En realidad, él tenía pensado dormir unas cuantas horas. Pero podría hacer eso después. Ordenó el correo en tres montones y metió uno en el reciclador. Se dispuso a llamarla pero luego colgó el teléfono sin marcar. Se vistió para el fresco de la noche y bajó en busca de su bicicleta.
El campus estaba vacío, hermoso, con ciclamoros y azaleas en flor bajo el duro cielo azul de Texas. Pedaleó despacio, relajándose en la vida real, o en una cómoda ilusión. Cuanto más tiempo pasaba conectado más difícil le resultaba aceptar como real esta pacífica y monocular visión de la vida. Prefería ser la bestia con veinte brazos, el dios con diez corazones.
Al menos ya no menstruaba.
Entró en su casa gracias a la huella del pulgar. Amelia estaba levantada, en la ducha, pese a ser las nueve de la mañana de un domingo. Decidió no sorprenderla allí. Las duchas eran sitios peligrosos: había resbalado en una mientras experimentaba con una amiga adolescente algo torpe. Acabó con un corte en la barbilla, magulladuras, y con una actitud decididamente poco erótica hacia las duchas (y hacia la chica, por cierto).
Así que se sentó en la cama a leer en silencio el periódico, y esperó a que el agua cesara de correr. Ella cantaba trocitos de canciones, feliz, y cambiaba la ducha de un fino chorro a un masaje intenso una y otra vez. Julián se la imaginaba allí dentro y a punto estuvo de cambiar de opinión. Pero se quedó en la cama, completamente vestido, fingiendo leer.
Ella salió secándose con la toalla y se sorprendió un poco al ver a Julián; luego se recuperó.
—¡Auxilio! ¡Hay un desconocido en mi cama!
—Creía que te gustaban los desconocidos.
—Sólo uno.
Ella se rió y se tumbó junto a él, cálida y húmeda.
Todos los mecánicos hablamos de sexo. Al conectarte obtienes automáticamente dos cosas que la gente normal busca a través del sexo, y a veces del amor: unión emocional con otro y la penetración, como si dijéramos, de los misterios físicos del sexo opuesto. Conectado, en cuanto le dan a la tecla, estas cosas son automáticas e instantáneas. Cuando te desconectas, es un misterio compartido, y hablas de eso tanto como de cualquier otra cosa.
Amelia es la única civil con la que he hablado del tema en profundidad. Siente una intensa curiosidad al respecto, y aprovecharía la oportunidad si fuera posible. Pero perdería su posición, y tal vez mucho más.
Un ocho o un nueve por ciento de las personas que pasan por la instalación mueren en la mesa de operaciones o, peor, salen de ella con el cerebro hecho pulpa. Incluso aquellos de nosotros que salen conectados con éxito se enfrentan a un incremento en la frecuencia de incidentes cerebrovasculares, incluidos los colapsos fatales. En el caso de los mecánicos que manejan los soldaditos, el aumento se multiplica por diez.
Así que Amelia podría conectarse (tiene el dinero y podría ir a Ciudad de México o Guadalajara a que se lo hicieran en una de las clínicas de por allí), pero perdería automáticamente su posición: antigüedad, jubilación, todo. La mayoría de los contratos tiene una cláusula de «conexión»; todos los académicos la tienen. La gente como yo está exenta porque no lo hicimos voluntariamente, y va contra la ley discriminar a los miembros del Servicio Nacional. Amelia es demasiado vieja para que la recluten.
Cuando hacemos el amor a veces noto que acaricia el frío disco de metal situado en la base de mi cráneo, como si intentara entrar en él. No creo que sea consciente de que lo hace.
Amelia y yo nos relacionamos desde hace muchos años. Incluso cuando era mi tutora de posgraduado ya salíamos juntos. Pero la relación no pasó a ser física hasta después de la muerte de Carolyn.
Carolyn y yo fuimos conectados al mismo tiempo; nos unimos al pelotón el mismo día. Fue una conexión emocional instantánea, a pesar de que no teníamos casi nada en común. Los dos éramos negros del Sur (Amelia es una irlandesa blanca de Boston), y licenciados. Pero ella no era ninguna intelectual: iba a especializarse en Visión Creativa. Yo nunca veía el cubo y ella no habría reconocido una ecuación diferencial aunque le hubiera mordido el culo. Así que no teníamos ninguna relación a ese nivel, pero eso no era importante.
Nos habíamos sentido atraídos físicamente durante el entrenamiento (las pruebas que pasas antes de que te metan en un soldadito), y habíamos conseguido hurtar unos minutos de intimidad, tres veces, para gozar de sexo rápido, desesperadamente apasionado. Incluso para la gente normal, eso habría sido un principio intenso. Pero cuando nos conectaron sucedió algo que superó con mucho todo cuanto habíamos experimentado: era como si la vida fuera un rompecabezas, muy sencillo, de piezas muy grandes, y de repente hubiéramos colocado una pieza que nadie más sabía ver.
Pero no podíamos colocarla juntos cuando no estábamos conectados. Teníamos un montón de sexo, un montón de charlas, íbamos a consejeros y consultores… pero era como si fuéramos una cosa en la jaula y otra muy distinta, o más bien otras dos, fuera.
Hablé del tema con Amelia en su momento, no sólo porque éramos amigos, sino porque estábamos en el mismo proyecto y ella notaba que mi trabajo empezaba a resentirse. No me la podía quitar de la mente, en un sentido muy literal.
Nunca lo resolvimos. Carolyn murió de repente cuando no hacíamos nada particularmente angustioso; esperábamos simplemente a que nos recogieran después de una misión sin incidentes. Yo tuve que ser hospitalizado durante una semana; en cierto modo, fue incluso peor que perder a alguien a quien amas. Fue como eso más perder un miembro, perder parte de tu cerebro.
Amelia me sostuvo la mano esa semana, y muy pronto nos estuvimos abrazando.
Normalmente no me quedo dormido justo después de hacer el amor, pero esta vez lo hice, después del fin de semana de desenfreno y las horas sin dormir en el avión. Se podría pensar que una persona que se pasa un tercio de su vida como parte de una máquina se sentiría cómoda viajando dentro de otra, pero no. Tengo que estar despierto para mantener la maldita cosa en el aire.
El olor a cebollas me despertó. La cena, el almuerzo, lo que fuera. Amelia tiene muy buena mano con las patatas; su sangre irlandesa, supongo. Freía ajos y cebollas en una sartén. No es mi forma favorita de despertarme, pero para ella era el almuerzo. Me dijo que se había despertado a las tres para revisar una secuencia de deterioro que resultó no ser nada. Así que su recompensa por trabajar en domingo fue una ducha, un amante medio despierto y patatas fritas.
Localicé la camisa pero no pude encontrar los pantalones, así que me puse unade sus batas, no demasiado bonita. Éramos de la misma talla.
Encontré mi cepillo de dientes azul en su cuarto de baño y usé su extraña pasta con sabor a clavo. Decidí no ducharme porque mi estómago protestaba. No era ambrosía, pero tampoco veneno.
—Buenos días, ojos brillantes. —No era extraño que no encontrara los pantalones. Los llevaba ella.
—¿Te has vuelto loca del todo? —dije.
—Sólo es un experimento. —Ella se acercó y me agarró por los hombros—. Tienes un aspecto magnífico, estás estupendo.
—¿Qué clase de experimento? ¿Decidir qué debo ponerme?
—Decidir si debes hacerlo. —Se quitó mis vaqueros, me los tendió y se ocupó de las patatas vestida sólo con una camiseta—. Lo digo en serio, de verdad. Tu generación es demasiado mojigata.
—¿Ah, sí? —Me quité la bata y me situé tras ella—. Vamos. Te enseñaré mojigatería.
—Eso no cuenta. —Ella se giró un poco y me besó—. El experimento iba de ropa, no de sexo. Siéntate antes de que uno de los dos se queme.
Me senté a la mesa y contemplé su espalda. Ella revolvía lentamente la comida.
—La verdad es que no estoy segura de por qué lo he hecho. Por impulso. No podía dormir pero no quería despertarte rebuscando en el armario. He pisado tus vaqueros al levantarme de la cama y me los he puesto.
—No me des explicaciones. Quiero que sea un misterio de perversión.
—Si quieres café, ya sabes dónde está. —Había preparado una tetera. A punto estuve de probar una taza. Pero para evitar que la mañana estuviera demasiado llena de misterio, me decidí por el café.
—¿Así que Macro va a divorciarse?
El doctor Mac Román era el decano de investigación y el jefe titular de nuestro proyecto, aunque no se ocupaba del trabajo diario.
—Es alto secreto. No se lo ha dicho a nadie. Me lo dijo mi amigo Nel.
Nel Nye era un colega que trabajaba para el Ayuntamiento.
—Eran una pareja tan encantadora… —Ella soltó un «ja» mientras apuñalaba las patatas con la espátula—. ¿Ha sido por otra mujer, un hombre, un robot?
—No pone nada en el impreso. Pero se separan esta semana, y tengo que reunirme con él mañana antes de que vayamos a Administración. Estará todavía más distraído que de costumbre. —Repartió las patatas en dos platos y los acercó—. ¿Así que saliste a volcar camiones?
—En realidad estuve tendido en una jaula, retorciéndome. —Ella agitó una mano, ignorando el comentario—. No hubo mucho que hacer. No había conductores ni pasajeros; dos saps.
—¿Sapiens?
—Unidades de Defensa Sapientes, sí, pero eso es poner un umbral muy bajo a la inteligencia. Sólo son cañones sobre vías con rutinas de IA que les dan cierto grado de autonomía. Bastante eficaces contra tropas de tierra y artillería convencional y apoyo aéreo. No sé qué estaban haciendo en nuestra AO.
—¿Eso es un tipo de sangre? —dijo ella por encima de su taza de té.
—Lo siento. Me refería a un Área de Operaciones. Quiero decir que un aviador podría haberlos borrado del mapa con una sola pasada.
—¿Entonces por qué no utilizaron un aviador? Mejor que arriesgarse a dañar vuestras carísimas carcasas blindadas.
—Oh, dijeron que querían revisar el cargamento, que por cierto era una porquería. Lo único que transportaban, además de comida y municiones, eran algunas baterías solares y tableros de remplazo para marcos de tierra. Así que sabemos que usan Mitsubishi. Pero si compran algo a una firma de Rimcorp recibimos automáticamente copia de los envíos. Así que estoy seguro de que no fue una gran sorpresa.
—Entonces ¿por qué os enviaron?
—Nadie lo dijo oficialmente, pero tengo la impresión de que estaban probando a Sam, a Samantha.
—¿Ella es la que… su amiga…?
—Fue golpeada y violada, sí. No lo hizo demasiado bien.
—¿Quién podría?
—No lo sé. Sam es bastante dura. Pero ni siquiera prestó la mitad de su atención a lo que hacía.
—¿Eso la perjudicará? Pueden darle una baja psiquiátrica.
—No les gusta darlas, a menos que haya daños cerebrales reales. O bien «encuentran» eso o le aplican el Artículo 12. —Me levanté a buscar ketchup para mis patatas—. Puede que eso no sea tan malo como apuntan los rumores. Nadie de mi compañía lo ha vivido.
—Creía que había una investigación del Congreso sobre eso. Alguien cuyos padres eran importantes murió.
—Sí, se habló de eso. No sé si las cosas llegaron a más. El Artículo 12 tiene que ser una pared que no se puede escalar. De lo contrario, la mitad de los mecánicos del Ejército intentarían provocar una baja psiquiátrica.
—No quieren ponérselo tan fácil.
—Eso pensaba yo. Ahora creo que se trata en parte de mantener un cierto equilibrio. Si pones fácil el Artículo 12, perderías a todos los que sienten escrúpulos al matar. Los soldaditos serían un cuerpo de asesinos locos.
—Bonita imagen.
—Tendrías que ver cómo es por dentro. Ya te he hablado de Scoville.
—Unas cuantas veces.
—Imagínatelo multiplicado por veinte mil.
La gente como Scoville está completamente disociada de la muerte, sobre todo con los soldaditos. También la hay en los ejércitos regulares: individuos para quienes los soldados enemigos no son humanos, sólo piezas de un juego. Son ideales para algunas misiones y desastrosos para otras.
Tuve que admitir que las patatas estaban muy buenas. Llevaba un par de días alimentándome de comida de bares, queso y carne frita, con cortezas de maíz a modo de verduras.
—Oh… esta vez no has salido en el cubo. —Ella hacía que su cubo monitorizara los canales de guerra y conservara todas las secuencias en las que aparecía mi unidad—. Así que estaba muy segura de que esta vez había sido algo seguro y aburrido.
—¿Entonces buscamos algo excitante que hacer?
—Ve tú a buscar. —Recogió los platos y los llevó al fregadero—. Yo tengo que volver al laboratorio durante medio día.
—¿Hay algo en lo que pueda ayudarte?
—No es nada de importancia. Sólo formatear algunos datos para una puesta al día del proyecto Júpiter. —Metió los platos en el lavavajillas—. ¿Por qué no duermes ahora y ya haremos algo esta noche?
Eso me pareció bien. Desconecté el teléfono, por si alguien quería molestarme un domingo por la mañana, y regresé a su arrugada cama.
El proyecto Júpiter era el acelerador de partículas más grande jamás construido, con diferencia. Los aceleradores de partículas cuestan dinero (cuanto más rápida la partícula, más cuestan) y la historia de la física de partículas es en parte la de la importancia que han tenido las partículas rápidas para diversos gobiernos patrocinadores.
Naturalmente, toda la idea del dinero había cambiado con las nanofraguas. Y eso cambió la búsqueda de la «Gran Ciencia».
El proyecto Júpiter era el resultado de varios años de discusiones y apelaciones tras los cuales la Alianza subvencionó un vuelo a Júpiter. La sonda de Júpiter lanzó una nanofragua programada en su densa atmósfera, y depositó otra en la superficie de Io. Las dos máquinas trabajaban en colaboración: la de Júpiter absorbía deuteno para hacer fusión en caliente y lanzaba la energía a la de Io, que fabricaba los elementos para un acelerador de partículas que rodearía el planeta en la órbita de Io y concentraría energía del gigantesco campo magnético de Júpiter.
Antes del proyecto Júpiter, el mayor «supercolisionador» fue el Anillo Johnson que daba vueltas a varios cientos de kilómetros por debajo del desierto de Texas. Éste sería diez mil veces más largo y cien mil veces más poderoso.
La nanofragua construía otras nanofraguas, pero éstas sólo podían ser utilizadas para crear los elementos del acelerador de partículas en órbita. Así que la cosa crecía a ritmo exponencial. Las ocupadas máquinas masticaban la superficie arrasada de Io y la escupían al espacio, formando un anillo de elementos uniformes.