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Authors: María de la Pau Janer

Tags: #Drama, Romántico

Pasiones romanas (47 page)

BOOK: Pasiones romanas
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—¿Qué lees? —Se sentía absurdo por hacer una pregunta insustancial, que no decía nada de lo que habría querido contarle, pero que era una tabla de salvación momentánea, un pararse a respirar.

Ella le sonrió mientras le respondía:

—Poemas.

—¿Te gustan tanto como antes?

—Creo que sí, pero no sé muy bien cuánto me gustaban antes. ¿Tú lo sabes?

—Perfectamente. —También le sonrió—. Te encantaban.

—Vengo todos los días hasta aquí. El paseo me sirve para hacer ejercicio. Es un lugar agradable para leer.

Se callaron. Mónica veía a un hombre que encajaba con el hombre que recordaba. ¿Exactamente? No lo sabría decir con certeza. Pensó que tenía una sonrisa cálida, que sus palabras eran suaves. Venían de lejos, pero era bueno escucharlas en un entorno de inmediateces. Del mismo modo que le gustaban los libros, sin saber hasta qué punto le habían emocionado tiempo atrás, Marcos la seducía en el presente. Supo que no sería capaz de describírselo. Le preguntó:

—¿Dónde vives?

—En Roma. —La respuesta fue vacilante.

—¿Todo este tiempo, desde que tuve el accidente?

—Sí.

—¿Por qué te marchaste? —Quería saber por qué razón la había abandonado en el hospital, cuando tan sólo le quedaba un hilo de vida.

—No podía soportar la idea de tu muerte —lo dijo de un tirón.

—¿Creías que estaba muerta? ¿Lo creías de verdad?

—Sí.

—¿Quieres sentarte sobre la hierba? Debes de estar cansado del viaje. No es un asiento demasiado cómodo, si no estás acostumbrado. —Le volvió a sonreír.

Marcos tenía la sensación de estar recuperando un bien perdido, un tesoro que había añorado. Mientras observaba sus gestos, tuvo que contener el impulso de abrazarla. Quiso suavizar el ambiente:

—Me gustas también así.

—¿Cómo?

—Desmemoriada.

Se rieron. El aire les pareció más limpio. No había nadie. Los dos en un paisaje de verdes, de casas lejanas. Se miraron con confianza. En los ojos de él, los recuerdos y el deseo. En los ojos de ella, los recuerdos y un poco de temor. Marcos le acarició el pelo, casi sin quererlo.

XXXIV

Está de pie, ante el cuerpo de Gabriele. El hombre con quien ha vivido diez años reposa en un ataúd de madera oscura. Ha tenido que esperar muchas horas para poder verle. Momentos gélidos llenaban el tanatorio romano. Matilde y Antonia le han hecho compañía. Al llegar, les dijeron que tenían que practicarle la autopsia. Gabriele Piletti había muerto en la carretera, en un accidente de circulación. Antes de dejarlo descansar en paz, tenía que pasar los trámites pertinentes. Aunque las otras intentaron convencerla de que volviera a casa, se negó con esa obstinación que es un signo de desesperanza absoluta. No se movió, hasta que le dijeron que podía pasar a la sala a la que trasladaron el cuerpo.

Inmóvil, contempla su rostro. No nota fatiga en las piernas. De vez en cuando, alguien entra. Han desfilado personas que conoce, pero no les dice nada. Unos empleados de pompas fúnebres han traído coronas, cada una con una cinta en la que está escrito un nombre que recuerda al ausente. Sus padres han estado poco rato. La han abrazado antes de irse, aturdidos por el dolor. El médico les ha recomendado que descansen, tras darles un calmante. Ella ha rehusado cualquier ayuda médica. No quiere que nada pueda alejarla de su lado. No perderá la conciencia de lo que vive; sabe que es tristeza, conoce la profundidad de un dolor que rompe la vida.

Cuando le ha mirado, le ha costado reconocerle. Ha vivido con la absurda esperanza de haber padecido una confusión. Ha creído que no había visto jamás el cuerpo que apenas adivina bajo un cristal. No es él. ¿Cómo ha sido capaz su padre de identificarle? La esperanza no ha durado demasiado. Aquellos rizos no podían pertenecer a nadie más; son los cabellos oscuros de un arcángel rebelde. Las facciones se corresponden a los rasgos que se sabe de memoria. La única diferencia es que la muerte ha dejado su huella: la palidez, el perfil angosto. El convencimiento se impone con una rotundidad que la aturde. Con los puños cerrados, se mantiene erguida. Matilde no quería dejarla sola, hasta que ha comprendido que tenía que marcharse.

Cuando empieza a llorar, hace tiempo que llora por dentro. Las lágrimas se han derramado en ella mucho antes de que llegaran a los ojos. Trazan surcos en sus mejillas, cuando se da cuenta de que todo se ha acabado. Se pregunta cómo puede llegar tan rápida la muerte. Las imágenes del tiempo vivido regresan. No ha pasado mucho tiempo desde que notó la caricia de sus labios en la frente. No ha sabido retenerle. Querría esconderse, pero no irá a ninguna parte. No puede dejarle solo: él y la muerte por compañía. Extiende la mano para tocar su rostro. Encuentra un cristal.

Alguien entra en la sala. Le cuesta reconocer al anciano Piletti, el abuelo de Gabriele que resucita de las sombras. Se pregunta cómo ha llegado hasta allí, de dónde ha sacado las fuerzas. Hace semanas que no abandona su palacio. Es un hombre enfermo, casi moribundo. Le mira como si fuera un fantasma que aparece para hacerle reproches. Agacha la cabeza, dispuesta a recibir todos los castigos. De reojo, ve un cuerpo escuálido, que le recuerda la sombra del señor poderoso que conoció. Él avanza ignorándola hasta llegar a la altura del ataúd. Escoltado por dos hombres de confianza, que le sujetan por los brazos, se inclina para ver a su nieto. Quiere comprobarlo personalmente. Necesita tener la certeza. Cuando su hijo, el padre de Gabriele, ha ido a decírselo, le ha echado de su casa. Ha querido convencerse de que le engañaba, porque siempre ha estado celoso del amor que siente por el nieto. Él le ha dicho que los sentimientos no se pueden gobernar, que no se ganan o se pierden como en una partida de naipes. Después ha permanecido mucho tiempo solo, sin querer ver a nadie, hasta que ha dado la orden de que le ayudaran a vestirse. Ha dicho que tenía que salir.

No lo habría creído si la evidencia no estuviera golpeando hasta romperle el corazón; el corazón de un hombre que espera su propia muerte con resignación, pero que no puede aceptar la de quien ha querido más que a su vida. Al verle, se le doblan las piernas. Se caería, si no fuera porque sus acompañantes lo impiden. Pregunta:

—¿Por qué, Dios mío? ¿Por qué os habéis equivocado de esta manera?

Dana querría llorar de rabia. Es cierto, aunque ni él mismo pueda intuir las causas. Ella también sabe que ha habido un error. Cuando la desesperación se mezcla con los remordimientos, piensa que el muerto tendría que ser Ignacio, el intruso, el hombre que nació para hacerla desgraciada.

El abuelo hace un gesto para que los acompañantes se alejen. Quiere que desaparezcan de su radio de visión, decidido a no manifestar debilidades en público. El orgullo es una especie de bastón que le ayuda a no desplomarse en el suelo, como un muñeco de feria. Los otros dan unos pasos, hasta la puerta. Parecen desentenderse de lo que sucede, a pesar de estar pendientes de ello en todo momento. El viejo Piletti se apoya con las manos en el ataúd. Vuelve a mirarle, con aquella esperanza que Dana ha sentido no hace demasiado tiempo, cuando ella misma se negaba a aceptar la realidad. Conmueve verle mirar a su nieto, empequeñecer los ojos para concentrarse en las facciones que la muerte transforma. Tiene una rigidez acartonada que convierte el cuerpo en una materia desconocida. Hay una blancura de tiza y de luna enferma en su rostro.

Dana se pregunta si existe el Dios justiciero del que le hablaban cuando era una niña. Si es verdad, si ocupa un lugar entre las tinieblas mientras juzga a los vivos y a los muertos, ella puede sentir el peso de su dedo señalándola. Tendrá que cargar con la culpa. Él la hacía feliz, pero le engañó. Era bueno, generoso, alegre. No lo recordó cuando se lanzó a los brazos del pasado. Evocó su propia imagen: una perra en celo cabalgando a otro hombre. Un hombre a quien no veía desde hacía una década. Diez años cambian a las personas. Las células de la piel son otras. No queda rastro de la antigua huella. Nos imaginamos que tiene memoria, pero no es cierto. El cuerpo olvida mientras la mente nos traiciona. El tanatorio, en el Instituto de Medicina Legal, no está muy lejos del hospital Umberto Primo, donde Ignacio permanece ingresado. Matilde le ha dicho que está grave, pero que se salvará. No se ha sorprendido: los mejores siempre mueren jóvenes; los malvados suelen llegar a la vejez. Son paradojas de esta extraña vida que le ha tocado vivir. Se pregunta si se puede pedir perdón a un muerto. Intenta recordar las oraciones que le enseñaron en Mallorca, pero no sabe repetirlas. Las palabras se le escapan. En ese momento, el abuelo se da cuenta de su presencia. Ha procurado permanecer inmóvil para pasar inadvertida, pero las dimensiones de la sala no se lo han hecho fácil. Cuando se vuelve hacia ella, parecen dos criaturas desvalidas. Le dice:

—Vino a verme hace unos días. Hablamos un rato. Lo hacía a menudo, porque era un buen nieto.

—Sí, yo le acompañé una vez.

—Tienes razón. —Hace un vago gesto de disculpa—. Tú estabas en un extremo de la habitación. No me pareció que estuviese de buen humor.

—¿Cómo?

—Le conocía. No habíamos tenido demasiadas conversaciones íntimas, porque siempre me habían enseñado que los hombres no deben expresar sus sentimientos. ¡Qué estupidez!

—Él le quería.

—Lo sé. No me interrumpas. Decía que le conocía bien. No era un mérito mío. Las personas nobles son transparentes. Eso también tiene sus contrapartidas. —Parece pensativo—. Son más vulnerables, sobre todo cuando aman. —A continuación, formula la pregunta de forma brusca, directa—: ¿Le amabas?

—Mucho.

—Le noté triste. Percibía que estaba a punto de hacerme una confidencia. Se reprimió en el último segundo. Tengo que confesar que actué como un imbécil, haciendo como que no me daba cuenta. ¿No era eso lo que tenía que hacer el patriarca de los Piletti? No se tiene que hurgar en las heridas de los demás, ni aunque sea para poner un ungüento curativo. Me enseñaron que es una actitud propia de mujeres sensibleras. ¡Dios me guarde de parecerme a ellas! ¡Desgraciado! Se ha muerto sin decirme la causa de su dolor. Si lo pudiera saber, tal vez entendería lo que ha sucedido.

—Ha tenido un accidente de coche. —Dana habla como una autómata.

—Era un conductor experto, había conducido miles de kilómetros. No me repitas lo que me dicen los demás. Tú le conocías tan bien como yo. No puedes defender la absurda hipótesis que ha querido venderme mi hijo; es un pobre hombre que no llega nunca al fondo de las cuestiones. Se conforma con tener una versión simple, que no le complique la vida. No nos parecemos en nada.

—Una distracción puede tenerla cualquiera. —Sigue hablando en un tono monocorde.

—No se distraía, si no había un motivo. ¿Por qué razón hizo un viraje en un tramo de autopista absolutamente recto? La visibilidad era buena. Había poca circulación. Me he informado, porque no quiero resignarme a las versiones de quienes quieren tranquilizar a un viejo. Sé que acompañaba a alguien al aeropuerto. Tenía que haber controlado la situación. Dime, ¿querías a mi nieto?

—Sí.

—¿En todo este tiempo, habéis sido felices?

—Él me ha hecho feliz. Yo… —Las lágrimas le recorren por dentro, mientras mantiene el rostro inexpresivo—. No lo sé.

—Tengo la impresión de que sabes muchas cosas, pero que no quieres contármelas.

Quiere detenerle, hacerle callar. Le gustaría pedir auxilio para que alguien fuera a rescatarla de las preguntas que sirven para aumentarle la pena. El viejo Piletti le desnuda el alma con los ojos. Él es el fuerte, mientras ella tiembla como antes, en aquellos días lejanos que regresan a su memoria, cuando llegó al Trastevere con un abrigo que arrastraba la tristeza. Se taparía los oídos para no escucharle, pero el hombre continúa implacable.

—¿Qué es lo que te callas?

Ruega que no la interpele, que no siga haciéndole preguntas. Tiene la voluntad débil, e intuye que no resistirá el interrogatorio. El abuelo es de acero:

—Tú tienes que saberlo. ¿Quién era el hombre a quien acompañaba al aeropuerto? ¿Un cliente?

—No lo sé.

—¿No te lo dijo? Me extraña. Era una persona extrovertida, que contaba las cosas que hacía, los negocios que le entusiasmaban. No tenía secretos oscuros. ¿Y tú, los tienes?

—No.

—Sé sincera: conocías al hombre que iba en el asiento junto al conductor. Sabías algo.

Dana se desmorona. No le importa desaparecer en silencio, morirse lentamente. Quiere que se vaya, que la deje tranquila junto a Gabriele.

—Sí, tiene razón. Es mallorquín, como yo. Era el hombre con quien compartía mi vida antes de llegar a Roma, hace diez años. Había vuelto para buscarme.

—Mi nieto lo sabía y estaba desesperado. Me maldigo a mí mismo, porque no supe intuirlo. Espero que la muerte sea compasiva y me lleve pronto. Ella me calmará este dolor. Maldita seas tú también, que le destruiste. Lo único que me consuela es saber que eres una mujer joven. Te queda mucha vida por delante para llorarle.

—Toda la vida —susurró sin voz.

El Cimitero Monumentale del Verano es una construcción de finales del siglo ,
XVIII
. Se llega a él por Regina Margarita, tras recorrer un camino de parterres de flores. A Dana le recuerda a Génova, el lugar donde se decidió su destino. Se pregunta si el azar la empujó a Roma, o si los astros lo habían escrito en el firmamento. Quién sabe si todo lo que sucede es imprevisible. Creerlo le serviría de consuelo, pero no puede evitar sentirse la causante. Gabriele no ha muerto por casualidad, sino que la vida le ha conducido a la muerte. La vida, Ignacio y ella, los vértices de un triángulo de traidores. Entrará en el cementerio del brazo de Matilde, que esos días ha envejecido. Ha hecho suyo el dolor; lo comparte con la intensidad de las personas cercanas, que se ponen en el lugar de los demás. También quería a Gabriele. Apreciaba la sencillez con que hacía la vida agradable, las formas exquisitas que se correspondían con la sinceridad de sus sentimientos. Llora por el amigo que se ha muerto, y por la amiga que ha perdido parte de su vida.

Tres portaladas redondas de hierro dan paso al recinto. Alzándose sobre columnas, cuatro figuras de mármol reciben a los visitantes. Son alegorías del Silencio, la Caridad, la Esperanza y la Meditación. Las de los dos extremos tienen una actitud triste. Las de en medio abren los brazos, como una invitación a entrar. Dana va vestida de negro. En el brazo lleva la pulsera de oro y coral que él le regaló. La joya mágica. Cuando bajan del taxi, coge la mano de Matilde. Sus padres la acompañan. Han venido de Mallorca para asistir al entierro de Gabriele. Los mira con tristeza, sin saber qué decirles. La abrazan. Han llegado acompañados por Luisa, la amiga farmacéutica, que ya ha compartido con ella otros dolores. Cuando cruzan la entrada, recorren un camino con una suave pendiente. Las tumbas son de mármol y están rodeadas de cipreses, que dan la bienvenida. En el centro, una explanada abierta como un abanico. Caminos transversales la cruzan. Empieza a llegar gente. Alguien comenta que, a la derecha, en el primer sendero, está la tumba de Garibaldi. La familia y los amigos recorren el camino en silencio, tras el ataúd que llevan en hombros los más íntimos. Dana los observa desde la lejanía, aunque esté junto a ellos. Le cuesta identificar las caras, ponerles nombre. El abuelo no está. El viejo patriarca de los Piletti se ha negado a acudir a la cita. Antonia llega cuando la comitiva ha empezado a andar; tiene el aspecto de quien no ha podido dormir.

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