Patente de corso (18 page)

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Authors: Arturo Pérez-Reverte

Tags: #Comunicación, Periodismo

BOOK: Patente de corso
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Me abalancé sobre el teléfono y denuncié el hecho a recepción con voz entrecortada por la cólera. Ya se ha quejado otro cliente, respondieron. Ahora mismo intervenimos. Hundí la cabeza en la almohada, esperando, hasta que por fin cesó la música. Sonreí feliz y entorné los ojos. Treinta segundos después, el brom-brom empezaba de nuevo.

La recepcionista estaba desolada. Había subido personalmente a la habitación 406. La ocupante de la habitación era una señorita alemana de una orquesta alojada en el hotel, explicó, y había respondido que ella ensayaba todas las mañanas al levantarse y que le daba igual estar en un hotel de Valencia que en una pensión de Lübeck. Pero usted no puede hacer eso, le dijo la recepcionista. Se equivoca, respondió la alemana. Sí puedo. Y, cerrando la puerta, había vuelto a tocar.

Corté la comunicación con la recepcionista para marcar la habitación 406. Oí el sonido de la llamada, el brom-brom se interrumpió y el ja? de la alemana sonó en el auricular. Para mi consternación, la pájara no hablaba ni english, ni francáis, ni otra lengua que no fuese alemán. O se lo hacía. El caso es que a mis "música nein, yo dormir, sleep, a ver si te enteras, Heidi, o como te llames", respondió colgando el teléfono y volviendo a soplar el fagot.

Les juro que si llega a ser un fulano, subo con un martillo y salimos los dos en los periódicos. Pero no puede uno partirse la cara con una profesora de la filarmónica de Hamburgo que toca el fagot en ayunas, mientras se alivia. Así que volví a marcar el teléfono de la 406 y le dije, desesperado, lo único que sé decir en alemán; "Wagner, kaputt. Tú, nazi". Aquello la cabreó mucho y después de llamarme algo así como hurensonne -hijoputa, creo- colgó, muy indignada, y volvió a soplar más fuerte. Dando el sueño por perdido, por lo menos te voy a reventar el ensayo, me dije. Guerra a muerte al invasor. Así que me dediqué a hacerle sonar el timbre del teléfono accionando una y otra vez la rellamada automática. Como buena alemana, ni se le pasaba por la cabeza dejar el auricular descolgado. Y así estuvimos hasta las nueve, ella interrumpiéndose para descolgar y volver a colgar cuando el timbre le crispaba los nervios, y yo dale que te pego a la tecla. Un modo como otro cualquiera de empezar el día.

El Semanal, 18 Diciembre 1994

1995
El beluga se nos arruga

Cielo santo. Eran pocas las desgracias que nos afligen, y el caos de este mundo infame nos asesta un nuevo mazazo: corren malos tiempos para el caviar. Corro al ordenador a teclear mi consternación, pues acabo de oír por la radio a un ilustre gastrónomo, hombre exquisito y experto, según parece, en caldos bordoleses y manjares sublimes, de esos que afirman con toda su alma que beberse un rioja del 82 con una codorniz estofada es un acto cultural comparable a leer El Lazarillo de Tormes. Y el sujeto en cuestión se lamentaba, en forma muy sentida, del problema que se les plantea este invierno a quienes, como él, son partidarios del caviar fresco en su variedad beluga, cuya textura, consistencia y cremosidad en el paladar, antepone -personalmente-a los otros dos principales tipos, a saber: asetra y sevruga.

Resulta, por si alguno de ustedes es tan inculto o tan estúpido que aún lo ignora, que las 128 toneladas de caviar vendidas en el mundo el invierno pasado se reducen este año a cincuenta, y los precios -qué poca vergüenza- subirán entre un diez y un veinte por ciento. O sea, que una latita de nada, de cincuenta mil pesetas puede ponerse en sesenta mil así, por las buenas. Y por las palabras del citado gastrónomo -«si hacemos abstracción del precio, el caviar es un exquisito manjar objetivo», afirmaba el fulano- infiero que eso va a ser causa de que buena parte de los hogares españoles se vean forzados este año a ensombrecer sus vidas prescindiendo de tan popular alimento, lo que, convendrán conmigo, pasa de castaño oscuro. Hoy, sin ir más lejos, el cartero, el mensajero de Urbexpress y el del butano me han preguntado, inquietos, si se sabe algo de la situación del caviar. Por lo visto sus respectivas tienen qué hacer la compra del día y no saben a qué atenerse.

Pero no es sólo cuestión de precio, se lamentaba el buen hombre de la radio, sino también de abastecimiento. Por lo visto, como la antigua Unión Soviética se ha convertido en una especie de merienda de negros, con tanto checheno y tanto mafioso incontrolado y con las reservas de vodka -tradicional alivio del alma rusa- monopolizadas por ese tierno osito de peluche llamado Yeltsin, los pescadores del Caspio dicen que este invierno va a pescar esturiones Rita Karenina la Cantaora. Así que el arduo trabajo de abastecer el mercado recae sobre los colegas iraníes de la otra orilla, que no dan abasto por mucho que se encomienden a Dios -Alá, en su caso- y a San Jomeini.

Porque, a ver: ¿que son cincuenta toneladas de caviar para abastecer al mundo? Pura morralla, si tenemos en cuenta que la mitad de esa cantidad la consume Suiza, país poblado por gente sencilla, modestos cuentacorrentistas de la Caja de Ahorros de Lausana y cosas así, y que la otra mitad se distribuye entre los veinte chiringuitos que la casa Caviar House tiene un poco por aquí y por allá. Así que, tal y como está el panorama, y con semejante conjunción funesta, calculen cuántas latas llegarán a los estantes de Jumbo, Pryca, Hipercor, o al super de la esquina. Y las amas de casa españolas van a tener que apañarse con huevas de sardinas en aceite. Que, no se crean, también cuestan un huevo.

Coincido en que es intolerable, y comparto el malestar del experto radiofónico que, por el tono y los juicios emitidos, debe de almorzar a diario champaña francés con beluga a cucharadas y en lebrillo. No me extrañaría un pelo que, tras su brillante campaña de pacificación en la antigua Yugoslavia, las Naciones Unidas decidan tomar cartas en el asunto, como cuando lo de Kuwait -al fin y al cabo, el petróleo y el caviar los disfrutan los mismos- y adopten medidas drásticas para solventar la papeleta, demostrando a esos cosacos de agua dulce, a esos bateleros del Volga de vía estrecha, a esos cobardes de la estepa, que no se juega impunemente con el caviar nuestro de cada día. Imagínense el cuadro: los marines invadiendo los pozos de caviar, los cascos átales protegiendo las rutas de suministro, el portaaeronaves Príncipe de Asterias rumbo a los Dardanelos con gasoil sólo para el trayecto de ida, y el ministro Solana en Bruselas, sudando tinta para justificar la operación Tormenta del Caspio como de costumbre, con muchos plurales y muchas sonrisas. Ya saben: los del grupo de contacto adoptaremos severas medidas, el presidente González garantiza personalmente. España come poco caviar pero no podemos consentir, nuestros soldados no corren allí el menor riesgo, etcétera.

Aunque, bien pensado, si no tienen caviar, que se jodan.

El Semanal, 15 Enero 1995

Aquellas mangueras de antaño

Hubo un tiempo en que regresabas a tu casa a las tantas de la madrugada, al terminar el trabajo o cantando Asturias patita querida después de pegarle bien al tarro con las amistades, o volviéndote a mirar por última vez y con media sonrisa cierta ventana en la que acababa de apagarse la luz. El asfalto relucía recién regado, con el reflejo de las farolas entre las dos luces del amanecer, y tú marcabas imaginarios pasos de baile para evitar el agua que corría bajo los bordillos de las aceras. Sorteabas cubos vacíos de basura, apretando el paso con ganas de llegar a casa y meterte en la cama. Alumbrado, soñoliento, triste, feliz o hecho polvo, según el día y las circunstancias. A veces, con el cuello de la chaqueta subido para protegerte del frío, le pedías fuego a uno de los hombres que regaban, con aquellas mangueras de brillante caño de cobre, las calles desde las esquinas. Los encontrabas un poco por todas partes y en cualquier ciudad: brigadas de empleados municipales con mangueras y escobas, adecentando la ciudad, logrando que en aquellos amaneceres oliese a asfalto y adoquín limpio. Como si le extendieran una carta blanca de confianza y buena voluntad al día que llegaba, y a las vidas que estaban a punto de reanudarse.

Recordaba aquellos manguerazos nocturnos hace cosa de una semana, en la plaza principal de cierta pequeña ciudad española, observando la actuación de uno de esos cochecitos de la limpieza con que los ayuntamientos, para ahorrarse personal y salarios y pluses, y de paso pagar comisiones, contratas, subcontratas, y comprarle material de alta tecnología al cuñado Ceferino, que es representante, sustituyen por todas partes a los concienzudos hombres del traje de pana y la manguera. Eran las diez de la mañana y el conductor del artilugio iba y venía al volante de un ingenio enano equipado con ruedas y cepillos y chorritos de agua, plis-plas, de un lado a otro de la plaza, como en los coches eléctricos, deshaciendo, eso sí, los montones de suciedad acumulada para extender la mierda de forma mucho más equitativa, más repartida por los cuatro o cinco mil metros cuadrados de baldosines de la plaza. Una plaza que, según me contaron, es el ojito derecho del alcalde, porque debajo construyeron su aparcamiento favorito tras cargarse hasta el último árbol en un kilómetro a la redonda.

La siguiente escena tuvo lugar, hace un par de días, en el centro de otra ciudad más grande, hora punta, un traficó de mil diablos, y a las doce y media, hora discreta donde las haya, un camión aljibe del servicio de limpieza municipal circulaba lentamente, con una enorme cola de automóviles detrás a paso lento, soltando chorros de agua laterales que, menos el asfalto y el bordillo de las aceras, mojaba de todo: los coches aparcados en doble fila, las piernas de los transeúntes en los pasos de peatones, los cochecitos de los niños. El asombro de viandantes y damnificados varios constaba de dos fases: estupor inicial ante la inútil estupidez del chorlito, indignación al comprender que, regando de ese modo y en pleno día, el ayuntamiento no paga horas nocturnas a los empleados, y con un solo conductor por aljibe se ahorra personal.

Cuéntenme ahora, se lo ruego, esa milonga pampera de que los avances tecnológicos en el ramo de la limpieza y los chorros del oro mejoran la dignidad laboral del personal de la manguera, que de ese modo puede pasar las noches en casa, viendo a Nieves Herrero y a Lobatón. Porque el personal de la manguera donde está ahora es en la cola del paro, mentando a la madre que parió al ayuntamiento y al inventor del cochecito modelo Mister Proper Tres En Uno, o como se llame. Ocurre como con esos demagogos que van por ahí alardeando de que ellos nunca se dejan limpiar los zapatos por un limpiabotas, porque es humillante para quien le da al cepillo, y rebaja la dignidad del individuo. Cuando lo que el limpiabotas necesita, precisamente, son muchos clientes y muchas propinas para vivir, que de lo otro ya hablaremos luego, señorito, sobre todo cuando me vea con mi escopeta en la mano. Y el día que el pobre limpia se tropieza con demasiados defensores de su dignidad personal, tiene que irse a casa con los bolsillos vacíos a oír cómo sus churumbeles piden pan. Las cosas tienen que cambiar, dicen los wiardepipol cantamañanas entre gambas y cañas de cerveza, dándole al desgraciado palmaditas en el hombro y estirándose menos que Voltaire en catecismos. Pero mientras cambian habrá que comer, responde el limpia. Nos han fastidiado aquí, los redentores.

Y así tenemos las ciudades. Y los zapatos.

El Semanal, 22 Enero 1995

Linchadores natos

A una niña de cuatro años cuyo padre -o madre, qué sé yo- murió de Sida, le han estado haciendo la vida imposible en el colé sus amiguitos y los papas de sus amiguitos y la sociedad en la que viven honorablemente las familias de sus amiguitos, a pesar de que tiene la sangre limpia como una patena. Ese linchamiento preventivo se ha llevado a cabo así, en frío, en virtud del viejo principio de más vale un por si acaso que un quién lo iba a decir. Así que imagínense lo que habría ocurrido si, además, la pobre enanita apestada resulta seropositiva con análisis y con papeles con el tampón de inmunodeficiencia adquirida en mitad de la frente. La última vez que tuve noticias del asunto fue hace un par de semanas, e ignoro en qué habrá terminado la cosa. Porque ésa es otra. Aquí mucha primera página y mucho telediario, pero en cuanto la gente se aburre del asunto, a otra cosa mariposa. Es como esos dos pobres vejetes del piso embargado por las veinte mil cochinas pesetas del televisor. Mucha solidaridad y mucha gaita, pero me juego la tecla Ñ del ordenador a que, en cuanto pasen de moda y los vecinos vuelvan a sus casas y todo el mundo se relaje, una madrugada llegará el del juzgado con unos antidisturbios y en cinco minutos estarán en la calle, y vete a reclamar al maestro armero.

Bueno. Les estaba hablando de la niña presunta y de los hipocondríacos paterfamilias que azuzaron a sus hijos contra ella. Y estaba por preguntarme quién fue el imbécil que dijo eso de que España es tierra de Quijotes. O aquel jenares no tenía ni la más remota idea de en qué país se jugaba los cuartos, o nos estaba pintando el amoto de verde. Como mucho, a lo mejor eso de Quijolandia era antes, y según y cómo. Lo que los españoles hemos sido siempre, incluso en los mejores momentos de nuestra historia -bellos motines y heroicas asonadas-, es una pandilla de Sanchopanzas analfabetos, insolidarios, proclives al escopetazo cainita con posta lobera, que sólo encontramos unidad a la hora de la envidia, el degüello o el linchamiento. Porque hay cosas que en este país desgraciado podemos hacer fatal; pero aquí envidiamos, degollamos y linchamos a la gente como nadie. Y lo que más encona el asunto, lo que más energía imprime a la mano que abre la navaja o empuña la piedra de lapidar, es nuestro propio miedo. Nuestra presunta ignorancia.

Eso antes era una excusa. Quiero decir que aquel pobre, valeroso y miserable animal de bellota que empalmaba la navaja para degollar franchutes más o menos ilustrados, y luego se uncía al carro del mayor hijo de puta que ciñó corona en España para gritar ¡Vivan las caerías!, carecía de información y de medios para el análisis crítico, y así fueron las cosas. Pero en estos tiempos ya nadie puede esgrimir la coartada que siempre permitió barnizar de bonito las atrocidades patrias. El que tiraba judíos o moros al pozo, el campesino que, azuzado por el cura, mataba liberales a pedradas, el miliciano que arrastraba por la calle al de derechas hecho filetes, y todas las viceversas que ustedes quieran, podían alegar, en su descargo, la malabestiez de sus personas, embrutecidas por siglos de oscuridad, desesperación e ignorancia. Pero ahora ya no vale. Ahora todo el mundo sabe leer, y conoce tiendas donde venden libros, y va al cine, y ve la tele, y hay, manipulada o no, más información circulando de la que hubo nunca. Y ahora la que se queda preñada es porque quiere, y quien trinca un síndrome es porque quiere, y quien se mete un gramo de algo por donde sea es porque quiere, y quien le da su apoyo parlamentario al PSOE o al lucero del alba y cree en los reyes magos es porque quiere. Aquí ya no se encuentran inocentes ni en las incubadoras.

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