—¿Qué hay tan condenadamente importante en todo este asunto?
—Conecte y averígüelo. —No lo miré—. Quince segundos.
—Lo hará, ¿sabe? —dijo Méndez—. He conectado con él. Su muerte sería culpa suya.
Jefferson sacudió la cabeza y se acercó a la mesa.
—No estoy seguro de eso. Pero parece que me tienen atrapado. —Se sentó y se conectó.
Apagué el cuchillo. Creo que, por mi parte, era un farol.
Ver a gente que está conectada es casi tan interesante como ver a gente dormir. No había nada que leer en la habitación, pero sí un portátil y una estilo, así que le escribí una carta a Amelia, recalcando lo que había pasado. Al cabo de unos diez minutos, ellos empezaron a asentir regularmente, así que terminé la carta, la codifiqué y la envié.
Jefferson se desconectó y enterró el rostro en sus manos. Méndez desconectó y lo miró.
—Es mucho para asimilarlo de una vez —dijo—. Pero realmente no sabía dónde parar.
—Hiciste bien —dijo Jefferson, agotado—. Tenía que saberlo todo. —Se echó hacia atrás y resopló—. Ahora tengo que conectar con los Veinte, claro.
—¿Está de nuestro lado? —pregunté.
—Lados. No creo que tengáis ni la más leve posibilidad. Pero sí, quiero tomar parte en ello.
—Está más comprometido que tú —dijo Méndez.
—¿Comprometido pero no convencido?
—Julián —dijo Jefferson—, con el debido respeto a tus años como mecánico y todo el sufrimiento que has experimentado por lo que has visto, por haber matado a ese muchacho… es posible que yo sepa más sobre la guerra y sus males que tú. Conocimiento de segunda mano, lo admito. —Se secó el sudor de la frente con el dorso de la mano—. Pero los catorce años que he pasado tratando de volver a unir las vidas de los soldados me convierten en un recluta bastante bueno para este ejército.
No me sorprendí. Un paciente no recibe demasiada realimentación no protegida de su terapeuta (es como un conector unidireccional con unos cuantos pensamientos y sentimientos controlados que se filtran), pero sabía cuánto odiaba las muertes, lo que éstas hacían a los asesinos.
Amelia desconectó la máquina y estaba guardando papeles, preparada para marcharse a casa, a darse un largo baño y dormir una siesta, cuando un hombre bajito y calvo llamó a la puerta de su despacho.
—¿Profesora Harding?
—¿Qué puedo hacer por usted?
—Cooperar. —Le tendió un sobre sin cerrar—. Mi nombre es Harold Ingram, mayor Harold Ingram. Soy abogado del Departamento de Valoración Tecnológica del Ejército.
Ella desplegó tres páginas impresas con mucha claridad.
—¿Le importaría decirme en inglés sencillo de qué va todo esto?
—Oh, es muy simple. Un artículo para el
Astrophysical Journal
en el que usted colaboró contenía material relacionado con la investigación armamentística.
—Espere. Ese artículo nunca fue aprobado por el comité de la revista. Fue rechazado. ¿Cómo se ha enterado su departamento?
—Sinceramente, no lo sé. No conozco los detalles técnicos.
Ella hojeó las páginas.
—¿«Cesar y desistir»? ¿Una orden judicial?
—Sí. En resumen, necesitamos todos sus archivos relacionados con esa investigación, y una declaración de que ha destruido todas las copias, y la promesa de que no continuará con el proyecto hasta que tenga noticias nuestras.
Ella le miró, luego volvió a mirar el documento.
—Esto es una broma, ¿no?
—Le aseguro que no.
—Mayor… no es ningún tipo de arma lo que estamos diseñando. Es una abstracción.
—No sé nada de eso.
—¿Cómo en nombre de Dios cree que puede impedirme que piense en algo?
—Eso no es asunto mío. Sólo necesito los archivos y la declaración.
—¿Se los dio mi colaborador? En realidad no soy más que una contratada. Me llamaron para verificar algo sobre física de partículas.
—Tengo entendido que ya se han encargado de él.
Ella se sentó y colocó las tres páginas sobre la mesa.
—Puede marcharse. Tengo que estudiar esto y consultarlo con mi jefe de departamento.
—Su jefe de departamento está plenamente dispuesto a colaborar.
—No lo creo. ¿El profesor Hayes?
—No. Fue J. MacDonald Román quien firmó…
—¿Macro? Ni siquiera está en la onda.
—Contrata y despide a gente como usted. Está dispuesto a despedirla, si no colabora.
Estaba completamente tranquilo, y no parpadeó. Era su gran frase.
—Tengo que hablar con Hayes. Tengo que ver lo que mi jefe…
—Sería mejor que firmara ambos documentos —dijo el hombre suave, teatralmente—, y yo podría venir mañana por los archivos.
—Mis archivos cubren todo el espectro desde lo sin sentido a lo redundante. ¿Qué tiene mi colaborador que decir al respecto?
—No lo sé. Creo que trató con la rama del Caribe.
—Desapareció en el Caribe. Supongo que no creerá que su departamento lo mató.
—¿Qué?
—Lo siento. El Ejército no mata a nadie. —Se levantó—. Puede quedarse aquí o acompañarme. Voy a copiar estas páginas.
—Sería mejor que no las copiara.
—Sería una locura si no lo hiciera.
Él se quedó en el despacho, probablemente para fisgonear. Amelia dejó atrás la sala de fotocopias y cogió el ascensor hasta la primera planta. Se metió los papeles en el bolso y saltó al primer taxi que esperaba en la calle.
—Al aeropuerto —dijo, y calibró sus escasas posibilidades.
Todos sus viajes al D.C. habían sido a cuenta de Peter, así que tenía créditos de sobra para llegar a Dakota del Norte. ¿Pero quería dejar una pista que condujera directamente a Julián? Lo llamaría desde el teléfono público del aeropuerto.
Pero espera; piensa. No podía subirse al avión y largarse a Dakota. Su nombre contaría en la lista de pasajeros y alguien la estaría esperando cuando bajara.
—Cambio de destino —dijo—. Estación Amtrak.
La voz del taxi verificó el cambio y éste dio un giro de ciento ochenta grados.
Casi nada viajaba largas distancias en tren, a no ser personas con fobia a las alturas o simplemente decididas a complicarse la vida. O gente que quería ir a algún sitio sin dejar pistas. Se compraban los billetes en una máquina, con los mismos créditos de entretenimiento anónimos que servían para los taxis (a los burócratas y los moralistas les había encantado sustituir el sistema por las antiguas tarjetas de plástico, pero los votantes no querían que el gobierno supiera qué estaban haciendo, cuándo y con quién. Los cupones individuales hacían que también fuera más simple el comercio y el ahorro).
Amelia llegó justo a tiempo; corrió hacia el tren de las seis para Dallas, que se puso en marcha en cuanto se sentó.
Conectó la pantalla del asiento que tenía delante y pidió un mapa. Si tocaba dos ciudades, la pantalla mostraría horarios de salidas y llegadas. Preparó una lista; podía ir desde Dallas a Oklahoma City y luego a Kansas, Omaha y Seaside en unas ocho horas.
—¿De quién huyes, encanto? —Una vieja de pelo blanco, corto y de punta, estaba sentada junto a ella—. ¿De un hombre?
—Desde luego. Un auténtico hijo de puta.
Ella asintió e hizo una mueca.
—Será mejor que compres buena comida mientras estás en Dallas. No querrás vivir a base de la mierda que sirven en este vagón.
—Gracias. Lo haré.
La mujer volvió a su culebrón y Amelia hojeó la revista de Amtrak,
¡Vea América!
No había mucho que quisiera ver.
Fingió dormir la media hora hasta Dallas. Luego le dijo adiós a la mujer del pelo de punta y se zambulló en la multitud. Tenía más de una hora por delante antes de tomar el tren a Kansas City, así que compró una muda de ropa (una camiseta de los Cowboys y pantalones anchos de ejercicio) y unos cuantos bocadillos y vino. Luego llamó al número de Dakota del Norte que le había dado Julián.
—¿El comité ha cambiado de opinión? —preguntó él.
—Más interesante aún. —Le contó lo de Harold Ingram y el amenazador papeleo.
—¿Y no hay noticias de Peter?
—No. Pero Ingram sabía que estaba en el Caribe. Por eso decidí que tenía que huir.
—Bueno, el Ejército me ha localizado a mí también. Un segundo. —Dejó la pantalla y regresó—. No; sólo el doctor Jefferson, y nadie sabe que está aquí. Se ha unido a nosotros. —La cámara del teléfono lo siguió mientras se sentaba—. ¿Ese Ingram no me mencionó?
—No; tu nombre no aparece en el artículo.
—Pero es sólo cuestión de tiempo. Aunque no me relacionen con el artículo, saben que vivimos juntos y descubrirán que soy mecánico. Estarán aquí dentro de unas cuantas horas. ¿Tienes que cambiar de tren en algún sitio?
—Sí. —Ella comprobó su hoja—. El último cambio es en Omaha. Se supone que tengo que llegar antes de la medianoche… a las 11.46 horario central.
—Muy bien. Podré estar allí.
—¿Y luego qué?
—No lo sé. Lo consultaré con los Veinte.
—¿Los veinte qué?
—El grupo de Marty. Te lo explicaré más tarde.
Amelia se acercó a la máquina y, tras un momento de vacilación, compró un billete sólo hasta Omaha. No había necesidad de guiarlos hasta más lejos, si la estaban siguiendo.
Otro riesgo calculado: dos de los teléfonos tenían conectores de datos. Esperó a que faltara un par de minutos para la salida del tren y llamó a su propia base de datos. Cargó una copia del artículo del
Astrophysical Journal
en su portátil. Luego dio instrucciones a la base de datos para que enviara copias a todos los que aparecían en la agenda bajo el epígrafe FIS o ASTR. Serían unas cincuenta personas, más de la mitad de ellas implicadas de alguna forma en el proyecto Júpiter. ¿Leería alguien un borrador de veinte páginas principalmente de matemáticas de pseudooperadores, sin ninguna instrucción, fuera de contexto?
Ella misma, comprendió, leería la primera línea y lo arrojaría a la papelera.
Lo que Amelia leyó en el tren era menos técnico, pero enormemente limitado, ya que no podía identificarse para acceder a ningún material registrado. El tren tenía su propia revista en pantalla, e imágenes cortesía de
USA Today
y algunas revistas de viajes que eran sólo anuncios y tonterías. Pasó mucho tiempo contemplando por la ventanilla algunas de las menos atractivas zonas urbanas de América. Las granjas que asomaron al atardecer entre las ciudades eran pacíficas, y se quedó dormida. El asiento la despertó cuando llegaban a Omaha. Pero no era Julián quien la estaba esperando.
Harold Ingram se encontraba en el andén, con aspecto sombrío.
—Es tiempo de guerra, profesora Harding. El gobierno está en todas partes.
—Si ha pinchado un teléfono público sin una orden…
—No es necesario. Hay cámaras ocultas en todas las estaciones de trenes y autobuses. Si el gobierno federal te requiere, las cámaras te buscan.
—No he cometido ningún crimen.
—No lo decía en el sentido en que se busca a un criminal. El gobierno la desea. Y la ha encontrado. Ahora venga conmigo.
Amelia miró en derredor. Correr quedaba descartado, habiendo guardias robot y al menos un policía humano vigilando la zona.
Pero entonces vio a Julián, de uniforme, medio oculto tras una columna. Se llevó un dedo a los labios.
—Iré con usted —dijo Amelia—. Pero es contra mi voluntad, y acabaremos ante un tribunal.
—Eso espero —concedió el mayor, conduciéndola hacia la terminal—. Es mi hábitat natural.
Pasaron ante Julián y ella notó cómo se situaba detrás.
Atravesaron la terminal y se encaminaron hacia el primer taxi de la cola.
—¿A donde vamos?
—Primer vuelo de vuelta a Houston. —Ingram abrió la puerta del taxi y la ayudó a entrar, no demasiado amablemente.
—Mayor Ingram —dijo Julián.
Con un pie dentro del taxi, el mayor se dio la vuelta a medias.
—¿Sargento?
—Su vuelo ha sido cancelado.
Julián sostenía una pequeña pistola negra en la mano. Disparó sin que casi se oyera y, cuando Ingram se desplomó, lo sostuvo y simuló ayudarlo a subir al taxi.
—Al 1.236 de Grand Street —dijo, suministrando al taxi un crédito del portátil de Ingram. Se metió el portátil en el bolsillo y cerró la puerta—. Carreteras de superficie, por favor.
—Me alegro de verte —dijo ella, tratando de parecer neutral—. ¿Conocemos a alguien en Omaha?
—Conocemos a alguien aparcado en Grand Street.
El taxi se abrió paso en zigzag por la ciudad; Julián miraba hacia atrás para comprobar si los seguían. Habría sido evidente debido al escaso tráfico.
Cuando giraron hacia Grand Street, miró hacia delante.
—El Lincoln negro de la siguiente manzana. Aparca en doble fila al lado. Nos bajaremos allí.
—Si me multan por aparcar en doble fila, será usted responsable, mayor Ingram.
—Comprendido.
Se detuvieron junto a una gran limusina negra con matrículas «eclesiásticas» de Dakota del Norte y cristales tintados. Julián salió del taxi y metió a Ingram en el asiento trasero del Lincoln. Parecía un soldado ayudando a un camarada borracho.
Amelia los siguió. En el asiento delantero estaban el conductor, que era un hombre de aspecto duro y pelo gris con alzacuellos, y Marty Larrin.
—¡Marty!
—Al rescate. ¿Es ése el tipo que te dio los papeles?
Amelia asintió. Mientras el coche arrancaba, Marty le tendió la mano a Julián.
—Déjame ver su carnet de identidad.
Julián le entregó una cartera alargada.
—Blaze, éste es el padre Méndez, antiguo miembro de la orden franciscana y de la prisión de máxima seguridad de Raiford. —Echó un vistazo a la cartera mientras hablaba, acercándola a una luz del salpicadero.
—Doctora Harding, supongo. —Méndez tendió una mano en gesto de saludo mientras conducía con la otra, ya que el control del automóvil estaba en modo manual. En la siguiente manzana sonó un trino; Méndez soltó el volante y dijo—: A casa.
—Qué fastidio —se quejó Marty, y encendió la luz del techo—. Comprueba sus bolsillos para ver si lleva una copia de sus órdenes.
Alzó la cabeza y estudió una foto del hombre con un pastor alemán.
—Bonito perro. No hay fotos de familia.
—Ni lleva anillo de casado —dijo Amelia—. ¿Es eso importante?
—Simplifica las cosas. ¿Está conectado?
Amelia palpó su nuca mientras Julián le vaciaba los bolsillos.