Nos habíamos refugiado en un colegio arrasado de una aldea abandonada. Me había tocado el segundo turno de sueño, así que pasé las dos primeras horas sentado ante una ventana rota, oliendo la jungla y las cenizas, paciente en medio de la perpetua oscuridad. Desde mi punto de vista, por supuesto, la oscuridad era relativa y cambiante. La luz de las estrellas inundaba la escena como si fuera una monocromática claridad diurna, y cada diez segundos pasaba un momento a infrarroja. La luz infrarroja me ayudaba a seguir a un gran gato negro que nos acechaba, paseando entre los retorcidos restos del patio de recreo. Era un ocelote o algo así, consciente de que había movimiento dentro de la escuela y en busca de comida. Cuando se plantó a unos diez metros se quedó inmóvil durante un buen rato, incapaz de oler nada, o tal vez oliendo el lubricante de las máquinas, y luego desapareció como una exhalación.
No sucedió nada más. Después de dos horas, los del primer turno despertaron.
Les dimos un par de minutos para recoger sus cosas y luego transmitimos el informe de situación: negativo. Me quedé dormido e instantáneamente me desperté con una llamarada de dolor. Mis sensores no captaban más que luz cegadora, un rugido de ruido blanco, calor abrasador… ¡y completo aislamiento! Todo mi pelotón estaba desconectado o destruido.
Sabía que no era real; sabía que estaba a salvo en una jaula en Portobello. Pero seguía doliéndome como una quemadura de tercer grado sobre cada centímetro cuadrado de carne desnuda, los ojos calcinados en sus cuencas, una agonizante inhalación de plomo derretido, enema de lo mismo: sobrecarga de realimentación completa.
Me pareció que duraba muchísimo, tanto que creí llegado realmente el fin: el enemigo había atacado Portobello o lo había bombardeado con nucleares, y yo me estaba muriendo de verdad, no mi máquina. De hecho, nos desconectaron después de 3.03 segundos. Habría sido más rápido, pero el mecánico del pelotón Delta que era nuestro enlace horizontal (nuestro enlace con la comandante de la compañía si yo moría) se desorientó por la súbita intensidad del hecho, incluso vivido de segunda mano.
Posteriores análisis por satélite mostraron dos aviones catapultados desde cinco kilómetros de distancia. Iban camuflados y, al carecer de propulsor, no dejaron ningún rastro calorífico. Un piloto saltó justo antes de que el avión golpeara el colegio. El otro avión iba guiado por control remoto o bien su piloto murió con él, kamikaze o fallo del eyector.
Ambos aviones estaban llenos de incendiarias. Aproximadamente una centésima de segundo después de que Candi percibiera que algo iba mal, todos nuestros soldaditos trataban de lidiar con un diluvio de metal fundido.
Saben que tenemos que dormir, y saben que lo hacemos. Así que preparan trampas como ésta: una catapulta camuflada, centrada sobre un edificio que utilizaremos tarde o temprano, su tripulación de dos pilotos a la espera durante meses o años.
No podían haber colocado bombas en el edificio, porque habríamos detectado esa cantidad de incendiarias o de cualquier otro explosivo.
En Portobello, tres de nosotros tuvimos problemas cardíacos; Ralph murió. Usaron pinzas de cojines de aire para trasladarnos al hospital, pero te dolía si te movías, te dolía respirar.
El tratamiento físico no podía alcanzar el lugar donde estaba el dolor, el dolor fantasmagórico que era el recuerdo por parte del sistema nervioso de una muerte violenta. El dolor imaginario tenía que ser combatido mediante la imaginación.
Me conectaron a una fantasía de una isla caribeña: cálidas aguas donde nadar con hermosas mujeres negras; montones de bebidas virtuales de fruta y ron; luego sexo virtual, sueño virtual.
Cuando desperté aún dolorido, probaron el escenario opuesto: una estación de esquí, aire seco y frío. Pendientes rápidas, mujeres rápidas, la misma secuencia de voluptuosidad virtual.
Luego remar en canoa por un tranquilo lago de montaña. Luego una cama de hospital en Portobello.
El doctor era un tipo bajito, más oscuro que yo.
—¿Está despierto, sargento?
Me palpé la nuca.
—Evidentemente. —Me senté y me agarré al colchón hasta que el mareo remitió—. ¿Cómo están Candi y Karen?
—Se pondrán bien. ¿Recuerda…?
—Ralph murió. Sí. —Recordaba levemente cuando dejaron de trabajar en él, y sacaron a las otras dos de la unidad cardíaca—. ¿A qué día estamos?
—Miércoles. —El turno había empezado el lunes—. ¿Cómo se siente? Puede marcharse cuando quiera.
—¿Baja médica?
El asintió.
—El dolor en la piel ha desaparecido. Todavía me siento raro. Pero hasta ahora nunca había pasado dos días conectado a fantasías.
Apoyé los pies en el frío suelo enlosado y me levanté. Crucé tembloroso la habitación hasta un armario y encontré allí un uniforme y una bolsa con mi ropa de civil.
—Creo que me quedaré por aquí un poco más, para ver cómo está mi pelotón. Luego me iré a casa o donde sea.
—Muy bien. Soy el doctor Tull, de recuperación URIC, por si tiene algún problema.
Me estrechó la mano y se marchó. ¿Hay que saludar a los médicos?
Decidí ponerme el uniforme y me vestí despacio. Permanecí allí sentado un rato, sorbiendo agua helada. Había perdido soldaditos en otras dos ocasiones, pero en ambas fue sólo un retortijón de desorientación y luego la desconexión. Había oído hablar de esas situaciones de realimentación total, y sabía de un caso en que un pelotón entero murió antes de que pudieran desconectarlo. Se suponía que eso no podía volver a pasar. ¿Cómo afectaría a nuestra manera de actuar? Al pelotón de Scoville le había pasado el año anterior. Todos tuvimos que entrenarnos un ciclo con los soldaditos de reemplazo; pero ellos no parecían afectados, sólo impacientes por combatir. Pero lo suyo fue sólo una fracción de segundo, no tres segundos de quemarte vivo.
Bajé a ver a Candi y Karen. Llevaban medio día fuera de la terapia de conexión y estaban pálidas y débiles, pero por lo demás se encontraban bien. Me mostraron un par de marcas rojas entre sus pechos, allí donde las habían conectado de vuelta a la vida.
Todos, menos ellas y Mel, se habían recuperado y marchado a casa. Mientras esperaba a Mel, bajé a Ops y reviví el ataque.
No reviví los tres segundos, por supuesto; sólo el minuto que condujo a ellos. Los que estaban de guardia oyeron un leve «pop»: el piloto enemigo que salía disparado. Luego Candi, por el rabillo del ojo, vio un avión durante una centésima de segundo, mientras rebasaba los árboles que bordeaban el aparcamiento y caía en picado. Ella empezó a girar, para apuntarlo con su láser, y entonces la grabación terminó.
Cuando Mel salió, tomamos un par de cervezas y un plato de tamales en el aeropuerto. Él se marchó a California, y yo regresé al hospital y permanecí allí unas cuantas horas. Soborné a un técnico para que me conectara con Candi y Karen durante cinco minutos (algo que no iba estrictamente contra las reglas; en cierto sentido, seguíamos de servicio). Fue suficiente para que nos aseguráramos mutuamente que nos pondríamos bien, y para compartir la pena por Ralph. Fue duro para Candi. Capté parte del miedo y el dolor que sentían por sus corazones. A nadie le gusta la posibilidad de un reemplazo, tener una máquina en el centro de tu vida. Ahora eran candidatas probables.
Cuando desconectamos, Candi me agarró la mano con fuerza, en realidad sólo el índice, y me miró.
—Escondes tus secretos mejor que nadie —susurró.
—No quiero hablar de eso.
—Lo sé.
—¿Hablar de qué? —preguntó Karen.
Candi sacudió la cabeza.
—Gracias —dije, y ella me soltó el dedo.
Salí de la habitacioncita.
—Sé… —dijo Candi, y no completó la frase. Tal vez aquello era toda la frase.
Había visto hasta qué punto yo no quería despertar.
Llamé a Amelia desde el aeropuerto y le dije que estaría en casa al cabo de unas horas, y que se lo explicaría más tarde. Llegaría pasada la medianoche, pero ella insistió en que fuera directamente a su casa. Fue un alivio. En nuestra relación no había ninguna restricción, pero yo siempre tenía la esperanza de que durmiera sola, esperando, los diez días que pasaba fuera. Naturalmente, ella sabía que algo iba terriblemente mal. Cuando bajé del avión, estaba allí, y tenía un taxi esperando fuera.
La programación de la máquina estaba atascada en una pauta de hora punta, así que tardamos veinte minutos en llegar a casa, por carreteras de superficie que sólo había visto yendo en bicicleta. Pude contarle a Amelia lo esencial de la historia mientras recorríamos el laberinto que evitaba el inexistente tráfico. Cuando llegamos al campus el guardia miró mi uniforme y nos dejó pasar, maravilla de maravillas.
Dejé que Amelia me convenciera y me recalentó algo de comida. Yo no tenía hambre, pero sabía que a ella le gustaba darme de comer.
—Me resulta difícil imaginarlo —dijo, buscando cuencos y palillos mientras la comida se calentaba—. Por supuesto que sí. Hablaba por hablar. —Se colocó detrás de mí y me hizo un masaje en el cuello—. Dime que vas a ponerte bien.
—Estoy bien.
—¡Oh, mierda! —Hundió los dedos—. Estás rígido como una tabla. No te has recuperado del todo de… lo que quiera que fuese.
Ella había servido sake. Me serví una segunda taza.
—Tal vez. Yo… me dejaron volver y conectar con Candi y Karen en la unidad de recuperación cardíaca. Candi está bastante mal.
—¿Teme que le saquen el corazón?
—Eso es más bien problema de Karen. Candi le da vueltas y más vueltas a lo de Ralph. No puede aceptar su pérdida.
Ella extendió una mano y se sirvió una segunda taza.
—¿No es consejera? Cuando no va de uniforme.
—Bueno, sí, ¿qué tiene eso que ver? Perdió a su padre cuando tenía doce años, en un accidente; ella estaba en el coche. Eso nunca se entierra muy profundamente. Él está en segundo plano con todos los hombres con los que ella… se relaciona.
—¿Y a quienes ama? ¿Como tú, por ejemplo?
—No es amor. Es automático. Ya hemos hablado de eso.
Ella cruzó la cocina para remover la comida de la olla; luego regresó junto a mí.
—Tal vez deberíamos insistir en ello. Cada seis meses o así.
Estuve a punto de levantarle la voz, pero me contuve. Los dos estábamos cansados y preocupados.
—No es como Carolyn. Tienes que confiar en mí. Candi es más como una hermana…
—Oh, claro.
—No como mi hermana, vale. —No había tenido noticias suyas desde hacía más de un año—. Estoy cerca de ella, somos íntimos, y supongo que podríamos decir que es una especie de amor. Pero no es como tú y yo.
Ella asintió y sirvió la comida en los cuencos.
—Lo siento. Pasaste por un infierno allí y te encuentras con otro infierno aquí.
—Infierno y riña. —Cogí el cuenco—. ¿El período?
Ella soltó su cuenco con cierta fuerza.
—Esa es otra. Comparten el período. Eso es más que «íntimo». Es decididamente extraño.
—Bueno, alégrate. Tú has tenido un par de años de paz.
Las mujeres de un pelotón sincronizan el período con bastante rapidez, y los hombres, por supuesto, lo notan. Es un problema del ciclo de rotación de treinta días: la primera mitad del año volvía a casa cada mes con calambres premenstruales, prueba de que el cerebro es más poderoso que las glándulas.
—¿Cómo era Ralph? Nunca me hablaste mucho de él.
—Era sólo su tercer ciclo —contesté—. Todavía un neo. Nunca vio ningún combate real.
—Ése fue suficientemente real para matarlo.
—Sí. Era un tipo nervioso, tal vez hipersensible. Hace dos meses, cuando estábamos conectados en paralelo, al pelotón de Scoville le fue peor que de costumbre, y él estuvo dando botes durante días. Todos tuvimos que pegarnos a él para que fuera poniendo un pie delante de otro. Candi estuvo mejor que nadie, por supuesto.
Ella jugueteó con la comida.
—Así que no sabías cosas íntimas sobre él.
—Las íntimas sí, pero no lo conocía tan profundamente como a los demás. Se orinó en la cama hasta la pubertad. Tenía una terrible sensación de culpa infantil por haber matado a una tortuga. Se gastaba todo el dinero en conesexo con las jills que frecuentan Portobello. Nunca tuvo sexo real hasta que se casó, y no permaneció casado mucho tiempo. Antes de conectarse solía masturbarse compulsivamente con cintas de sexo oral. ¿Es eso íntimo?
—¿Cuál era su comida favorita?
—Pasteles de cangrejo. Como se los hacía su madre.
—¿Libro favorito?
—No leía mucho, no por placer. En el colegio le gustaba
La isla del tesoro
. Escribió un trabajo sobre Jim en undécimo grado y lo recicló en la facultad.
—¿Era agradable?
—Bastante. Nunca tuvimos trato social… quiero decir que nadie lo tenía con él. Salía de la jaula y corría a los bares, con una erección para las jills.
—¿Candi y las otras mujeres no quisieron… ayudarle a salir de eso?
—Dios, no. ¿Por qué?
—Eso es lo que no comprendo. ¿Por qué no? Quiero decir, todas las mujeres sabían que se iba con esas jills.
—Eso es lo que quería. No creo que fuera infeliz en ese punto. —Retiré el cuenco y me serví más sake—. Además, es una invasión de intimidad a escala cósmica: cuando Carolyn y yo estábamos juntos, cada vez que volvíamos al pelotón teníamos a ocho personas que sabían todo lo que habíamos hecho, por partida doble, en cuanto nos conectábamos. Sabían lo que Carolyn sentía con lo que yo le hacía, y viceversa, y todos los estados de realimentación que genera ese tipo de conocimiento. No se empieza algo así sin más.
Ella insistió.
—Sigo sin ver por qué no. Estáis acostumbrados a que todo el mundo lo sepa todo. ¡Os conocéis mutuamente por dentro, por el amor de Dios! Un poco de sexo amistoso no podía ser tan terrible.
Yo sabía que mi furia era irracional, que no procedía realmente de sus preguntas.
—Bueno, ¿qué te parecería que todo el grupo del viernes por la noche se metiera en la cama con nosotros? ¿Y sintiera todo lo que tú sientes?
Ella sonrió.
—No me importaría. ¿Es eso una diferencia entre hombres y mujeres o entre tú y yo?
—Creo que es una diferencia entre tú y la gente cuerda. —Mi sonrisa tal vez no fuera totalmente convincente—. No son las sensaciones físicas. Los detalles varían, pero los hombres sienten como los hombres y las mujeres como las mujeres. Compartir eso no es gran cosa después de la novedad inicial. Lo que es personal es cómo siente el resto de ti. Y embarazoso.