Pathfinder (70 page)

Read Pathfinder Online

Authors: Orson Scott Card

BOOK: Pathfinder
13.82Mb size Format: txt, pdf, ePub

—Saboreo la vida a pequeños trocitos.

—Qué filosófica —dijo Umbo.

Param le ofreció las manos. Umbo se las quedó mirando. Ella quería que se cogieran de la mano y él, de repente, sentía timidez.

—¿Qué pasa? —preguntó ella—. ¿Cómo quieres que esperemos juntos si no me coges las manos?

Umbo volvió a ruborizarse. Param quería que se cogieran para poder llevarlo de nuevo consigo a aquel mundo suyo en el que el tiempo estaba dividido en pequeñas rebanadas. ¿A qué estaba esperando?

Le cogió las manos.

El mundo a su alrededor aceleró. No tanto como cuando cruzaron el Muro y mucho menos que durante los segundos que tardaron en caer desde el promontorio.

Y ocurrió que, al entrar en el tiempo acelerado, Umbo no estaba mirando en dirección al Muro, y Param sí, casi directamente. Desde su posición, él podía ver claramente su cara, mientras que ella podía ver el otro lado, donde, en algún momento de los próximos días, se vería llegar a sí misma en compañía de los demás.

Umbo comenzaba a desviar la mirada en la misma dirección que ella —sin soltarle las manos— cuando vio que alguien corría a pocas docenas de metros por detrás de Param, en el lado del Muro donde se encontraban ellos. Observó, convencido de que había algo familiar en la persona, pero se movía con demasiada rapidez para que pudiera reconocerla. Comenzó a levantar la mano para llamar la atención de Param y señalar al desconocido. Era algo importante: la primera persona que conocerían a ese lado del Muro. Pero el hombre desapareció antes de que Umbo pudiera avisar a la muchacha. Era frustrante no poder hablar con el tiempo ralentizado.

Param comenzó a asentir. Umbo volvió la cabeza y, para cuando completó el movimiento, Rigg, Hogaza y Olivenko estaban en el centro del Muro, ligeramente encorvados para mantener las manos sobre un animal invisible. Más allá de ellos, a dos kilómetros de distancia, vio llegar a los soldados, junto con la reina y el general Ciudadano. Y se vio a sí mismo y a Param, sobre el afloramiento de roca.

El mundo a su alrededor frenó su paso, pero no tanto como para volver a la normalidad. Siguió moviéndose lo bastante deprisa para que, posiblemente, Umbo y Param siguieran siendo invisibles, o como mucho se transformaran en una sombra parpadeante si alguien miraba con atención. Hogaza y Olivenko salieron del Muro, pero Rigg quedó tendido en el suelo, incapaz incluso de levantar las manos. Un extraño cuadrúpedo como acerado salió dando brincos del Muro y se detuvo temblando, a menos de diez metros de distancia de ellos.

Un hombre salió de un soto y corrió hacia ellos. Era el mismo que Umbo había visto antes. La ropa y la estatura eran idénticas, sólo que ahora podía verle la cara también.

Era el Santo Vagabundo. El Hombre Dorado. El hombre que se había hecho pasar por el padre de Rigg. El hombre que había enseñado a Umbo a controlar su don. Lo embargó el deseo de hablar con él antes de que pudiera marcharse, de contarle todo lo que había aprendido desde entonces. El padre de Rigg era un hombre que entendería la hazaña que representaba aprender a controlar unos poderes que Umbo ni siquiera sabía que tenía.

El tiempo aminoró su paso y volvió a la normalidad.

Los demás no habían visto aún a Umbo y Param, cosa que no era rara, dado que eran dos figuras inmóviles entre unas rocas, un árbol y algunos matorrales.

Rigg vio a su padre y gritó al reconocerlo.

El hombre lo miró y luego se volvió hacia Umbo y Param. Extendió una mano y señaló a los dos que habían cruzado el Muro invisibles.

Gritó algo en una lengua extraña.

—¡El Santo Vagabundo! —exclamó Umbo—. Param, es el padre de Rigg. El hombre que creíamos que era su padre.

Mientras tanto, Rigg había corrido hasta él y estaba dando vueltas a su alrededor y mirándolo desde todos los ángulos. Alargó un brazo y tocó a su padre en la espalda, el costado y el pecho. Umbo comprendió que estaba buscando lesiones, pero el hombre estaba totalmente desconcertado.

¿Era posible que no se tratase del mismo hombre por el que Umbo y Rigg lo habían tomado? Pero el parecido era demasiado grande.

¿Y si había las mismas personas en todos los cercados? Idénticos desconocidos en un cercado tras otro.

Imposible, comprendió al instante. Si alguien moría joven en uno de los cercados sin llegar a reproducirse, mientras que su doble en otro cercado no lo hacía, las poblaciones divergirían. No era posible que hubiera personas idénticas a los dos lados del Muro.

Salvo el padre de Rigg.

Umbo se puso en pie de un salto, cogió a Param de la mano y la llevó a conocer al Hombre Dorado.

25

EL PRECINDIBLE

Cuando Ram despertó, la luz del día iluminaba la habitación.

No estaba aturdido. Siempre se despertaba con una clara percepción de cuanto lo rodeaba. Cuando estaba despierto, estaba despierto.

Así que comprendió varias cosas al instante. No se encontraba en la nave, porque en la nave no había nada parecido a la luz del sol. Eso significaba que, o bien se había producido algún accidente que había obligado a cancelar el viaje, o bien el viaje había terminado y se encontraba en el nuevo mundo.

—Bienvenido a Jardín —dijo un prescindible.

—¿Así que el nuevo planeta ya tiene nombre? —preguntó Ram.

—Un nombre que representa una esperanza más que un hecho, Ram. La atmósfera aún está recuperándose de los problemas asociados al impacto de un grupo de objetos extraplanetarios hace cosa de doscientos años. Hubo una extinción masiva y tuvimos que repoblar el planeta con los ejemplares de la fauna y la flora que habíamos traído de la Tierra. Pero como puedes ver, el sol ya brilla lo bastante. Es capaz de sustentar la fotosíntesis y la vida vegetal está floreciendo. Es hora de que nazca la colonia.

Ram se levantó del camastro en el que estaba tendido.

—¿Soy el primero al que revivís?

—Según lo planeado.

—¿Planeado? —dijo Ram—. Lo planeado era que me despertarais nada más salir de la órbita de la Tierra. Lo planeado era que estuviese consciente durante el viaje. En teoría, debía tomar ciertas decisiones.

—Debíamos despertarte para que tomaras determinadas decisiones en el caso de que te necesitáramos. Pero no fue así, de modo que no te despertamos.

—No puedo creer que esa decisión quedara en vuestras manos.

—Si consideras que hay algo objetable en la ejecución de nuestra programación, llevaremos a cabo una serie de diagnósticos.

—¿Sin un observador independiente? ¿El sistema está diseñado para detectar sus propios fallos, en caso de producirse?

—Si nuestros sistemas fallaran, informaríamos debidamente sobre ello. No necesitamos proteger nuestro ego con mentiras. Al contrario que tú, en este momento. Creías que serías necesario durante el viaje y ahora descubres que no fue así. Y eso te hace sentir mal.

—Eso me hace preocuparme por vuestro funcionamiento, puesto que durante sus primeros años de vida, hasta que lleguen las provisiones y los colonos de nuevas expediciones, dependeremos en gran medida de vosotros.

—Lo que tú llamas «preocuparse» es la respuesta estándar de todos los primates al descubrir que no están en una posición alfa. Una ansiedad de esa naturaleza puede desembocar en estallidos competitivos como éste, así que permíteme que te tranquilice. Primero, no consta en nuestros archivos que ningún humano haya muerto nunca por agotamiento del ego, aunque sí están documentados comportamientos de alto riesgo destinados a reparar los daños sufridos por éste. En segundo lugar, ahora que has despertado eres de hecho el alfa. A partir de aquí aceptaremos tus instrucciones, dentro de los límites de nuestra programación.

—Dentro de los límites de vuestra programación.

—Como ya he dicho.

—¿Y cuáles son esos límites?

—No está dentro de los límites de mi programación informarte sobre dichos límites.

—Así que soy el alfa salvo cuando vosotros decidáis que no es así.

—En la medida en que estás autorizado a controlarnos, estamos bajo tu control.

—Pero ese control no incluye informarme sobre qué aspectos de vuestro comportamiento no puedo controlar.

—Tus problemas de ego parecen difíciles de resolver.

Ram consideró los posibles resultados que podían darse si los prescindibles decidían que sus problemas de ego estaban alcanzando unos niveles peligrosos, desde su punto de vista.

—No —dijo—. Sólo quería saber cómo están las cosas. ¿El salto salió bien? ¿Sin incidentes?

—El salto fue un incidente en sí mismo. Pero se llevó a cabo dentro de los límites precisos de las leyes de la física. Hemos aprendido mucho de los datos recogidos durante el proceso.

—Pero estamos aquí, seguros y de una pieza. —Ram miró a su alrededor—. Estamos en uno de los refugios portátiles, pero no veo ni rastro de los equipos de soporte vital.

—La atmósfera es respirable sin necesidad de aparatos.

—¿Y los demás colonos?

—Los hemos traído a la superficie de Jardín y están listos para despertar. Sólo esperamos tu orden.

—Qué… considerado por vuestra parte.

—La ironía de tu tono nos obliga a preguntarnos cuál debe ser el sentido real de tus palabras.

—No es algo que esté dentro de los límites de vuestra programación —dijo Ram.

—Más ironía —dijo el prescindible—. Lo sé porque todo el sentido de lo que puedes decir y tus intenciones están, por definición, dentro de los límites de nuestra programación.

—Dejadme que vea este mundo y luego empezaré a tomar decisiones sobre lo de despertar a los colonos.

Ram dejó que el prescindible lo sacara a la brillante luz del exterior. Una docena de edificios de plástico blanco resplandecía allí con destellos trémulos que no llegaban a cegar. Los edificios estaban rodeados por campos sembrados, casi listos para la cosecha.

—Habéis estado ocupados —dijo Ram.

—Estábamos programados para asegurarnos de que el suelo era viable y el clima soportable, y para tener las cosechas listas. La colonia comenzará por aprender a cosechar, preparar la cosecha para su preservación sin refrigeración y procesar el porcentaje necesario para su consumo inmediato.

—Todo eso podéis hacerlo vosotros sin ayuda de los humanos. ¿Por qué no seguís haciéndolo?

—Ésta no es una colonia de prescindibles. La idea es que los humanos se establezcan en Jardín de un modo que maximice las probabilidades de supervivencia, incluso en el caso de que desapareciera la tecnología disponible.

—¿Acaso no sois capaces de crear piezas de repuesto para vosotros y el resto de la maquinaria? —preguntó Ram.

—Estamos programados para garantizar que los humanos se establezcan en Jardín de un modo que maximice las probabilidades de supervivencia, incluso en el caso de que desapareciera la tecnología disponible.

Así que no iba a haber más explicaciones. A Ram no le quedaba más alternativa que suponer que, en algún momento, los prescindibles retirarían su ayuda y las labores de siembra, cosecha y preservación de los alimentos quedarían por completo en manos de los colonos. Él no ejercería ningún control sobre los prescindibles. No sabría nada que no desearan contarle. De hecho, lo más probable era que ya estuviesen mintiéndole.

Lo que significaba que la vida allí sería más o menos como en la Tierra, donde las tareas de gobierno, o al menos las de la gestión, estaban en manos de los prescindibles. A todos los efectos y desde todos los puntos de vista, Ram no era más que una figura decorativa… al menos mientras dependieran de los prescindibles para poder comer cada día.

Así que si los prescindibles estaban programados para convertirse a sí mismos en innecesarios enseñando a los seres humanos a ser autosuficientes, cuanto antes llegara ese momento, mejor para Ram.

—Vamos, amigo mío —dijo—. Hay que despertar a esa gente.

El hombre que se parecía a Padre estaba sentado con las piernas cruzadas en el suelo, y Rigg y Umbo se sentaban frente a él. Param estaba al lado de Umbo. Hogaza y Olivenko, al otro lado de Rigg. Parecía una sesión de la escuela en Vado Otoño.

—Hasta el momento no he entendido una sola palabra de lo que ha dicho —murmuró Umbo.

—Es un idioma que nunca he oído —dijo Rigg.

—No creo que sea tu padre —dijo Umbo.

—Y si lo es, me ha olvidado por completo —respondió Rigg—. ¿Detectas algún indicio de reconocimiento?

El hombre que se parecía a Padre levantó una mano con la palma hacia fuera para silenciarlos. Señaló el Muro y dijo algo que sonó como esto:


Ochto-zheck-gho-boishta-jong-nk
.

La expresión interrogativa de su rostro permitió deducir a Rigg que la pregunta era: «¿Habéis venido desde el otro lado del Muro?» De modo que asintió, señaló a todos sus compañeros y a sí mismo en sucesión, hizo un gesto hacia el otro lado del Muro y luego, con los dedos, imitó el movimiento de unas piernas que caminaban desde allí hasta el lugar en el que se encontraban.

—Estábamos al otro lado del Muro, lo cruzamos y llegamos aquí.

El hombre que se parecía a Padre asintió y luego cerró los ojos.

Tres segundos después volvió a abrirlos.

—¿Es ésta vuestra lengua? —preguntó.

—Sí —dijo Rigg y al oír los suspiros de los demás, supo que también ellos estaban muy aliviados. Iban a poder hablar con él.

—Así que habéis cruzado el Muro —dijo el hombre.

—Igual que tú —respondió Rigg.

—Yo no —dijo el hombre.

Rigg se señaló a sí mismo, a Param y a Umbo y replicó:

—Los tres te conocemos. ¿Nos has olvidado?

El hombre que se parecía a Padre sacudió la cabeza.

—No he cruzado el Muro desde que me destinaron aquí, hace once mil años. Sin duda me confundes con uno de vuestros prescindibles.

Rigg intercambió una mirada con los demás.

—¿Prescindibles?

—¿Es que vuestros prescindibles no os han revelado su verdadera naturaleza?

—Lo más probable es que no, diría yo —dijo Rigg.

—¿Y habéis cruzado el Muro sin ayuda? —preguntó el prescindible.

—Sí —dijo Rigg, pensando que la respuesta era demasiado complicada para entrar en detalles.

—No veo ninguna máquina —dijo el prescindible—. Y detecto que el Muro sigue activo, así que no lo habéis anulado.

De nuevo, más miradas.

—¿Se puede… anular? —preguntó Umbo.

—Habéis atravesado el Muro sin desactivarlo —dijo el prescindible—, sin máquinas y sin comprender su verdadera naturaleza…

Other books

The Tomb of Horrors by Keith Francis Strohm - (ebook by Flandrel, Undead)
Girl in Pieces by Kathleen Glasgow
Stones of Aran by Tim Robinson
Imprudence by Gail Carriger
Pray To Stay Dead by Cole, Mason James