanatorio. Ha habido un accidente…

—Ahora mismo bajo. No llores.

Tres mujeres entran en un edificio frío, mal iluminado. Son muy distintas. En medio, Dana con el pelo recogido. Es incapaz de levantar la mirada del suelo. Todo el cuerpo le tiembla. A su derecha, avanza Matilde, que quiere hacerle de sostén, mientras contrae los músculos del rostro. A la izquierda, camina Antonia, rígida, repitiéndose, una y otra vez, que no puede ser. En la puerta no encuentran a nadie. Hay un mostrador con una persona que escribe en un ordenador. Es una funcionaria que trabaja sin levantar los ojos de la pantalla. No las mira cuando se acercan. Tienen que preguntar por dos nombres; uno u otro aparecerá escrito. Titubean. Antes de que se decidan a preguntar, alguien sale de las cavernas remotas del tanatorio. Tiene el rostro desencajado, necesita aire fresco. Se tropieza con ellas. Se observan sin decir palabra. Hay presencias que son una respuesta. Cada una reacciona de una forma distinta, porque cada situación se vive con intensidades diferentes. Matilde, en apariencia, no se inmuta, aunque la crispación de su rostro crece. Antonia se cubre la frente con las manos. Dana siente dolor físico, certeza de imposibilidad, deseo de muerte, en ese lugar donde pasan los difuntos para ir al último refugio. El grito se le ahoga entre los labios. No hace nada. Los brazos de Matilde la sostienen, y se refugia en ellos.

XXXIII

La tarde anterior, Marcos caminaba por Roma. No era un paseo tranquilo, como los que se permitía cuando se cansaba de trabajar en casa, encerrado entre cuatro paredes. Aprovechaba los ratos de fatiga frente al ordenador para salir a la calle. Iba al quiosco a comprar la prensa, tomaba un café en el bar, o buscaba el calor del sol. Eran simples actividades sin importancia que le aligeraban el trabajo alegrándole la vida.

La situación ahora era distinta sin pretenderlo. En el cerrado mundo de sus inercias, siempre idénticas, lo suficientemente sencillas para no tener que hacerse preguntas, lo suficientemente gratas para vivir tranquilo, no había lugar para lo inesperado. A Marcos no le gustaban las sorpresas. Todo tenía que ser previsible: las discusiones con Antonia, que le divertían, la compañía de Dana y Gabriele, el trabajo hecho con rigor, las traducciones cada vez más apreciadas por la crítica. No se hacía preguntas absurdas. No se cuestionaba si era feliz. La convivencia con Antonia no podía considerarse un camino de rosas. Tenía la impresión de que eran dos desconocidos que compartían pocos sentimientos. Acaso, el miedo a la soledad. La tarea de traductor, pese al reconocimiento público de los últimos años, era un camino fácil para sobrevivir. ¿Dónde estaban los tiempos en que soñaba con convertirse en un buen escritor? La comodidad se había convertido en la premisa básica. Para vivir ligero de equipaje se necesitaban tener demasiadas expectativas. Bastaba con ir tirando, centrado en una época sin contratiempos.

La llamada telefónica de una mujer le transformó el panorama del mundo. Se identificó como psicóloga, le dijo que tenía que hablarle de un tema delicado. Ayudaba a una persona a reconstruir su vida: era Mónica. Se negó a creerla. Alguien enfermo aparecía para gastarle una broma estúpida. Sin pronunciar palabra, cortó la comunicación. Procuró no pensar en ello, pero las llamadas fueron sucediéndose. Una voz femenina le aportaba datos cada vez más perturbadores: le aseguraba que Mónica no había muerto, le daba detalles sobre una reincorporación lenta a la vida. Después de escuchar algunas frases contra su voluntad, colgaba el aparato. No decía nada. Se limitaba a recibir las explicaciones de la otra en silencio. Cuando Antonia descubrió lo que pasaba, iniciaron una batalla que duró muchos días. En cada discusión, le replicaba que no quería saber nada de aquella historia. Contarla en voz alta era una forma de aclarar la confusión de los pensamientos que le perseguían; una terapia que le hacía reforzar las posiciones, reafirmarse en la actitud de quien no busca problemas. Remover el pasado querría decir, a la fuerza, tener que sufrir. Hacía tiempo que no estaba dispuesto a ello. En una curiosa paradoja, la insistencia de ella propiciaba que los recuerdos tomaran forma. Iban avanzando de puntillas, casi a tientas, por los rincones de su mente.

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