Pathfinder (67 page)

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Authors: Orson Scott Card

BOOK: Pathfinder
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¿A cuánta? No se atrevió a buscar los rastros de Madre y Ciudadano, porque para ello habría tenido que dejar de concentrarse en el animal que le servía como guía. Le pareció que debían de estar moviéndose mucho más despacio de lo que su paso por el suelo sugería, porque el sol había dejado atrás su cenit y las sombras que proyectaban se extendían delante de ellos. ¿Cuánto tiempo llevaban caminando? Sólo unos minutos, pero antes era mediodía y ya no lo era.

Los cuartos delanteros del animal se hinchaban y se contraían en su caminar, y los músculos parecían fluir bajo la mano de Rigg. No era un animal de manada, porque en ese caso Rigg no lo habría escogido. Una manada habría sido demasiado peligrosa. Era un animal solitario. Lo asaltó el deseo de seguirlo durante días, durante un año entero, y averiguar cómo vivía, cómo se emparejaba, si paría a sus retoños, ponía huevos o empleaba algún método completamente distinto y desconocido para los seres humanos, cómo pasaba los inviernos, qué comía y qué otras criaturas se alimentarían de él… ¿Cómo habían sido capaces sus antepasados de destruir a aquella criatura y toda su raza?

«Para dejarnos espacio a nosotros, a mí —pensó—. Para que pudiera vivir aquí, les arrebataron este mundo a sus pobladores nativos y nos lo entregaron a mí y a todos los humanos del cercado, a todos los del mundo.»

Se arriesgó a mirar un momento a Umbo y Param. Pudo verlos con claridad, allí arrodillados en lo alto del promontorio; pero también vio que estaban dentro de una roca más alta y más gruesa. Aquél era el efecto de la erosión del viento entre el momento en el que se encontraba ahora y el del futuro, en el que su pequeño grupo llegaría al lugar. Umbo y Param no estaban en peligro. Ellos no iban a viajar al pasado, así que la roca no aparecería de repente, maciza y real, a su alrededor.

Se disponía a volverse de nuevo hacia delante cuando vio que Param miraba en la dirección por la que debían llegar Ciudadano y Madre, y luego se volvía hacia él y le hacía un gesto. Más deprisa, decía con la mano. Moveos, más deprisa, más deprisa. Los primeros enemigos debían de haber aparecido.

—Hay que correr —susurró Rigg mientras volvía a mirar hacia delante—. ¿Podemos hacer correr a este animal?

Habían recorrido más de la mitad del camino. Tres cuartas partes. Pero sus sombras eran muy alargadas. Estaban tardando demasiado.

En cuanto comenzaron a empujar la bestia, ésta apretó el paso, sí, pero las púas empezaron a clavárseles en las manos. Y no sólo los extremos más cortantes. Cada púa tenía el filo de una hoja en miniatura. «Habría estado bien pensar en ponerse guantes», pensó Rigg, pero ignoró el dolor y empujó con más fuerza al animal hasta conseguir que corriera a la misma velocidad que él.

En el cielo, por delante de ellos, apareció de repente un reguero de luz, como una estrella fugaz, que ascendió desde el horizonte lejano, cada vez más brillante, deslumbrante. Ahora corrían frenéticamente y Rigg comenzó a temer que fuesen demasiado rápido para el animal. Pero la superficie del suelo era muy lisa y pudieron continuar. Las púas ya no sólo se le clavaban cada vez más en las manos. Ahora era peor: con el movimiento le habían producido heridas. Parecía que se le hubieran clavado bajo la piel.

«Con la suerte que tengo, seguro que son tóxicas y la mano se me pudre y se cae antes de que termine el día.»

Se volvió de nuevo y vio que los gestos de Param se habían vuelto desesperados. Y vio también otra cosa: la luz del cielo no era ninguna estrella fugaz. Era algo grande y negro que descendía a tal velocidad que allí mismo, mientras lo observaba, duplicó su tamaño. Su extremo delantero era tan brillante como el sol, y en el tiempo que tardó Rigg en comprender lo que estaba pasando, desapareció por debajo del horizonte y Rigg pensó: «Va a chocar con la tierra.»

Y en el mismo momento en que lo pensaba, una luz cegadora estalló en el horizonte, a su espalda, seguida al instante por la aparición de una nube blanca y negra. Un momento después, la tierra tembló con tanta fuerza que Rigg se habría caído si no hubiera tenido la mano sobre el animal. Entonces comprendió el error que había cometido: había escogido el camino más reciente que cruzaba el Muro antes de que todo cambiara. Y al hacerlo se había colocado, junto con sus amigos, en el momento exacto del pasado en el que los humanos llegaban desde el espacio. Aquella cosa negra del cielo debía de ser la nave que los había traído. Y aquel estallido, la vasta erupción de la nube que se había producido ante sus ojos, era el fin del mundo. Pudo ver la nube negra que avanzaba devorando la tierra hacia ellos y comprendió al instante que si llegaba a alcanzarlos, sería el fin.

Levantó la mano e hizo el gesto de «Devuélvenos al presente».

Miró de nuevo hacia delante y vio por qué Umbo no había cumplido su orden en seguida. Aún les faltaban un par de minutos largos para llegar al sitio que habían acordado, donde podían tener la certeza de haber escapado del peligro del Muro.

«Hay peligros mayores que la agonía emocional y el miedo desesperado. —Repitió el gesto del puño—. ¡Devuélvenos al presente o vamos a morir aquí, Umbo!»

Los demás vieron que estaba haciendo el gesto acordado y, como también ellos podían sentir cómo temblaba la tierra, supieran o no cuál era la causa, no se sorprendieron. Los dos debían saber lo mismo que él: que una vez que Umbo decidiera hacer caso a la señal, tendrían que recorrer la última parte bajo la agonía del Muro, embargados por el terror y la congoja, y sólo su fuerza de voluntad les permitiría seguir corriendo hasta ponerse a salvo en el interior del otro cercado.

Rigg repitió el gesto una tercera vez.

¿Por qué no le hacía caso Umbo? ¿Por qué seguía el animal bajo su mano? ¿Por qué…?

Su sombra ya no se alargaba delante de él. De hecho, ya no tenía sombra. Seguía siendo por la mañana. La tierra ya no temblaba. La bestia seguía allí, bajo su mano, pero ahora había sucumbido al fin al pánico. ¿Y cómo no iba a hacerlo? Los horrores del Muro habían caído sobre ellos como un puño gigante que había destrozado toda la esperanza de sus corazones, los suyos y los de la bestia.

—¡Corred! —gritó Rigg.

Olivenko trató de cogerle la mano, pero Rigg pegó los codos al cuerpo y corrió con toda la fuerza de sus brazos y sus piernas. Tenía la ventaja de haber sentido antes aquella agonía, de saber que sólo tenía que correr el tiempo suficiente para que cesara. Y los demás eran soldados. Guerreros. Hombres fuertes.

Y en efecto, los dos lo adelantaron. Ambos podían correr más deprisa que él, y Rigg sabía que era lógico que lo dejaran atrás si podían, pero aun así, lo invadió la desesperación, porque supo que ellos iban a sobrevivir y él no, que nunca podría correr tanto como ellos. En su terror, creyó que el suelo seguía temblando y que la nube de polvo se le echaba de nuevo encima, la nube de asfixiante polvo que acabaría con todos los seres vivos. Su mente trató de decirle otra cosa, algo importante sobre aquella nube de polvo, pero fue incapaz de aprehender la idea, porque el terror del polvo era insoportable y anulaba la razón. Nunca podría escapar corriendo de él. Pero tenía que hacerlo.

Olivenko había dejado de correr. Se había vuelto hacia él. Estaba gritando palabras que Rigg era incapaz de oír. Entonces también Hogaza se detuvo, se volvió, agitó los brazos y le gritó algo.

Pero estaban demasiado lejos. No podría alcanzarlos. Antes lo alcanzaría la nube y se lo tragaría. Podía sentirla ya, podía sentir cómo penetraba en sus pulmones un humo denso que le impedía respirar y que iba a asfixiarlo. Dejó de verlos. El humo lo bloqueó todo, volvió el mundo negro y oscuro. Y en la oscuridad, Rigg tropezó. Y cayó al suelo.

La congoja, la desesperación y el terror que se abatieron sobre él eran más de lo que podía soportar. Sintió que se le iba a parar el corazón, lo mismo que se le habían inundado los pulmones y cegado los ojos. Sentía deseos de morir.

Entonces, el viento lo recogió y se lo llevó de una bocanada. Lejos de la oscuridad. Lejos del polvo. Lejos de la ceguera, del horror y de la asfixiante incapacidad de respirar. Un viento que no era tal viento, eran las manos de Hogaza y Olivenko. Habían regresado al interior del Muro al verlo caer, habían regresado a la agonía para salvarlo y sacarlo de allí, y lo habían conseguido, porque se encontraban más allá del Muro.

—Gracias —susurró Rigg—. Me estaba asfixiando. No veía nada.

—Lo sé —dijo Hogaza mientras lo abrazaba.

—Era el fin del mundo —dijo Olivenko y Rigg, al levantar la mirada, vio que tenía el rostro surcado de lágrimas.

Entonces se volvió y miró en la misma dirección que los dos hombres. Hacia la roca, más allá de los casi dos kilómetros del Muro, donde estaban Umbo y Param hasta hacía poco. Pero ya no.

En su lugar, media docena de hombres con gruesas barras de metal corrían de un lado a otro, peinando el aire por debajo de la roca. Otros dos estaban sobre ella, también con barras de hierro que movían igual que los demás, tratando de llegar lo más lejos posible.

La reina y el general Ciudadano, montados a caballo, no prestaban la menor atención a los hombres, sino que observaban la lisa pradera que se extendía al otro lado del Muro. Ciudadano tenía un catalejo. Se lo entregó a la reina.

En un primer momento, Rigg pensó que los estaban observando a ellos tres, pero poco a poco se fue dando cuenta de que no era así.

Se volvió en la dirección en la que miraban.

El animal había regresado al presente, con ellos. Rigg lo había utilizado para viajar al pasado, pero aún estaban tocándolo cuando Umbo los devolvió al presente, y había vuelto con ellos. Era, realmente, único en el mundo.

Pero eso no era todo. Porque había un hombre junto al animal, acariciando su lomo tembloroso. Era un hombre de aspecto amable y poseía un rostro bondadoso y fuerte. Un rostro que Rigg conocía mejor que ningún otro en el mundo.

Era Padre.

24

EL SALTO DESDE LA ROCA

Tendrían que haber pasado mil años para que la atmósfera quedara limpia de polvo y compuestos tóxicos, para que los bosques nativos pudieran volver a brotar, para que los insectos y los gusanos comenzaran a extenderse de nuevo por el mundo y dieran los primeros pasos de la evolución que llenaría los millones de nichos evolutivos que habían dejado vacíos las diecinueve naves lanzadas contra el planeta Jardín.

Pero, en lugar de ello, los satélites generaron artificialmente las precipitaciones y enfocaron los rayos del Sol para limpiar la baja atmósfera, mientras unos pequeños robots sembraban todas las aguas del mundo con unas bacterias capaces de absorber todos los compuestos dañinos que la lluvia arrojaba aún sobre la superficie.

Al cabo de no mucho tiempo, estos pequeños robots y los prescindibles comenzaron a plantar vegetación terrícola allí donde la lluvia y las temperaturas habían vuelto a la normalidad. Enseguida vinieron los insectos y los gusanos, que se propagaron, mientras en las aguas aparecían peces y otras criaturas de la Tierra en cantidades suficientes para acabar con la vida nativa superviviente.

Mientras las plantas se propagaban y las nubes blancas se disolvían en precipitaciones, el cambio en el albedo del planeta habilitó un número cada vez mayor de hábitats y al cabo de no mucho, la fauna de cordados de la Tierra volvía a reinar en un mundo prístino, desprovisto de seres humanos y más seguro que su propio mundo de origen en ningún momento de los últimos diez mil años.

En esta Nueva Tierra encontraron su lugar algunas de las plantas y criaturas nativas de Jardín. A la mayoría de esta flora la asfixió la pujante vida vegetal de la Tierra. La mayor parte de los animales autóctonos no podían competir con sus rivales terrícolas. Pero algunas especies lograron sobrevivir metabolizando aquellas proteínas nuevas y extrañas o estableciendo alianzas con la flora nativa.

El planeta no estaba aún poblado en su totalidad, ni de lejos. Las pequeñas manadas prosperaban lo bastante como para sustentar la existencia de depredadores y carroñeros de tamaño modesto, pero los prescindibles contuvieron a los grandes depredadores hasta que el número de aquéllas creció lo suficiente. Lo importante era que en la vecindad de cada una de las naves enterradas había plantas y animales de todas las especies, plantas y animales que creaban ecologías nuevas a las que los humanos podrían adaptarse o que podrían doblegar a su voluntad.

Bajo millones de toneladas de roca y tierra pulverizada, los ordenadores de las naves y los satélites iniciaron la creación de los campos de repulsión que se convertirían en los Muros. Trazaron los límites de tal manera que en el interior de cada cercado hubiera terrenos de todas clases, para que los humanos pudieran vivir en su interior durante diez mil años sin que nada limitara su florecimiento.

Además, los prescindibles y los ordenadores de las naves decidieron que sus calendarios echarían a andar hacia atrás, hasta la fecha fatídica en la que volverían a la época de su creación, hasta el día en que, 11.191 años después de haber saltado 11.191 años al pasado, pudieran mirar de nuevo hacia el exterior del mundo, en busca de nuevas naves humanas que pudieran seguirlos.

¿Qué conseguirían o en qué se convertirían los humanos durante aquellos milenios en el planeta Jardín? ¿Y qué pensarían de ellos los humanos de la Tierra cuando se reencontraran? Si había que fiarse de la historia del hombre, el resultado sería la esclavitud, la colonización o la guerra.

A los prescindibles correspondía, pues, asegurarse de que Jardín estuviera listo para protegerse a sí mismo y a todo lo que hubiera conseguido cuando la raza humana original llegara allí. Pero no podían permitir que ninguna de las sociedades de Jardín desarrollara una tecnología capaz de comprender, y mucho menos controlar, los campos que formaban los Muros.

Así que en todos los cercados, una vez que los humanos dormidos despertaran y echaran a andar, los prescindibles comenzarían a mentir a sus amos. Y no dejarían de hacerlo hasta el día en que algunos de ellos lograran vislumbrar lo suficiente de la verdad para obligar a los prescindibles a convertirse de nuevo en obedientes y honrados servidores.

Umbo esperó mientras Hogaza y Olivenko ayudaban a Param a subir a las rocas y luego la ayudó él mismo mientras ella buscaba dónde agarrarse. Era sorprendente la poca fuerza que poseía la parte superior de su cuerpo. Puede que eso pasara siempre con las chicas ricas: como no tenían necesidad de trabajar, se volvían unas blandas.

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