Dos de ellos cultivaban café, así que Julián ordenó a su grupo que desarraigara los arbustos y los dejara en su sitio; presumiblemente podrían ser replantados al día siguiente.
La «cosecha» del tercer hombre era la única ferretería del pueblo. Si Julián hubiera preguntado, probablemente le habrían ordenado incendiarla. Así que no preguntó; él y otros tres se limitaron a derribar las puertas y a lanzar toda la mercancía a la calle. Que el pueblo decidiera si respetaba o no las pertenencias del hombre. La mayoría del poblado estaba cansada ya de lidiar con los soldaditos. Habían comprendido el mensaje de que las máquinas no matarían a nadie a menos que las provocaran. Con todo, dos ambiciosos francotiradores aparecieron con láseres y tuvieron que ser abatidos, pero los soldaditos pudieron utilizar dardos tranquilizantes.
Park, el recién incorporado homicida del pelotón, les dio algunos problemas. Se opuso al uso de dardos (cosa que, técnicamente, era una insubordinación en plena acción bélica, una ofensa digna del tribunal militar), y luego, cuando apuntó con el dardo, lo hizo al ojo del francotirador, algo que podría haber resultado fatal. Julián lo advirtió justo a tiempo de enviar un grito mental: «¡Alto el fuego!» Reasignó el francotirador a Claude, que lo abatió con un tranquilizante en el hombro.
Así pues, como exhibición de fuerza, la misión obtuvo un éxito razonable, aunque Julián se preguntaba qué sentido tenía. La gente del poblado probablemente lo consideraría un acto de vandalismo intimidatorio. Tal vez tendría que haber incendiado el almacén y arrasado las tierras de los dos granjeros. Pero esperaba que la acción restrictiva funcionara mejor: con su láser escribió un mensaje en la pared encalada de la tienda, traducida por psychops a español formal: «En justicia, doce de los vuestros deberían morir por nuestros doce. Que no haya una próxima vez.»
Cuando llegué a casa el martes por la noche había una nota bajo mi puerta:
Querido:
El regalo es maravilloso. Fui a un concierto anoche sólo para poder lucirlo. Dos personas me preguntaron quién me lo había regalado, y me hice la enigmática: un amigo.
Bueno, amigo, he tomado una gran decisión, supongo que en parte un regalo para ti. He ido a Guadalajara para que me instalen un conector.
No quería esperar a discutirlo contigo porque no quiero que compartas la responsabilidad si algo saliera mal. Lo que me hizo decidirme fue un artículo de noticias, que he puesto en tu lista como «ley conex».
Básicamente, un hombre de Austin se conectó y fue despedido de su trabajo administrativo, y luego desafió la cláusula anticonexión según las leyes tejanas de discriminación en el trabajo. El tribunal resolvió a su favor, así que al menos por el momento es para mí profesionalmente seguro seguir y hacerlo.
Sé todo lo del peligro físico, y también sé lo indecoroso que es que una mujer de mi edad y posición corra ese nesgo sólo por celos: no puedo competir con tu recuerdo de Carolyn y no puedo compartir tu vida de la forma en que lo hacen Candi y las otras… las mujeres que juras no amar.
Nada de discusiones, pues. Volveré el lunes o el martes. ¿Tenemos una cita?
Amor,
AMELIA
Lo leí dos veces y luego corrí al teléfono. No respondieron en su casa. Así que reproduje los mensajes grabados, y encontré el que más temía:
—Señor Class, Amelia Harding nos dio su nombre y número como persona con quien contactar en caso de emergencia. También vamos a contactar con el profesor Hayes.
»La profesora Harding vino a la Clínica de Cirugía Reparadora y Aumentativa de Guadalajara para que le instalaran un puente mental, lo que ustedes llaman un conector. La operación no salió bien y está completamente paralizada. Puede respirar sin ayuda, y responde a estímulos visuales y auditivos, pero no puede hablar.
»Queremos discutir con usted diversas opciones. La señora Harding citó su nombre a falta de parientes. Me llamo Rodrigo Spencer, jefe de la División Quirúrgica para la Instalación y Extracción de Implantes Craneales.
Daba su número y la dirección.
El mensaje era del domingo por la noche. El siguiente era de Hayes, lunes, diciendo que había comprobado mi horario de trabajo y que no haría nada hasta que yo regresara a casa. Me di una ducha rápida y lo llamé.
Sólo eran las diez, pero contestó sin imagen. Cuando oyó que era yo, conectó la pantalla, frotándose la cara. Obviamente, lo había sacado de la cama.
—Julián. Lo siento… llevo el horario cambiado porque hemos estado haciendo pruebas para el gran salto. Los ingenieros me tuvieron levantado hasta las tres de la madrugada.
»Vale, mira, lo de Blaze. No es ningún secreto que los dos os hacéis mutua compañía. Comprendo que quiera ser discreta, y lo respeto, pero eso no ha lugar entre tú y yo. —Su sonrisa era muy triste—. ¿De acuerdo?
—Claro. Creía…
—¿Qué hay de lo de Guadalajara?
—Yo… todavía estoy aturdido. Iré al centro y cogeré el primer tren; dos horas, cuatro, dependiendo de las conexiones… no, llamaré primero a la base y veré si puedo pillar un vuelo.
—¿Y cuando llegues allí?
—Tendré que hablar con la gente. Tengo un conector, pero no sé mucho de la instalación… Quiero decir que me reclutaron; nadie me dio a elegir. Veré si puedo hablar con ella.
—Hijo, dijeron que no puede hablar. Está paralizada.
—Lo sé, lo sé. Pero es sólo una función motriz. Si podemos conectar, podemos hablar. Averiguaré lo que quiere.
—Muy bien. —Él sacudió la cabeza—. Muy bien. Pero dile lo que yo quiero. Dile que la quiero de vuelta al trabajo hoy. Ayer. Macro va a hacer que le sirvan su cabeza en una bandeja. —Intentaba parecer furioso—. Una maniobra estúpida, típica de Blaze. Llámame desde México.
—Lo haré.
Él asintió y cortó.
Llamé a la base y no había ningún vuelo directo programado. Podía volver a Portobello y llegar a Ciudad de México por la mañana. Gracias, pero no. Conecté con el horario de trenes y llamé a un taxi.
Sólo fueron tres horas de viaje hasta Guadalajara, pero tres horas malas. Llegué al hospital a eso de la una y media; naturalmente, no pude pasar de recepción. No hasta las siete; incluso entonces, no podría ver a Amelia hasta que llegara el doctor Spencer, tal vez a las ocho, tal vez a las nueve.
Conseguí un mediocuarto en un motel al otro lado de la calle, sólo un colchón y una lámpara. No pude dormir, así que busqué una tienda abierta toda la noche y compré una botella de tequila almendrado y una revista. Me bebí media botella mientras leía con esfuerzo la revista, artículo por artículo. Mi español coloquial no está mal, pero me cuesta trabajo seguir un argumento escrito complicado, ya que no he estudiado el idioma en el colegio. Contenía un artículo extenso sobre los pros y los contras de una lotería eutanásica para los mayores, cosa que daba bastante miedo incluso entendiendo sólo la mitad de las palabras.
En las noticias de guerra había un párrafo sobre nuestro secuestro, que era descrito como una acción policial para mantener la paz que fue emboscada por los rebeldes. Supongo que no venden demasiados ejemplares en Costa Rica. O probablemente imprimen una versión distinta. Era una revista divertida, con anuncios que se habrían considerado pornografía ilegal en algunos de los estados de la Unión. Multiplegables de seis imágenes que se mueven con saltos estroboscópicos si sacudes la página. Como la mayoría de los lectores masculinos, supongo, encontré una forma interesante de sacudir la página, lo que finalmente me ayudó a dormir.
Volví a la sala de espera a las siete, y leí revistas menos interesantes durante una hora y media, hasta que el doctor Spencer apareció por fin. Era alto y rubio y hablaba inglés con un acento mexicano tan denso como el guacamole.
—Pase primero a mi despacho.
Me cogió por el brazo y me condujo pasillo abajo. Su despacho era una simple habitación sin ventanas con una mesa y dos sillas; una de las sillas estaba ocupada.
—¡Marty!
Él asintió.
—Hayes me llamó, después de hablar contigo. Blaze había dicho algo sobre mí.
—Es un honor tenerle aquí, doctor Larrin. —Spencer se sentó tras la mesa.
Yo me senté en la otra silla.
—¿Qué opciones tenemos?
—Nanocirugía dirigida —dijo Spencer—. No hay otra opción.
—Sí la hay —contestó Marty—, técnicamente al menos.
—Legalmente, no.
—Podríamos sortear eso.
—¿Puede explicarme alguien de qué están hablando?
—Las leyes mexicanas son menos liberales que las americanas —dijo Marty— en cuestión de autodeterminación.
—En su país —dijo Spencer—, ella tendría la opción de seguir siendo un vegetal.
—Bien expresado, doctor Spencer. Otra forma de expresarlo es que ella tendría la opción de no arriesgar su vida y su cordura.
—Me estoy perdiendo algo —dije.
—No deberías. ¡Ella está conectada, Julián! Puede vivir muy bien una vida plena sin mover un músculo.
—Lo cual es obsceno.
—Es una opción. La nanocirugía es un riesgo.
—No tanto. Más o menos lo mismo que la conexión. Tenemos un noventa y dos por ciento de recuperaciones.
—Quiere usted decir un noventa y dos por ciento de supervivientes —dijo Marty—. ¿Qué porcentaje de recuperaciones totales?
Spencer se encogió de hombros, dos veces.
—Esas cifras no significan nada. Ella está sana y es relativamente joven. La operación no la matará.
—Es una físico brillante. Si sale con lesiones cerebrales, será igual que si no se recuperara.
—Cosa que se le explicó antes de la instalación del conector. —Tendió un documento de cinco o seis páginas de largo—. Antes de firmar el descargo.
—¿Por qué no conecta con ella y se lo preguntan? —intervine.
—No es fácil —dijo Spencer—. Desde el primer momento en que se conecta, se forman nuevos senderos neurales. La red crece… —Hizo un gesto con la otra mano—. Crece más que rápido.
—Crece a ritmo exponencial —dijo Marty—. Cuanto más tiempo esté conectada, más experiencias tiene, y más difícil es volver atrás.
—Y por eso no podemos preguntárselo.
—En América tendrían que hacerlo —insistió Marty—. Derecho al pleno conocimiento de causa.
—América es un país muy extraño. ¿No les importa que lo diga?
—Si yo me conecto con ella —dije—, podría entrar y salir muy pronto. El doctor Larrin tiene un conector, pero no es una herramienta para usar a diario como la de un mecánico. —Spencer frunció el ceño ante eso—. La de un soldado.
—Sí… supongo que así es. —Se echó hacia atrás e hizo una pausa—. Con todo, sigue siendo ilegal.
Marty le dirigió una mirada.
—Esa ley no se quebranta nunca.
—Creo que debería usted decir «dobla». La ley se dobla, para los extranjeros. — Cuando Marty hizo un gesto con el pulgar y dos dedos añadió—: Bueno… no se trata de un soborno como tal. Algo de burocracia, y un impuesto. ¿Tiene alguno de ustedes un… —abrió un cajón— poder?
El cajón tradujo: «Poder notarial.»
—¿Tienen algo de eso?
Nos miramos mutuamente y sacudimos la cabeza.
—Es una sorpresa para ambos.
—Se trata de algo que ella debería haber hecho. No la aconsejaron como es debido. ¿Es alguno de ustedes su prometido?
—Podríamos decir que sí —contesté.
—Bueno, bien. —Sacó una tarjeta de un cajón y me la pasó—. Vaya a esta oficina después de las nueve y esta mujer le dará una designación temporal de responsabilidad —dijo en español, y el cajón lo tradujo.
—Espere —dije yo—. ¿Esto permite al prometido de una persona a autorizar un procedimiento quirúrgico a vida o muerte?
Él se encogió de hombros.
—También a los hermanos. Y a los tíos, tías y sobrinos. Sólo cuando la persona no puede decidir por sí misma. Hay gente que acaba en la situación de la profesora Harding todos los días. Varias personas cada día, contando Ciudad de México y Acapulco.
Tenía sentido; la cirugía electiva debía de ser una de las mayores fuentes de ingresos para Guadalajara, tal vez para todo México. Le di la vuelta a la tarjeta; la parte inglesa decía: «Adaptaciones al sistema legal mexicano.»
—¿Cuánto va a costar?
—Tal vez diez mil pesos.
Quinientos dólares.
—Puedo pagarlo —dijo Marty.
—No, déjame hacerlo a mí. Soy el prometido.
También ganaba tres veces su salario.
—Quien gusten —dijo Spencer—. Vuelva con el papelito y yo haré la conexión. Pero venga preparado mentalmente. Obtenga la respuesta y luego desconecte. Eso será más seguro y más fácil.
Pero ¿qué haría yo si ella me pedía que me quedara?
Tardé casi tanto tiempo en encontrar a los abogados como en llegar a Guadalajara desde Texas. Se habían mudado.
Su nuevo despacho no era impresionante (una mesa y un sofá comido por las polillas) pero hicieron todo el papeleo. Conseguí un poder notarial limitado que me autorizaba a tomar decisiones médicas. Daba un poco de miedo lo sencillo que era el proceso.
Cuando regresé, me indicaron que fuera a Cirugía B, una pequeña sala blanca. El doctor Spencer había preparado a Amelia para la operación y la conexión; estaba tendida en una camilla con un gota a gota en cada brazo. Un fino cable iba desde de su nuca hasta una caja gris situada sobre una mesa. Otro conector estaba enroscado encima. Marty dormitaba en una silla junto a la puerta. Despertó cuando entré.
—¿Dónde está el doctor? —dije.
—Aquí. —Se encontraba justo detrás de mí—. ¿Tiene el papel?
Se lo tendí. Él lo miró, lo dobló y se lo metió en el bolsillo.
Tocó a Amelia en el hombro, y luego le pasó el dorso de la mano por la mejilla y por la frente, en un extraño gesto maternal.
—Para usted, sabe… esto no va a ser fácil.
—¿Fácil? Me paso un tercio de mi vida…
—Conectado, sí. Pero no con alguien que nunca lo ha hecho antes. No con alguien a quien ama.
Señaló.
—Acerque esa silla y siéntese.
Mientras lo hacía, rebuscó en un par de cajones.
—Súbase la manga.
Lo hice y él me afeitó una zona de pelo, luego quitó el envoltorio a una hipodérmica y la preparó.
—Qué es eso, ¿un tranquilizante?
—No exactamente. Pero en cierto modo tranquiliza. Suaviza el golpe, el impacto del primer contacto.
—Pero he hecho primer contacto una docena de veces.