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Authors: María de la Pau Janer

Tags: #Drama, Romántico

Pasiones romanas (44 page)

BOOK: Pasiones romanas
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—Me siento avergonzado.

—Sólo te queda un camino.

—¿Cuál?

—Piénsalo.

—No me vengas con adivinanzas. Estoy agotado. Lo he dejado todo por venir aquí. Mi vida se ha roto y yo también soy un hombre roto. —Ha bajado la guardia.

—Estás en una ciudad extraña, con gente que no te quiere, persiguiendo a una mujer que desea borrarte para siempre de su vida. Al fin y al cabo, una situación ridícula. Vete. Aún estás a tiempo de recuperar la dignidad.

—¿Cómo? ¿Qué quieres decir?

—Quiero decir que has perdido. Vamos. Tengo el coche aparcado en la plaza, pasaremos por la pensión, recogerás tus pertenencias, y te acompañaré al aeropuerto. Hoy mismo puedes estar en Palma.

—No, no. ¿Estás loco? Quiero verla.

—Tú eres el loco. ¿Vienes conmigo y salvas los restos de tu vida anterior o te quedas aquí para naufragar por completo? Elige.

—No quiero irme.

—No tengo tiempo que perder. No la verás, y no será porque yo lo evite. Ha sido su decisión. Ahora te toca decidir a ti.

—De acuerdo. No puedo más: marchémonos.

Gabriele conduce con firmeza. Mira la línea gris del asfalto y se concentra. Si se pudieran recorrer distancias con el pensamiento, ya habrían llegado. Con las manos al volante, permanece callado. Lo único que le interesa es llegar al aeropuerto. A través de su agente de viajes, ha llevado a cabo las consultas pertinentes. Faltan dos horas y media para que salga un vuelo con destino a Barcelona. La conexión con Palma es automática. Ha hecho las reservas con una rapidez que desarma a Ignacio. Es sencillo dejar que alguien tome la iniciativa cuando navegas en un mar de dudas. Se perfila la línea del campo romano. Un horizonte en verde, lleno de falsas esperanzas. Ignacio está literalmente hundido en el asiento. Parece un muñeco que ha perdido la compostura. Piensa en los días pasados: la búsqueda incansable, el breve encuentro, el desconcierto y la sensación de derrota. Muchas sensaciones contrapuestas. Se impone un sentimiento de fatiga inmensa. No se hablan, porque no hay nada que decir. Han dejado de lado las formas. La educación es un disfraz que se apresuran a obviar. No les hace falta ser hipócritas cuando están a punto de despedirse. Gabriele no puede evitar una chispa de curiosidad:

—Dime, ¿cómo la encontraste?

—El azar y tú me ayudasteis.

—¿Cómo?

—Fue tu cartera. ¡Ah, sí! No me había acordado de devolvértela.

Se saca la cartera del bolsillo y se la da a Gabriele, que hace un gesto de sorpresa mientras la deja en el asiento de atrás. Exclama:

—La perdí. ¿Dónde la encontraste?

—En el aeropuerto. Tú cogías un avión con destino a Roma. Yo estaba a punto de salir hacia Palma. Estabas sentado frente a mí, leyendo un periódico. Cuando te levantaste, se te cayó. Entonces descubrí la fotografía.

—En el aeropuerto… Es curioso. Nos encontramos en uno y nos despediremos en otro. Me alegra que esto se acabe.

—Me lo imagino.

Se hace el silencio. La expresión de sus rostros es grave. Tiene la rigidez de las máscaras, que no expresan ni alegría ni dolor; rasgos sin vida. Gabriele está impaciente por llegar. Piensa que se asegurará de que coge el avión. Quiere verlo facturar, pasar el control de pasajeros, desaparecer de su vista. Mirará cómo el aparato despega, y volverá a casa con la sensación de que el mundo es nuevo. Esa noche llevará a Dana a un restaurante que han abierto hace poco. Le regalará un collar antiguo de oro y campanillas de cristal. Lo compró en una subasta pensando en ella, pero todavía no ha tenido ocasión de dárselo. Dedicará el resto de su existencia a hacerla feliz. Mientras tanto, una idea se impone al caos que es la mente de Ignacio: se pregunta si quiere renunciar a la mujer que ama. ¿Se siente vencido o ha claudicado en un instante de flaqueza? Vuelve a recordar el cuerpo de ella entre sus brazos. No había mentiras, ni miedos. Compartieron la verdad secreta de un amor que regresa en contra de los demás, pese a sí mismos. La quiere, pero volverá a actuar como un cobarde. Ya lo hizo una vez. La dejó por una vida que no desea, por una historia acabada. Nunca volverá con Marta. Se pregunta cómo ha podido aceptar irse. Si se va, le acompañará para siempre el mal sabor de la derrota, la culpa de la inconstancia. El deseo de hablar toma protagonismo. Exclama:

—Quiero volver a Roma.

El otro tiene una reacción agresiva:

—¿De qué me hablas? Estás loco.

—No me importa lo que pienses, pero no estoy dispuesto a coger ningún avión.

—¿Qué dices?

—Da la vuelta, si no quieres que salte del coche.

—¿Ves como desvarías?

—Para inmediatamente.

Gabriele pisa el acelerador. Una niebla se le pone ante los ojos. No sabe si son nubes o una lluvia de lágrimas. El coche se desvía del carril de la autopista. Intenta controlarlo. Ignacio da un giro brusco al volante antes de que se produzca la catástrofe. Cualquier tentativa es infructuosa. La carrocería choca contra el asfalto. Una, dos, tres vueltas de campana. Se disparan los
airbags
. Todo es oscuridad. El estrépito se oye desde lejos. Quién sabe si llega hasta el verde del horizonte, o incluso más allá.

Acaba de salir de la ducha. Lleva el pelo húmedo y una bata ceñida a la cintura. Se mira al espejo. Ve las huellas de los últimos días. Sin maquillaje, su rostro es un reflejo del miedo. Pese a las facciones desencajadas, los ojos imponen su profundidad. Intenta pellizcarse las mejillas, en un afán de recobrar el color. Se pregunta adónde se han marchado, pero no encuentra explicaciones. La sensación de liberación, aunque sea momentánea, vence la curiosidad. Ha oído el ruido de la puerta al cerrarse. Pasa el tiempo. Tras mucho silencio, se ha decidido a salir. Con un temor absurdo, ha recorrido las habitaciones. Ha comprobado lo que ya intuía: no hay nadie en casa. Se para delante de los tres cuadros. Mira a la mujer de la primavera, a la del verano, a la del otoño. Recuerda cuánto las deseó, con qué ilusión acudía a su cita, cuando aún no conocía a nadie en la ciudad. Piensa en Gabriele. Su expresión era alegre cuando fue a visitarla con las pinturas. Es como si lo oyera de nuevo: «La mujer del invierno eres tú.» Le tiemblan las manos al evocar aquellos días. Era un amor que nacía para transformarle la vida. Han sido diez años buenos. Piensa que la felicidad debe de ser algo muy parecido. Evoca sus rizos y sonríe sin quererlo. El rostro de Ignacio se superpone al de Gabriele. No es una sustitución de rasgos, sino una suma. Rechaza estos pensamientos al oír de nuevo el timbre.

Hay dos hombres en la puerta de su casa. No los conoce, pero tienen un gesto serio que le inspira desconfianza. Van vestidos de uniforme. «¿La policía?», se pregunta con extrañeza. Son altos, inexpresivos. Se ciñe mejor la bata, cuando los mira. Tiene la impresión de que estuvieran examinándola con la mirada. No adivina curiosidad ni lascivia; una rutina conocida por la que se dejan llevar. Van directos al grano:

—¿Es éste el domicilio del señor Gabriele Piletti?

—Sí.

—¿Es usted familiar suyo?

—¿Por qué? ¿Le buscan?

—No exactamente. Hemos encontrado su documentación.

—Ya lo entiendo. Han encontrado su documento de identidad. —Suspira, antes de continuar—. Hace días que perdió la cartera. Gracias por traerla, son muy amables.

—No, no. Ha habido un accidente en la autopista que va al aeropuerto.

—¿Un accidente?

—En el coche, un Alfa Romeo verde oscuro, viajaban dos hombres. Uno está muy grave. El otro ha muerto.

Dana cae al suelo, desplomada. Ellos se miran. No han tenido tiempo de sujetarla. Antes de perder la conciencia, tiene la sensación de que se le desmenuza la vida.

XXXII

Tumbada en el sofá, Dana recupera la percepción de las cosas. Es un regreso lento, porque no querría despertar. Intuye que significa encararse con el horror, hacerle frente. No abre los ojos ni mueve un solo músculo. Esa quietud contrasta con la marea de los pensamientos, que no descansan. Se concentra en un deseo. Cuando era pequeña, lo hacía a menudo: desear algo con todas las fuerzas, para que se produzca un milagro que nos salvará la vida. Ella quiere que el tiempo dé marcha atrás. Las agujas del reloj tienen que girar al revés. ¿Es una exigencia absurda? ¿Pide demasiado? Está a punto de gritar que no, que unas horas no significan nada en el transcurso del universo, que no es un capricho.

No costaría demasiado. No suplica que pasen años, ni meses, ni que los días vuelvan atrás. Sólo el tiempo justo para que suene el despertador. Gabriele se levantará de la cama como todas las mañanas. Volverá a sentir el roce de sus labios, pero no fingirá estar dormida. Se levantará y le abrirá la puerta a Ignacio. Impedirá que se marchen juntos en un viaje infernal. A través de los párpados cerrados, se le escapan las lágrimas. «¿Quién es el muerto?», se pregunta con angustia. Desde que ha recuperado la percepción de la realidad, no se atreve a formular el interrogante. La pregunta es terrible; la respuesta, demasiado dura. No quiere que haya un muerto. Ese ser anónimo que ya no existe pronto tendrá una identidad. Será uno u otro, no hay más alternativas. ¿Por qué tiene que ser así, inevitablemente? Gabriele o Ignacio han desaparecido del mundo de los vivos. ¿Cómo puede continuar viva, con esa incógnita? Es dolorosa la lucidez con que se da cuenta de lo que pasa, aunque haga creer a los demás que no está consciente. Querría morirse. Lo había deseado hace mucho tiempo, antes de abandonar Mallorca. Cambiaría su propia vida por la de quien, en algún momento, tendrá nombre propio. Será un rostro condenado a vivir por siempre jamás en el recuerdo. No puede soportar pensarlo. Estaría dispuesta a un intercambio sin palabras. Nadie tendría por qué saberlo.

Figuras silenciosas se mueven a su alrededor. Percibe su presencia, pero no las identifica. Hablan en voz baja, como si no quisieran estorbarle el sueño. Forman parte de una escenografía que no reconoce desde esa ceguera autoimpuesta. Haciendo un esfuerzo, abre los párpados, pero el contraste de sombra a claridad es muy brusco. Un fino rayo de luz la deslumbra. En un movimiento instintivo, frunce la frente. Alguien se da cuenta y se apresura a cerrar las cortinas. Un murmullo recorre el salón. Reconoce a Antonia, que tiene una expresión inquieta en los ojos. Intenta incorporarse, pero el movimiento resulta demasiado brusco. Todo le da vueltas. Extiende la mano a la vecina, y le ruega:

—Tú lo sabes. ¿Qué ha pasado? Dímelo.

La otra tiene un aspecto irreconocible. Ha vivido una metamorfosis desafortunada. Golpeada por las circunstancias, la mujer fuerte se ha convertido en una criatura. Le aprieta los dedos mientras la observa con el rostro desencajado. Habla:

—No lo sé. Te lo juro.

—¿Qué haces aquí, entonces?

—Me han avisado. Me han dicho que Gabriele ha tenido un incidente en la autopista. He venido en seguida.

—¿Quién hay aquí?

—La vecina del tercero y una enfermera. Habías perdido el sentido.

—¿Dónde están los policías?

—Hace rato que se han ido. Son personas de pocas palabras. Me he cruzado con ellos en la puerta, pero no me han querido dar explicaciones. Han dejado un papel para ti.

—¿Y Marcos? ¿Por qué no ha venido?

—Tampoco lo sé. Se fue anoche. No me dejó ni una nota. No puedo localizarle.

—Tienes que encontrarle. Tienes que decirle que le necesito, que hicimos un pacto. Recuérdale al
Pasquino
, aunque hayan pasado los años. Tiene que acordarse; hoy más que nunca.

—No contesta a ninguna llamada. Tiene el móvil desconectado. —Antonia baja los ojos—. Ni siquiera sé si está en Roma. ¿Sabes?, yo también le necesito.

—Quiero que se vayan esas mujeres. Hazlas salir.

En ese preciso momento, la enfermera se acerca. Lleva una píldora en una mano. En la otra, un vaso de agua. Dana hace un movimiento de rechazo. La mira con desconfianza, recelosa.

—¿Qué me quiere hacer tomar? —le pregunta.

—Es un tranquilizante. No se preocupe. —Habla en un tono educado.

—¿Que no me preocupe, dice? —La mira con odio—. No me dormirá. He perdido demasiado tiempo, ¿me oye? No permitiré que me deje fuera de juego. Quiero saber lo que pasa. No me ahorraré ni un minuto de sufrimiento, si eso supone no vivir lo que estoy viviendo. ¿Se lo tengo que repetir? Ahora, váyase. Antonia, sé amable y acompaña a estas señoras a la puerta.

Cuando Antonia regresa, la encuentra incorporada en el sofá. Tiene el cuerpo inclinado hacia adelante, con el balanceo de quien no se atreve a ponerse en pie. La ayuda a levantarse, ofreciéndole el brazo para que se apoye. Dana se da cuenta de que aún lleva puesta la bata.

—Tengo que vestirme. ¿Puedes acompañarme a la habitación?

—Sí, claro.

—Escucha, ¿qué pone el escrito? Me has dicho que los policías habían dejado un papel para mí.

—Sí. —Es un monosílabo que parece un suspiro.

—Dámelo.

—Vístete primero.

—No. Quiero ver ese maldito papel.

—Haz un esfuerzo por calmarte. No tiene sentido que te precipites. Tienes que ser fuerte.

—¿Qué dice el papel? Lo quiero saber.

—Hay dos direcciones: la de un hospital y la del tanatorio. —La voz se rompe al acabar la frase.

Dana levanta la cabeza mientras se muerde el labio inferior. Da algunos pasos. Mira a la vecina, que rehúye su mirada. Aprieta los puños y murmura:

—Me tengo que vestir en seguida. Iremos al tanatorio.

No se atreve a contradecirla. Por las cortinas, que casi se besan, entra un rayo de luz.

En la habitación, abre el armario con un gesto de autómata. No coordina los movimientos y, de sopetón, descuelga algunas prendas. Son vestidos de colores que le hacen daño a la vista en cuanto los ve. De un manotazo, lo retira todo de su vista. Convierte la habitación en un caos. No se da ni cuenta. Antonia, que querría ser útil, contribuye a aumentar la confusión. Como si actuara a tientas, intenta encontrar un conjunto para ayudarla a vestirse. Hay una blusa que le recuerda la última noche que cenaron los cuatro, y que le produce una profunda tristeza. Las cosas, que antes no tenían significado, que no eran buenas ni malas, adquieren ahora un sentido diferente. Tienen connotaciones calladas que despiertan el dolor. Cada una conserva el recuerdo de un encuentro en el que los dos hombres estuvieron presentes. La vecina se queda inmóvil, con una tela en las manos; parece hecha de humo, como la vida. Se abraza al vuelo de la falda. Querría apoyarse, porque le fallan las fuerzas, pero no dice nada. Dana hace que vuelva a la realidad actuando con la contundencia que había perdido. Elige una falda negra hasta las rodillas, una blusa blanca que le da un aspecto de la colegiala inocente que ya no es. Se pone unas medias oscuras, unos zapatos de puntera fina. Se recoge el pelo en una cola baja. Piensa que no hay más excusas, que ya está a punto para salir a enfrentarse con la muerte. Antonia le dice:

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