Aquella tarde me hubiera vuelto para decir todo eso hacia la mesa de atrás. No sea barata y facilona, señora. Mueva el culo, cruce la calle a masticar una hamburguesa en día de fiesta y jolgorio juvenil, y eche un vistazo detrás del mostrador antes de mezclar las churras con las merinas. So capulla.
Al menos, me dije, la chica de la hamburguesería y el mensajero de la moto se besaban en la boca despacio, con infinita ternura, y eso era algo que nadie les podía quitar. Tal vez en ese momento se acariciaban el uno al otro, abrazados en algún lugar al extremo de la ciudad, y la hamburguesería, la moto, el resto de este jodido país y del jodido mundo estaban a miles de años luz, muy lejos. Entonces les dediqué una sonrisa amarga y cómplice, pedí otra cerveza y volví al libro de Mario Conde.
El Semanal, 09 Octubre 1994
Ya no quedan. Y de los que una vez lo fueron, estamos enterrando a los últimos de Filipinas. De vez en cuando llegan cartas de jovencitos, de esos que duermen mal y sueñan despiertos, preguntando cómo se hace. Pero ya no se hace. Ahora hay periodismo serio y equipos de investigación, y se adiestran robots con la minga fría, conectada a un ordenador. Ahora incluso, creo, hay una asignatura de ética profesional en las facultades. Ahora todos tenemos la Certeza con mayúscula sentada en el hombro y la obligación de ser responsables, la misión de liderar opinión, salvar la democracia, garantizar la libertad de expresión y cosas así. Ahora, periódicos y periodistas se toman tan en serio a sí mismos que aburren a las ovejas. Así que, aburridos, los viejos reporteros van y se mueren.
El último ha sido Yale. Le cerraron la última edición el otro día en Toledo, con edema pulmonar agudo y una copa en la mano. Los jóvenes plumillas y sus lectores ya no saben quién fue Yale, ni maldita falta que les hace. Pero una vez, con veinte años, el arriba firmante llegó al diario Pueblo de pardillo total, y un cojo con acento cordobés y muy mala leche le dijo:
-¿Llevas aquí tres días y aún no tienes el teléfono de Lola Flores…? ¡Pues tú, chaval, eres una mierda de periodista!
Aquel fulano del teléfono tuvo seis mujeres y ocho hijos, se coló vestido de enfermero en el hospital donde el yerno del Caudillo hacía trasplantes de corazón -aquella España era la monda-, viajó en el avión de Perón, fue a Vietnam, entrevistó a estrellas del cine, a criminales y a folklóricas, agotó reservas de alcohol y tabaco, se encamó con señoras propias y ajenas, y firmó cinco mil veces en primera página cuando para firmar en primera página había que jugarse la magra hacienda y la libertad por conseguir una exclusiva: o sea, mentir, trampear, adoptar falsas identidades, sobornar a funcionarios, guardias y secretarias, ir a los velatorios haciéndose pasar por íntimo del fiambre y, además, robar la foto de boda, con marco de plata y todo, para publicarla en primera. Y de paso, empeñar el marco.
Ya no hay periódicos ni periodistas así. Llegué al oficio cuando estaban a punto de irse, y tuve la suerte y el privilegio de echar los dientes con ellos. De Yale, Tico Medina, Julio Camarero, Carril, Amilibia, el joven Raúl del Pozo, Manolo Alcalá, Germán Lopezarias y tantos otros, los vivos y los muertos, conservo el amor profundo por aquel periodismo bronco, caliente, hecho de olfato y de oficio, donde tantos de ellos se dejaron la salud y la vida. Aquella droga que cada amanecer, bolingas y de arribada, les manchaba los dedos de tinta fresca, con grandes titulares en primera y su firma en un recuadro.
Firma que fue, por otra parte, su único patrimonio. Porque vivieron siempre a salto de mata, dando sablazos a los directores y a los amigos, trampeando y bebiéndose la vida a chorros, quemándola cada día entre el plomo de las linotipias. Fueron golfos, puteros, tahúres, escépticos y resabiados, pero los redimía siempre aquella manera de salir disparados sin decírselo a nadie cuando olfateaban la noticia, la pasión violenta con que vivieron la vida que habían elegido vivir. Nunca, que yo sepa, pretendieron hacer nada trascendente, convertirse en líderes de opinión o en misioneros salvapatrias. Su adversario fue siempre la Autoridad, bajo cualquiera de sus formas, y con ella se echaban un pulso diario. La objetividad les daba mucha risa, y jamás la estricta realidad les estropeó un buen reportaje. En cuanto a la popularidad, les importaba un carajo salvo por el dinero que podía producir. Fueron honrados mercenarios de la noticia, capaces de vender la virginidad de su hermana por una exclusiva, pero leales hasta la muerte a sus amigos y al periódico, a la cabecera que les daba de comer.
El mundo ha cambiado. Ya no hay sitio para ellos ni para su periodismo vespertino, cimarrón, bohemio, entrañable, y quizá sea mejor así. Pero lo cierto es que los echo de menos, y daría cuanto tengo por encontrarme de nuevo en aquella vieja redacción, tímido y jovencito, sin osar abrir la boca, mirando con reverencial respeto las mesas donde, entre humo de tabaco y tazas de café, los vi jugarse al poker la paga del mes, vaciando botellas a la espera de salir disparados con un fotógrafo rumbo a cualquier sitio donde ocurriese algo. Ahora ya tengo el teléfono de Lola Flores, a quien por cierto no llamé nunca. Pero cada vez que me lo tropiezo en la vieja agenda, sonrío a la memoria de las viejas putas que me enseñaron el oficio más duro, más ingrato y más hermoso del mundo.
El Semanal, 16 Octubre 1994
Pobre Lady Di. Siempre tan flaca y tan lánguida a la salida del gimnasio, con su carita de pena que da gana de cantarle quién te pintó esas ojeras, como a la Campanera de la copla. Observen esos ojitos moraos de tanto sufrir, esas carreras que se pega de vez en cuando para eludir a los fotógrafos y por fin, abatida, al límite, ese conmovedor estallar en sollozos ante los flashes implacables. Tan sola, tan acosada, tan malinterpretada ella. Y ahora resulta que un novio que tuvo siendo ya princesa consorte va y escribe un libro para contar que en los momentos íntimos ella lo llamaba Winkie.
Ustedes me van a perdonar, pero eso de llamarle Winkie a un fulano es la gota que colma el vaso. Podía haberlo llamado corazón mío, por ejemplo, que es más qué sé yo, o Cachito. Incluso mi héroe, ya que el susodicho era comandante de caballería hasta que lo echaron de la mili por largón y por bocazas. Pero no. Tenia que llamarlo Winkie. Y él a ella, en justa correspondencia -ruborícense, como yo- la llamaba Dibbs. O sea, Dibbs esto y Dibbs lo otro. ¿Gozas, Dibbs?
A mí, qué quieren que les diga, Lady Di me cae bastante gorda. Moralidades e instituciones monárquicas aparte, una no puede llegar y meterse en ese tipo de jardines con el pretexto de que nadie le había dicho que la vida de principita iba a ser así. Si cuando el Orejas empezó a susurrarle ojos azules tienes se hubiera preocupado de ir al cine y enterarse de qué iba la cosa, otro gallo le habría cantado a la niña Spencer. Habría visto, sin ir más lejos, a Grace Kelly y Alec Guinness en El cisne, explicando lo que es un matrimonio de Estado, a Audrey Hepburn y Gregory Peck en Vacaciones en Roma, o a Deborah Kerr y Stewart Granger diciéndose adiós en El prisionero de Zenda. Porque una cosa es decirse cuchi-cuchi y otra hacer de eslabón en la cosa dinástica, que a fin de cuentas es la madre del cordero de todas las monarquías serias que en el mundo han sido.
Pero no. Dibbs, tan frágil, tan dulce, tan romántica, quería ser rubia, guapa, principita de Gales, parir un rey para Inglaterra, envejecer como reina madre y, además, ser feliz. O sea. Y claro, cuando la vida adulta le dijo hola buenas, en vez de encajar la cosa como se encajan ese tipo de cosas, como gajes del oficio, empezaron las confidencias a las amigas íntimas, las lagrimitas en el hombro de los amigos de toda confianza, el no sabes la última de Carlos, etcétera. Y claro, una vez se levanta la veda, se levanta para todos. Total. Que María de la O Spencer le ha hecho más daño a la monarquía británica en unos años de matrimonio que el que hubiera hecho Buenaventura Durruti como director de informativos de la BBC.
Y es que -como decía mi abuela María Cristina, monárquica hasta la peineta- las princesas no se improvisan, y la culpa la tienen los consortes que, además de ser unos irresponsables, se las quieren dar de originales y de modernos y se casan con aficionadas. Porque una monarquía, y más tal y como está el patio, es una cosa muy delicada. Y una futura reina encargada de sostenerla con su talento y sus reales vástagos no se hace de la noche a la mañana, sino que responde -disculpen el si-mil taurino- a una cuidada selección de casta y educación para el oficio. Una princesa es una señora, y las señoras no sueltan lagrimitas en público ni van llamando Winkie a la gente. Una princesa sabe lo que se juega cuando se casa, y también sabe a lo que renuncia porque la educaron para ello con esmero, consciente de que, en ese ejercicio profesional, la felicidad es deseable, posible incluso, pero no forzosamente obligatoria. De lo contrario, todo el mundo querría ser princesa. No te fastidia.
Estamos hablando de princesas de verdad, claro. Por eso, aun sin que el fervor monárquico me quite el sueño, me caen bien las nuestras, que incluso siendo jóvenes han sido educadas para que se les note sólo lo imprescindible. Me apuesto lo que quieran a que ni la una ni la otra saldrán nunca en la prensa del corazón soltando lagrimitas ni diciendo gilipolleces. Pero es que ellas son princesas, claro. Profesionales de verdad, y no sucedáneos de esas que se lían con guardaespaldas y con chulos de discoteca. Aunque incluso estas últimas terminan sentando la cabeza en cuanto un marido inteligente les coge el punto. Fíjense si no en las chicas monegascas, a quienes sus respectivos -Stefano, que en paz descanse, y el otro, el madero- retiraron del pendoneo teniéndolas preñadas continuamente. Y ahí están ahora, con hijos por todas partes, hechas un par de señoras.
El Semanal, 23 Octubre 1994
Estaba el otro día el arriba firmante echándole un vistazo al monasterio de San Millán de la Cogolla cuando, con eso de las lluvias y lo demás, se cayó del techo un pedrusco. Comentando el tema con uno de los frailes que de aquello se ocupan, pregunté, ingenuo: "¿y qué dicen las autoridades culturales?". A lo que el digno freiré repuso, con un repuntín de mala leche: "Unos dicen ya veremos y otros nos aconsejan rezar".
Ignoro lo que rezar da de si en cuanto a la conservación de monumentos históricos -sin duda es mano de santo- pero la cifra del ya veremos me la contaron el otro día: 733 millones de pesetas son los presupuestos del Ministerio de Cultura destinados este año a la conservación de las catedrales españolas. O sea, un pelín más de lo que cuesta una casa de las que se construyen los tiburones guapos de la economía del pelotazo y sus, consortes alicatadas hasta el techo. En cuanto al presupuesto destinado al género menor, los monasterios como San Millán, el Ministerio de Cultura ha decidido tirar la casa por la ventana, destinando 160 millones. Así que mucho me temo que la oración seguirá siendo necesaria, a falta de algo más concreto como gravilla y cemento. Quizá porque el cemento lo gastan algunos en maquillarse cada mañana.
En cuanto al presupuesto catedralicio, echen ustedes cuentas. Reconstruir un solo pináculo de la catedral de Burgos, por ejemplo, cuesta un millón, poco más o menos. Y repartiendo 733 millones entre las 86 catedrales españolas, resulta que tocan a ocho kilos y medio por catedral. Es decir, a ocho pináculos y medio. El argumento oficial, cuentan, consiste en que no hay más dinero para catedrales porque éstas son propiedad de la Iglesia. Pero la Iglesia dice que venga ya, hombre, de qué vais, que entre convertir a Rusia y los infieles, y los viajes para que su Santidad les diga a los negros que no forniquen y a los indios que no aborten, o viceversa, a la nave de Pedro no le queda viruta ni para el cirio pascual. Total: que los obispos y los párrocos y los deanes se las arreglan como pueden, y el día menos pensado una cornisa gótica nos va a desgraciar a un turista, y se van a largar todos a Francia, donde las bóvedas de las catedrales están como Dios manda, y no pegadas con barro y salivilla, como aquí, sostenidas a pulso por cuatro curas y el cepillo dominical de dos feligreses con vergüenza torera.
En fin. Uno comprende que con las catedrales y sitios así no pasa lo mismo que con la Expo 92, o con el Ave. Llevan hechas varios siglos, y uno no puede apuntarse el tanto de salir inaugurándolas en los telediarios, porque ya están inauguradas de sobra. Como tampoco es lo mismo pasear por la catedral de Lugo o por la Seo de Urgell, lo que supone una vulgaridad al alcance de cualquiera, que ponerse de tiros largos, con pajarita y visón, la noche de reapertura del Teatro Real de Madrid (4.000 millones en el presupuesto) o del Liceo de Barcelona (1.000 kilos), que eso sí queda vistoso, tiene marcha social y pueden enviársele tarjetas de invitación a Almodóvar, en brillante combinación de la modernidad con el diseño y la cultura. Y si de paso allí puede oírse música, pues oye. Malegro.
Es curioso comprobar cómo la Cultura con mayúscula, la que no es vistosa de chundarata y muy bueno lo tuyo, ni rentable políticamente, sólo preocupa cuando uno está en la oposición, como esos arrebatos que, al ruido de las piedras que se caen, acaban de entrarle de pronto a algunos oportunistas miembros de otros partidos que no gobiernan, como si en este país no nos conociéramos todos; en esta España hermosa y desdichada donde tanto hijo de la gran puta fue capaz, en los intermedios, de pintar cuadros, escribir libros, construir iglesias y catedrales que ahora enseñamos a nuestros zagales porque sus piedras albergan nuestras claves y nuestra historia. Y todo eso, que no es patrimonio de la Iglesia ni del Estado, sino alma y conciencia de todos y cada uno de nosotros, se nos cae a pedazos.
Pero la culpa es nuestra. Y lo es por consentir, con tanto mirar hacia otro lado y tanto silencio cómplice, la impunidad de golfos pasteleros capaces de vender la lápida de su madre por un Mercedes con chófer y teléfono mientras imprimen su mediocridad y su bastardía cultural en los restos de nuestro orgullo y nuestra memoria. Así que tal vez el futuro depare lo que entre unos y otros andamos buscando: muros sin techo, ruinas por el suelo y un guía diciéndole a aburridos escolares con gorritas de béisbol vueltas hacia atrás: aquí estuvo, aquí fue. Quizá merezcamos de verdad irnos todos al carajo.
El Semanal, 30 Octubre 1994
Antes nos moríamos de otra manera. Salvo accidentes, guerras e imprevistos, los españoles decían adiós muy buenas en el dormitorio de su propia casa y, según las esquelas del ABC, tras larga y dolorosa enfermedad. Eran los nuestros unos óbitos dignos y meridionales, con la familia alrededor, los hijos diciendo papá no te vayas y las vecinas rezando el rosario en la cocina, entre copita y copita de anís del Mono y agua de azahar. Se oía una campanilla, llegaba un cura rezando latines, y una de dos: el agonizante decía pase usted padre, con cristiana serenidad, o lo mandaba a freír espárragos con la mujer y las hijas diciéndole hay que ver, Paco, papá, cómo eres, te vas a condenar. Morirse en España era morirse uno en la cama como Dios manda, protagonista del último acto de su vida, libre de aceptar o rechazar los santos óleos, bendecir a la progenie o, llegado el momento supremo, incorporarse un poco sobre la almohada y decirles a los deudos con el último suspiro eso tan satisfactorio y tan castizo de podéis iros todos a la mierda.