Patente de corso (17 page)

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Authors: Arturo Pérez-Reverte

Tags: #Comunicación, Periodismo

BOOK: Patente de corso
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Además, era instructivo para los niños. Ahora los quitan de en medio en el acto, no sea que vayan a traumatizarse con el espectáculo, y así salen después los nenes, creyendo que no van a morirse nunca y que la enfermedad y el dolor son cosa exclusiva de los bosnios y los negritos de Ruanda. Al arriba firmante le dejaron de fumar casi todos los ancestros en casa, y recuerdo perfectamente a dos, llevándome de la mano para darle un último beso al abuelito y a la abuelita cuando ya estaban tiesos como la mojama. A otro abuelo ayudé a amortajarlo personalmente con quince años, y recuerdo que mi padre le quitó de la solapa el clavel chulapón que yo, en un exceso de celo, le había puesto buscando un póstumo toque elegante. Claveles aparte, no me quedó ningún trauma, sino todo lo contrario. Todo aquello tenía algo de solemne, de lección de vida y de aprendizaje.

Pero la muerte ya no es lo que era. Ahora vas y te sientes un día un poco pachucho, el yerno te lleva al hospital en el Opel Corsa, y de allí ya no sales. Como si acabaras de caer en una trampa, te ponen un pijama, te llenan de tubos, una enfermera cuarentona pero de buen ver te dice tranquilo, abuelo, esto no es nada, y te pasas la agonía mirando el techo blanco de la habitación de la clínica, con la familia llorosa yendo a verte de cuatro a cinco, y los parientes lejanos de tu vecino de cama, que palmó ayer por la tarde, equivocándose de visita y despertándote en mitad de la siesta para decir qué buena cara tienes, tío Mariano, sin saber que al tío Mariano lo enterraron a las doce. Si duras lo suficiente tendrás varios vecinos de cama: desde el que no te deja dormir por las noches con la tos hasta ese otro con el que haces amistad y su mujer, una santa, te da conversación y hasta se ofrece a traerte la chata o el lagarto para que te alivies por las noches. Eso es lo bueno de los hospitales: que mientras te mueres, conoces gente.

Y después, que esa es otra, viene lo del tanatorio. Porque antes llegaban los del Ocaso S. A. a casa y te ponían en una caja de pino, recién afeitado, con el traje de los domingos que sólo te faltaba en el bolsillo el cigarro puro y la entrada para ir a los toros, y después se iban congregando los vecinos y los amigos en el vestíbulo, y la escalera, Y la calle, antes de que te sacaran a hombros, por muy mal que lo hubieras hecho, para conducirte solemnemente a tu última morada, con las hijas diciendo que no se lleven a papá y una corona con la inscripción Tus compadres de mus no te olvidan.

Ahora, sin embargo, ponen un biombo mientras te amortajan con una sábana del hospital y te sacan discretamente, a escondidas, como si palmarla fuera algo vergonzoso, y te llevan a toda prisa al tanatorio donde hay ocho o diez funerales a la vez, y la gente llega y pregunta éste es el entierro número diez, y le contestan no, éste es el número ocho, el diez es la puerta quince, allí donde llora esa señora. Y aquello ni es funeral ni es nada, todo el mundo mirando el reloj porque hay que desalojar la sala a la hora justa, música de casettes que un día igual se equivocan y te ponen a los Ronaldos mientras el cura -con sandalias y camiseta- despacha el requiéscat con dos mantazos y media estocada. Y para postre, el nicho tiene tu nombre con letras pegadas de rotulit de ese, que se caen a los tres días, y encima el yerno sugiere que pongan tu foto. Y allí te quedas, en óvalo, mirando al personal con cara de panoli cada uno de noviembre, cuando vienen a cambiarte las flores de plástico.

El Semanal, 06 Noviembre 1994

A Chiquito de la Calzada

Se da usted cuen, don Gregorio? Toda la vida persiguiendo los garbanzos de uno en uno, rodando por tablaos de mala muerte hecho un fístro y con más agujeros en el diodeno que la ventana de un chérif. Sesenta años que se le retratan a usted en la cara, doce lustros andaluces y flamencos palma va y palma viene, con el gaznate hecho polvo por los trasnoches y el Machaquito, buscándose la vida a cuatro duros. Y ahora resulta que basta un rato en la tele para que la gente le pida autógrafos, y le den palmaditas en la espalda, y Pepita, que es una santa por haberle aguantado a usted, pecador de la pradera, treinta y seis tacos de almanaque haciendo juegos malabares con la cartilla de ahorros, ya no tiene que andar preocupándose de qué echarle al puchero.

Cuánto me alegro, maestro. Sobre todo porque, como dice la copla, al arriba firmante lo que más le alegra es comer jamón serrano de pata negra y oír a un flamenco contar un chiste. Contarlo además como Dios manda, o sea, dándole a uno igual el chiste que sea, y atento a la manera, que es donde está el duende, por la gloria de mi madre; como una vez que oí a Paco Gandía, que es un monstruo, comprándole un periódico a Curro el de la Campana en la esquina de Sierpes, en Sevilla, y tuve que sentarme en la confitería para no caerme al suelo de risa. Mi mujer, que es rubia y de Huesca, dice que no le ve a usted la gracia. Pero ya sabe usted, don Gregorio, que en España los chistes según y cómo. De Despeñaperros arriba, la historia necesita gracia. De Despeña-perros abajo, el chiste nos da igual. La guasa está en quién y en cómo lo cuenta' Y cuanto más largo, mehó.

Pero me desvío del tema. Lo que quería decirle es que el otro día, mientras me contaba usted el del mono que le endiña el diodeno vaginal al león, o sea, yo le miré los ojos y me encontré de pronto allá, al fondo, toda la tristeza lúcida y resabiada de quien ha hecho muchas palmas y ha cantado muchas coplas mientras la vida le daba, por lo bajini, más cornás que un Vitorino loco. De pronto -y disculpe, maestro, si me meto en lo que no me importa- me pareció verle en las arrugas del careto, en las patillas y el pelo en caracolillo tras la oreja, en esos ojos tranquilos y zumbones, mucha cátedra de la vida y de la puñetera condición humana. De esa que tienen los viejos flamencos; la que nadie, le cuenta a uno sino que se aprende palmo a palmo, noche a noche mirando la vida desde el tablao, entre guitarristas y bailaoras de faralaes llenos de zurcidos, alegrándole la noche de sangría barata a rebaños de guiris que ni entienden lo que se les canta ni se les baila, ni maldito lo que les importa, o a señoritos de fino La Ina y pameses, bautizo en el cortijo, boda, despedida de soltero, cuéntanos otro, Chiquito. Esa mariquita que va por la calle. Ja, ja. Etcétera.

Por eso me alegro tanto de lo suyo, don Gregorio. Aparte de haber enriquecido con un par de nuevas palabras el lenguaje de los españoles -más de lo que han hecho en su vida muchos ilustres escritores y académicos-, es bueno que de vez en cuando aquí triunfe alguien que merezca la pena, no por lo que cuenta, sino por lo que es y lleva a cuestas en su vieja y abollada maleta. En este país donde el éxito suele ir ligado a niñatos canta-mañanas que nacen de pie, a demagogos de lágrima fácil o a tiburones de moqueta, compadre y pelotazo, usted, merced al único golpe de suerte de su vida, se lo acaba de montar a puro huevo, y eso tiene mucho mérito y nunca estará del todo pagao. Porque la gente no sabe que un flamenco contando un chiste es lo más trágico del mundo, y de ese desgarro es, precisamente, de donde sale la gracia. A ver si no, de qué. A ver cómo sobrevive uno en esta casa de putas si se lo toma, encima, por la tremenda.

En cuanto a lo que el diodeno dé de sí, bueno estará y usted lo sabe. Hay gente que sale en la tele y cree, ¿verdad?, que lo de firmar autógrafos y lo de muy bueno lo tuyo es algo que dura toda la vida. Parece mentira, pero en este país donde a uno lo aplauden y al día siguiente lo apuñalan con idéntico entusiasmo, menudean fistros con menos futuro que un espía sordo, de esos que creen que el triunfo llega y no se va nunca. Pero a usted, don Gregorio, no hay más que mirarle la cara. Usted tiene más mili que el cabo Tres Forcas, y nadie tiene que contarle de qué está hecho el éxito. Sobre todo el éxito de la tele, que suele actuar como un macró con las lumis: las pone al punto en las mejores esquinas y luego, cuando están quemadas y hechas polvo, las cede a los compadres de los puticlubs, a precio de saldo.

Así que Dios lo bendiga, maestro. Y que le dure.

El Semanal, 20 Noviembre 1994

Nos echan los gringos

Nos están barriendo por todo el morro, y vamos a perder aquello igual que perdimos Filipinas, Guinea Ecuatorial y el Norte de África. Mientras nuestros linces de la geopolítica siguen con especial atención los graves acontecimientos de la Europa del Este, los Balcanes y el Asia Media, en las alineaciones de los equipos de fútbol hispanoamericanos hay cada vez menos nombres españoles y más italianos, turcos, eslavos y hasta japoneses. Ése sí es un síntoma de verdad, y no los autocomplacientes informes de algunos de los capullos de carrera y cuello blanco que, salvo un par de honrosas excepciones, tenemos por allí jugando a la cosa del virreinato y sin comerse una paraguaya mientras hablan de una Hispanoamérica imaginaria que ya no se tragan ni los caimanes del Paraná.

La política exterior española -donde la tasa de soplapollas es muy alta por metro cuadrado- tiene tres ejes de actuación. El principal es Europa, por deslumbre. El segundo es el mundo árabe, por miedo a lo que se nos viene encima. Y el tercero es Hispanoamérica, por aquello de los lazos. En la práctica, Bruselas resulta ser el único lugar que consume esfuerzos; porque la política árabe es simple, y consiste en periódicas bajadas de calzones para ir teniendo tranquilo al moro, y el que venga detrás que arree. En cuanto al asunto americano, que es nuestro auténtico espacio natural, todo se queda en mucho pueblo hermano y tal, y mucho marear la perdiz. Pero los presidentes se llaman ahora Fujimori, Menem, Maronna, y cosas así. Y los jóvenes ya no vienen a estudiar a España, sino que se van a Estados Unidos. Y los gringos se los están comiendo sin pelar. Y resulta que el único sitio donde todavía nos quieren, hay que joderse, es en La Habana.

Después de las fiebres independentistas, la idea de la Madre Patria se estableció en las antiguas colonias hacia el Cuarto Centenario más o menos, cuando Rubén Darío y toda la panda redescubrieron la cosa. Ser español empezó a llevarse otra vez muchísimo, y eso abrió las puertas a dos grandes migraciones: los trescientos mil gallegos, vascos, asturianos y demás que fueron a buscarse allí la vida a principios de siglo, y el éxodo republicano de finales de los años treinta, entreverado todo eso con legiones de misioneros y de monjas dispuestos a convertir aborígenes. Pero después se fue cerrando el grifo, y los españoles cambiaron de horizontes o se quedaron en casa a ver a Nieves Herrero. En cuanto a los curas, los que no se salieron para casarse con indias se afiliaron a la teología de la liberación o se hicieron guerrilleros, y los milicos locales y sus asesores norteamericanos se los fueron cepillando un poco por aquí y por allá. El caso es que uno viaja a Buenos Aires, Bogotá o Tegucigalpa, y menos españoles de origen empieza a encontrar de todo. Así que lo del Quinto Centenario de hace un par de años, allí les sonó en buena parte a cuento chino. Y es que además, por otra parte, cada vez hay más chinos.

Así que, claro, con lo de la Madre Patria ya no comulga nadie, salvo unos cuantos nostálgicos jubilados que se apellidan Sánchez. Ahora todavía hay muchos que tienen un abuelo español, y aún les tira un poco el asunto de la lágrima. Pero de aquí a una generación los abuelos estarán criando malvas con Gardel, en La Chacarita, y ya me contarán ustedes de qué van a hablar nuestros embajadores en los cócteles a la hora de justificar el sueldo con fulanos que se llaman Makihito o Benamussa. Además, por mucho que la diplomacia española le dé a la retórica y a la demagogia fraterna, los gringos están más cerca y se lo ponen todo más barato. Y sobre todo se lo ponen, que ésa es otra. Y mientras los que quedan aún aguardan al español de toda la vida, de aquí sólo mandamos oportunistas, etarras rebotados, narcoemisarios con lista de la compra, o capullos de Bruselas hablando de prioridades comunitarias, del 0,7 por ciento y de que, en el marco de la OTAN, lo táctico es apoyar a los kurdos.

Supongo que al actual equipo de Exteriores le da lo mismo, porque cuando España termine de esfumarse en Hispanoamérica, que será pronto, ellos ya no saldrán en los telediarios. Pero a mí no me da igual. Y me pregunto si, en estos tiempos de tanta objeción de conciencia, tanto insumiso y tanto no saber qué hacer con esos chicos, no estaría bien inundar Hispanoamérica de jóvenes cooperantes, con ilusiones y ganas de marcha, para que preñen indias y se hagan guerrilleros y le den otra vez un poco de vidilla al asunto. Mejor eso que pagar con vidas de cascos azules las fotos que el ministro Solana se hace en Bruselas.

El Semanal, 27 Noviembre 1994

Habitación 306

No sabía lo que me esperaba. Llegué al hotel de Valencia de madrugada, hecho polvo, después de ochocientos y pico kilómetros al volante, loco por meterme en la piltra y apagar la luz. Dije hola buenas en recepción, seguí impaciente al mozo que llevaba mi equipaje, le di su propina, dejé la ropa de cualquier modo y caí como un saco de patatas en la cama de la habitación 306. Lo último que recuerdo es el roce del mentón sin afeitar en la almohada. Después me quedé frito. Tres horas después -las siete de la mañana- me despertó un ruido extraño, como si alguien estuviese soplando un instrumento de viento en la habitación de arriba. Sonaba brom-brom en tono grave y me quedé mirando el techo a oscuras, desconcertado. Silencio y otra vez brom-brom, esta vez con una cadencia distinta, repetido una y otra vez hasta convertirse en melodía. No puede ser, me dije. Es imposible que alguien se ponga a soplar un instrumento -me pareció un fagot, pero podía ser cualquier cosa- a las siete de la mañana en una habitación de un hotel de cuatro estrellas.

Pero no lo era. Brom-brom tararí, sonaba una y otra vez a través del techo. Miré el reloj, pensé en la conferencia que debía pronunciar horas más tarde, maldije mi suerte. De todas las habitaciones de hotel del mundo, tenía que haberme tocado ésa. Di dos golpes en la pared, pero el sonsonete del techo continuó, imperturbable. Maldije en arameo, con ese barroquismo mediterráneo que solemos usar los de Cartagena, mezclando a San Apapucio con el ropón de Bullas. Después, resignado, me tapé la cabeza con la almohada e intenté conciliar el sueño. Brom-brom tararí tarará. Aquel floreo final hizo que me sentara en la cama con ansias homicidas. Alargaba la mano hacia el teléfono, dispuesto a pedir la cabeza del fulano o a subir y cobrármela yo mismo, cuando la música se interrumpió un momento y el ruido del agua al correr de la cisterna me dejó atónito. Aquel cabrón estaba tocando el fagot en el retrete, y sólo se interrumpía para tirar de la cadena. El brom-brom se desplazaba ahora por el techo hacia el otro extremo de la habitación, e imaginé al fulano en pijama, soplando feliz, a la espera del desayuno y de la madre que lo parió.

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