El ejecutivo de cuentas que estaba sentado a su lado se rió un poco dándole la razón a Todd.
El argentino hablaba de una forma pausada y elegante; sin embargo, el ruso parecía un orador desquiciado. Les soltó una cháchara acerca de qué era lo que les había sucedido a las cuentas rusas en los años noventa. La explicación no tardó en convertirse en un deslavazado discurso acerca de los sobornos: sobornos a la policía moscovita, sobornos a los inspectores de Hacienda, sobornos a la Federalnaya Sluzhba Bezopasnoti (FSB), la principal heredera de la KGB, sobornos a la mafia rusa...
En algunos de los temas, el ruso se mostró muy conciso.
—Tienen que descubrir cuál es la moneda más estable y cambiar a esa moneda lo más rápidamente posible, antes de que su moneda local se desmorone. Hubo un momento en Rusia en que tuvimos una inflación del mil ochocientos por ciento. Seguir teniendo el dinero en rublos era una locura. Para nosotros entonces, el puerto tranquilo donde refugiarnos fueron los dólares. En este momento en el que nos encontramos, no lo sé: el euro quizá, o los francos suizos tal vez, pero tendrá que ser algo más estable que estos malditos dólares. La última cifra era del ciento quince por ciento y no para de aumentar. Para ser justos con sus clientes y con su compañía, todo lo que les queda por cobrar deberían cambiarlo a una moneda que no fueran dólares, y hacerlo cuanto antes mejor —les dijo el asesor de forma extremadamente directa.
Todd nunca llegó a entender bien el apellido del ruso. Tenía muchas sílabas, no había forma humana de pronunciarlo y acababa en «eski». Una cosa de las que dijo el ruso llamó enormemente la atención de Todd.
—¿Dónde está el personal de seguridad? ¿No tienen guardias en el vestíbulo? Deben incrementar la seguridad. Ahora mismo aquí solo hay libros de cuentas, lápices de memoria, discos duros, pero muy pronto van a tener en su poder un montón de dinero en efectivo. Así que necesitan a un par de tipos bien grandes que vayan armados. Y armas de las que dan miedo. Un guardia en el aparcamiento, y uno o dos en el vestíbulo. Háganme caso. No se arrepentirán.
Después de acabar el almuerzo que habían encargado, desde el extremo de la mesa de reuniones se planteó una enrevesada pregunta. Tenía que ver con cómo se debía calcular diariamente la depreciación del cambio de moneda y cómo debían derivarse los agregados. Philippe y Borderó estaba a punto de empezar a hablar, pero el ruso se le adelantó, y lo que dijo dejó anonadados tanto a Todd como al resto de los presentes en la sala.
—Invéntense algo que parezca razonable. Estamos hablando de un valor que no deja de moverse. A nadie le importa una mierda. Invéntenselo.
Meyer, un hombre de edad avanzada, se aclaró la garganta. Evidentemente, aquello lo había incomodado enormemente.
—No nos vamos a inventar nada —replicó—. Vamos a desarrollar una serie de estudios contables que compensarán la inflación. Si es necesario utilizaremos modelos informáticos avanzados y proyecciones.
El ruso apenas dijo nada durante el resto de la jornada. El señor Meyer no rentabilizó los veinte mil dólares que le había costado traerlo. El día finalizó con prácticamente el mismo número de preguntas sin respuesta con las que había comenzado.
A las cinco y media de la mañana del día siguiente, Todd cogió un vuelo de regreso hacia Seattle.
Una azafata, que avanzaba por el pasillo controlando que ninguno de los pasajeros se hubiese olvidado nada, sacó a Todd del estado absorto en el que se encontraba. A continuación, se puso de pie y sacó la única bolsa con la que viajaba del compartimento que tenía encima de la cabeza. Cuando viajaba a Chicago nunca facturaba equipaje. Todd era ahora el último pasajero que quedaba en el avión.
Como no había facturado ninguna maleta, tardó solo cinco minutos en llegar a su camioneta de marca Dodge. El aparcamiento estaba justo enfrente de la pequeña terminal aérea Pullman-Moscow. Era algo muy cómodo, comparado con O'Hare y sus larguísimas y brillantes explanadas, sus decenas de cintas transportadoras con maletas y sus kilómetros cuadrados de aparcamientos que cobraban veinte dólares diarios. Cincuenta minutos después, Todd detuvo el coche delante de la puerta de su casa. Shona corrió junto al vehículo, dando saltos de alegría y meneando el rabo. Estar de nuevo en casa era una maravilla.
Mary salió por la puerta principal y le dio un fuerte abrazo. Los dos empezaron a hablar mientras él deshacía las maletas.
★★★
El colapso no llegó sin previo aviso. A comienzos del nuevo siglo, el gasto federal estaba fuera de control y los problemas generados por la deuda y el déficit eran imposibles de superar. En 2008, con el mercado de crédito global en caída libre, las estampidas bancarias y la necesidad de rescates por parte del Estado eran cada vez más frecuentes. Los rescates, de forma conjunta, se habían convertido en una hemorragia inmensa e imparable de pérdidas. Las cifras de deuda y déficit alcanzaban valores muy preocupantes, pero la situación era demasiado agónica como para enfrentarse a los hechos, así que las autoridades prefirieron hacer caso omiso. La Oficina Presupuestaria del Congreso emitió un informe enormemente preocupante. El informe decía que para pagar tan solo los intereses anuales de la deuda nacional, haría falta el cien por cien de los ingresos fiscales de las personas físicas, la totalidad del impuesto de sociedades y del de aduanas, y el cuarenta y uno por ciento de los pagos a la Seguridad Social. Justo antes de que se produjese el colapso, los intereses generados por la deuda nacional consumían el noventa y seis por ciento de los ingresos del Estado.
La deuda aumentaba nueve mil millones de dólares cada día, es decir, quince mil dólares por segundo. El dato oficial de la deuda nacional era de más de seis trillones de dólares. La deuda no registrada oficialmente, que incluía obligaciones fuera del año fiscal en curso tales como programas de ayuda social, bonos a largo plazo y pensiones militares, alcanzaba los cincuenta y tres trillones de dólares. La deuda oficial del país se había hinchado hasta alcanzar el ciento veinte por ciento del producto interior bruto y aumentaba un dieciocho por ciento cada año. El gobierno federal pedía prestado el ciento noventa y tres por ciento de lo que ingresaba anualmente. El presidente se acercaba al final de su mandato. El estancamiento de la economía, los altos tipos de interés y la tremenda inflación lo tenían muy preocupado. En público, alardeaba de haber «derrotado al déficit»; en privado, admitía que los datos favorables se debían a que se habían sacado grandes partes del déficit federal «fuera del presupuesto». Más allá del humo de las cuentas y de los juegos de espejos, el déficit real estaba aumentando. El gasto del gobierno en su conjunto era equivalente al cuarenta y cinco por ciento del producto interior bruto. En julio, el presidente de la Reserva Federal, que acababa de tomar posesión de su cargo, mantuvo una reunión privada con el presidente de Estados Unidos. En ella, el primero señaló que aunque el Congreso pudiese equilibrar los presupuestos, la deuda nacional seguiría aumentando inexorablemente debido al pago de los intereses.
El presidente de Estados Unidos no permitía que nimiedades como informes contables y estadísticas se interpusieran en su camino. La economía iba viento en popa. El mercado de valores marcaba máximos históricos, y eso seguía siendo un gran negocio para su administración. En vez de reducir el gasto, el gobierno lanzó un desmesurado paquete de medidas de estímulo a los bancos, rescate a las empresas, respaldo de las hipotecas y una extravagante tanda de programas de «construcción de infraestructuras» tanto en barrios deprimidos dentro del país, como en Iraq y en Afganistán.
En Europa, los responsables bancarios empezaron a expresar de viva voz sus dudas acerca de que el gobierno de Estados Unidos pudiese seguir haciendo efectivo el pago de los intereses de la creciente deuda. A mediados de agosto, en el curso de una conversación privada, el presidente del Bundesbank alemán hizo un comentario a un periodista de la revista
The Economist.
En cuestión de horas, sus palabras se esparcieron por todo el mundo a través de internet: «El impago de la deuda de las administraciones estadounidenses parece inminente». La temida palabra había sido pronunciada. La elección del término «inminente» junto a «impago» provocó que al día siguiente el valor del dólar se desplomara en los mercados internacionales de cambio de divisas. La venta de letras del Tesoro cayó también estrepitosamente. Todos los bancos centrales extranjeros y las autoridades monetarias internacionales, empezando por las japonesas, comenzaron a deshacerse de los trillones de dólares que tenían en activos del Tesoro estadounidense. Nadie quería ya las poco fiables letras y bonos del Tesoro norteamericano. En cuestión de días, los productos a largo plazo del Tesoro de Estados Unidos se vendían a veinte centavos el dólar.
Enseguida, los inversores extranjeros comenzaron a liquidar sus activos: stocks, bonos, letras... prácticamente cualquier cosa que se contabilizara en dólares americanos. Tras algunos tibios intentos de sostener el dólar, la Reserva Federal decidió hacer una jugada de estrategia. Comenzó a monetizar grandes cantidades de deuda. La reserva poseía ya ochocientos mil millones de dólares en deuda del Tesoro, que eran considerados un «activo» con el propósito de facilitar la circulación de dinero. En tan solo unos días, la participación de la Reserva Federal en la deuda del Tesoro se había multiplicado por dos. Las prensas trabajaban día y noche acuñando más moneda. El índice oficial de inflación aumentó al dieciséis por ciento en la tercera semana de agosto. Para desesperación de la Reserva Federal, la economía no daba la menor muestra de recuperación. El balance de las cifras comerciales no dejaba de empeorar. Los principales indicadores económicos fueron ralentizándose hasta llegar a la parálisis total.
Los legisladores en Washington trataron de reaccionar a la crisis intentando recortar drásticamente, cuando ya era demasiado tarde, el gasto federal, pero rápidamente se percataron de que les era imposible actuar sobre buena parte del mismo. La mayoría del presupuesto consistía en pagos de intereses y diversos programas sociales. Las leyes aprobadas anteriormente habían blindado estos pagos. Muchos de estos programas tenían sistemas automáticos de ajuste según la inflación, de forma que el presupuesto federal continuó aumentando, debido básicamente a la carga de los intereses sobre la deuda federal. Los pagos de los intereses crecieron enormemente al tiempo que los tipos de interés se disparaban. Para atraer a los inversores y hacer que compraran bonos del Tesoro a seis meses, hizo falta aumentar los tipos hasta el ochenta y cinco por ciento. El Departamento del Tesoro dejó de hacer subastas a largo plazo a finales de agosto. Con la inflación completamente desbocada, nadie quería prestarle dinero a largo plazo al Tío Sam. Los nerviosos inversores estadounidenses empezaron a perder la confianza en el gobierno, en el mercado de valores e incluso en el mismo dólar. En septiembre, la actividad industrial y la construcción de viviendas nuevas cayeron a niveles que resultaba muy difícil medir. Las empresas, tanto las grandes como las pequeñas, comenzaron a efectuar despidos masivos. La tasa de desempleo subió del doce al veinte por ciento en menos de un mes.
El catalizador que dio lugar al sentimiento de pánico fue la crisis bursátil que comenzó a principios de octubre. El mercado de valores había cotizado al alza durante más años de lo previsto, desafiando así a la tradicional estructura cíclica de los negocios. No había casi nadie que no pensara que esa subida no iba a cesar jamás. Cada mes, entre quince mil y veinte mil millones de los fondos de inversión mobiliaria habían pasado al mercado de valores. Los fondos se habían hecho tan populares que había más fondos de inversión registrados que valores individuales. En el año 2009, en el país había doscientos cuarenta mil agentes de bolsa. Todo era como un
déjà vu
de los años veinte. Justo antes de que se produjese el colapso, el índice industrial Dow Jones mostraba que se estaban vendiendo dividendos a sesenta y cinco veces su precio, tal y como había sucedido antes de la explosión de la burbuja de los valores tecnológicos en el año 2000. El mercado, llevado por una avaricia sin precedentes, alcanzaba cotas completamente irreales.
Poco antes del derrumbe del dólar, sin embargo, el miedo comenzó a dominar el mercado de valores. A diferencia de crisis anteriores, esta vez los mercados de Estados Unidos iban cayendo gradualmente. Esto sucedió como consecuencia de los cortocircuitos reguladores sobre el comercio que se habían adoptado tras la caída de Wall Street en 1987. En vez de caer de forma precipitada en tan solo un día, tal y como pasó en 1987, en esta ocasión el mercado tardó diecinueve días en perder siete mil setecientos cincuenta puntos. En comparación, la burbuja tecnológica del año 2000 resultaba insignificante. Nadie se lo podía creer. Ninguno de los expertos pensaba que el mercado pudiese caer hasta ese extremo, pero así fue. Tan solo unos cuantos analistas disidentes lo predijeron. Finalmente, el gobierno suspendió todo el comercio, ya que prácticamente no había compradores para todos los productos que había a la venta.
Como todas las Bolsas del mundo estaban íntimamente ligadas las unas a las otras, todas se derrumbaron a la vez. Los mercados de Londres y Tokio se vieron más afectados que el mercado de valores de Estados Unidos. A los cinco días de que comenzara la caída, el mercado londinense cerró sus puertas. El de Tokio, cuya volatilidad era aún mayor, cerró tras registrar tres días seguidos de bajadas históricas. Al final de la segunda semana del derrumbe del mercado de valores, comenzaron las retiradas masivas de depósitos en los bancos estadounidenses. La silenciosa retirada de depósitos y de inversiones en dólares desde el exterior había comenzado un mes antes. Ese fue el tiempo que necesitó el PIB (el pueblo inútil y burro) de Estados Unidos para darse cuenta de que la fiesta había terminado.
Los únicos inversores que obtuvieron beneficios durante la quiebra financiera fueron los que invirtieron en metales preciosos. El precio del oro aumentó hasta alcanzar los ciento ochenta y dos dólares el gramo, seguido de cerca por el resto de los demás metales. Pero incluso para estos inversores las ganancias consistieron solo en beneficios ficticios. Los que fueron lo suficientemente estúpidos como para vender el oro y cambiarlo por dólares, lo perdieron todo poco después, ya que el valor de la moneda estadounidense cayó estrepitosamente unas pocas semanas más tarde.