—No es algo que te oculten en el entrenamiento. Quiero decir que en cierto modo te enfrentan a ello. Te conectas a cadenas que se graban mientras la gente muere, primero en una conexión ligera y luego más profunda.
—Algunos conecta-raros lo hacen por diversión —dijo Reza.
—Sí, bueno, pueden quedarse con mi trabajo.
—He visto ese anuncio. —Amelia se abrazó—. Cadenas de gente muriendo en accidentes de coche. Ejecuciones.
—Las de contrabando son peores. —Ralph había probado un par, así que yo las conocía de segunda mano—. Nuestros sustitutos, los que murieron… sus cadenas están probablemente ya en el mercado.
—El gobierno no puede…
—Oh, al gobierno le encanta —la interrumpió Reza—. Probablemente tienen alguna división de reclutamiento que se asegura de que las tiendas estén llenas de cadenas para adictos.
—No sé —dije—. Al Ejército no le vuelve loca la gente que ya está conectada.
—Ralph lo estaba —comentó Amelia.
—Tenía otras virtudes. Prefieren que asocien lo que de especial tiene estar conectado con el Ejército.
—Parece realmente especial —dijo Reza—. ¿Alguien muere y tú sientes su dolor? Yo preferiría…
—No comprendes, Rez. En cierto modo es más grande, cuando alguien muere. Tú lo compartes y… —el recuerdo de Carolyn me golpeó con fuerza—, bueno, hace que tu propia muerte sea menos aterradora. Algún día la comprarás. Gran cosa.
—¿Sigues viviendo? Quiero decir: ¿siguen ellos viviendo en ti?
—Algunos sí, algunos no. Uno conoce a gente que nunca quiere llevar en la cabeza. Esos tipos mueren el día en que mueren.
—Pero tú tendrás a Carolyn para siempre —dijo Amelia.
Hice una pausa demasiado larga.
—Por supuesto. Y cuando yo muera, la gente que ha estado conectada conmigo la recordará a ella también, y la transmitirá.
—Ojalá no hablaras así —dijo Amelia. Rez, que sabía desde hacía años que estábamos juntos, asintió—. Es como un forúnculo en el que sigues hurgando, como si estuvieras dispuesto a morir todo el tiempo.
Casi los perdí.
Conté literalmente hasta diez. Rez abrió la boca pero lo interrumpí.
—¿Preferirías que viera a la gente morir, sintiera a la gente morir, y llegara a casa y preguntara qué hay para cenar? —En un susurro, añadí—: ¿Qué sentirías hacia mí si eso no me doliera?
—Lo siento.
—No lo sientas. Lamento que perdieras un bebé. Pero eso no es lo que tú eres. Pasamos por esas cosas, y luego más o menos las absorbemos, y nos convertimos en lo que sea que nos estamos convirtiendo.
—Julián —me advirtió Reza—, ¿no deberías dejar esto para más tarde?
—Es una buena idea —dijo Amelia, poniéndose en pie—. Tengo que irme a casa de todas formas.
Llamó al ruedas, que fue a buscar su bolso y su abrigo.
—¿Compartimos un taxi? —pregunté.
—No es necesario —contestó ella en tono neutro—. Es fin de mes.
Podía usar los puntos sobrantes de entretenimiento para coger un taxi.
A los demás no les quedaban puntos, así que compré un montón de vino, cerveza y whisky, y bebí más de la cuenta. Reza también bebió; su coche no le dejaría conducir. Vino conmigo y mis dos zapatos guardaespaldas.
Hice que me dejaran en la puerta del campus, y caminamos los dos kilómetros hasta la casa de Amelia bajo una fría llovizna. No había ni rastro de ninguno de los periodistas.
Todas las luces estaban apagadas; eran casi las dos. Entré por la puerta trasera y no pude evitar pensar que tendría que haber llamado al timbre. ¿Y si no estaba sola?
Encendí la luz de la cocina y cogí del frigorífico queso y zumo de uva. Ella me oyó y se acercó, frotándose los ojos.
—¿No hay periodistas? —pregunté.
—Están todos debajo de la cama.
Se situó detrás de mí y colocó sus manos sobre mis hombros.
—¿Les damos algo sobre lo que escribir?
Me di la vuelta en la silla y enterré el rostro entre sus pechos. De su piel emanaba un olor cálido, a sueño.
—Lamento lo de antes.
—Has pasado por mucho. Vamos.
Dejé que me condujera hasta el dormitorio y que me desnudara como a un niño. Todavía estaba un poco borracho, pero ella tenía medios para resolver esto, principalmente paciencia, pero también otras cosas.
Dormí como una criatura aturdida y desperté en una casa vacía. Amelia había dejado una nota en el microondas diciendo que tenía una secuencia prevista a las nueve menos cuarto y que me vería en el almuerzo de trabajo. Eran más de las diez.
Una reunión en sábado; la ciencia nunca duerme. Encontré ropa limpia en mi cajón y me di una ducha rápida.
El día antes de volver a Portobello, tuve una cita con el Consejo de Concesión de Comodidades de Dallas, la gente que se encarga de las peticiones especiales para la nanofragua. Fui en el monorraíl del Triángulo y de pasada pude ver Forth Worth. Nunca había estado allí.
Había media hora hasta Dallas, y luego otra hora sorteando el tráfico hasta el laboratorio, que ocupaba una enorme porción de tierra en las afueras de la ciudad. Tenían dieciséis nanofraguas, y cientos de tanques y tinas y cubas que contenían las materias primas y las diversas nanos que las componen en millones de formas. No tuve tiempo para curiosear, pero había hecho una visita guiada con Reza y su amigo el año antes. Fue entonces cuando tuve la idea de conseguir algo especial para Amelia. No celebramos cumpleaños ni fiestas religiosas, pero la semana siguiente era el segundo aniversario de la primera vez que intimamos (no llevo un diario, pero podía determinar la fecha por los informes de laboratorio: los dos nos perdimos la secuencia del día siguiente).
El evaluador asignado a mi petición era un hombre de cara agria, de unos cincuenta años. Leyó el informe con expresión sombría.
—No quiere esa joya para usted, sino para una mujer. ¿Una amante?
—Sí, por supuesto.
—Entonces necesito su nombre.
Vacilé.
—Ella no es exactamente mi…
—No me importa su relación. Tengo que saber quién acabará llevando este objeto. Si he de aprobarlo.
No me entusiasmaba la idea de que nuestra relación acabara registrada en un documento oficial. Naturalmente, todo aquel que me grabara con un conector profundo lo sabría, así que sólo era tan secreto como cualquier otra cosa de mi vida.
—Es para Amelia Blaze Harding —dije—. Una colaboradora.
Lo anotó.
—¿También vive en la universidad?
—Eso es.
—¿La misma dirección?
—No. No estoy seguro de cuál es.
—La encontraremos. —Sonrió como un hombre que ha chupado un limón y luego trata de sonreír—. No veo ningún motivo para desaprobar su petición.
Una impresora en su mesa siseó y un papel surgió ante mí.
—Serán cincuenta y tres créditos utilitarios —dijo él—. Si firma aquí, la pieza terminada estará disponible en la Unidad Seis dentro de media hora.
Firmé. Más de un mes de créditos por un puñado de arena transformada, era una forma de verlo. O cincuenta y tres indignos créditos gubernamentales por una cosa de tal belleza que literalmente no habría tenido precio una generación antes.
Salí al pasillo y seguí una línea púrpura que conducía a las Unidades 1-8. Se dividió, y seguí una línea roja hasta las Unidades 5-8. Una hilera de puertas tras la que se ocultaba gente que se sentaba ante mesas y hacía lentamente trabajos que las máquinas podrían haber hecho mejor y más rápido. Pero a las máquinas no les servían de nada los créditos extra de utilidades y entretenimiento.
Atravesé una puerta giratoria y desemboqué en una agradable rotonda construida alrededor de un jardín de piedra. Un fino arroyo plateado corría por él en cascada, salpicando entre exóticas plantas tropicales que crecían en una grava de rubíes, diamantes, esmeraldas y docenas de piedras brillantes sin nombre común. Me presenté en el mostrador de la Unidad 6 y me dijeron que aún tenía que esperar media hora. Pero había una cafetería, con mesas alineadas alrededor del jardín de piedra. Presenté mi tarjeta militar y pedí una cerveza fría. En la mesa donde me senté, alguien había dejado un ejemplar doblado de la revista mexicana ¡Sexo!, así que pasé la siguiente media hora mejorando mis habilidades lingüísticas.
Una tarjeta sobre la mesa explicaba que las gemas eran piezas rechazadas por defectos estéticos o estructurales. No obstante, estaban fuera de alcance.
La mesa anunció mi nombre y me acerqué y recogí un pequeño paquete blanco. Lo desenvolví con cuidado.
Era exactamente lo que había pedido, pero parecía más dramático que su imagen. Una cadena de oro con una oscura piedra nocturna verde dentro de un halo de pequeños rubíes. Las piedras nocturnas sólo existen desde hace unos meses. Esta parecía un pequeño huevo de ónice que de algún modo tuviera dentro una luz verde. Al darle la vuelta, cambiaba de forma, de cuadrado a diamante a cruz.
Sería hermoso sobre su delicada piel, el rojo y el verde reflejarían su cabello y sus ojos. Esperaba que no lo encontrara demasiado exótico para ella.
En el viaje de regreso en tren, se la mostré a una mujer que estaba sentada junto a mí. Dijo que era bonita, pero en su opinión resultaba demasiado oscura para la piel de una mujer negra. Le dije que tendría que pensar en eso. La dejé sobre la cómoda de Amelia, con una nota recordándole que habían pasado dos años, y regresé a Portobello.
Julián nació en una ciudad universitaria, y creció rodeado de blancos que no eran abiertamente racistas. Había tumultos raciales en lugares como Detroit y Miami, pero la gente los trataba como problemas urbanos, muy alejados de su cómoda realidad. Eso se acercaba a la verdad.
Pero la guerra Ngumi estaba cambiando los sentimientos de la América blanca sobre el racismo… o, según sostenían los críticos, le permitía expresar sus verdaderos sentimientos. Sólo la mitad aproximada de los enemigos eran negros, pero la mayoría de los líderes que aparecían en las noticias pertenecían a esa mitad. Y se les mostraba pidiendo a gritos sangre blanca.
Julián no dejaba de captar la ironía de que formaba parte activa de un proceso que volvía a los americanos blancos contra los negros. Pero esa clase de blancos eran ajenos a su mundo personal, a su vida diaria; la mujer del tren procedía literalmente de una tierra extranjera. La gente de su vida universitaria era principalmente blanca, pero ciega al color, y la gente con la que conectaba había empezado siendo racista pero no lo era ya: no consideraba inferiores a los negros si vivías dentro de la piel de uno diez días al mes.
Nuestra primera misión tenía todos los números para acabar mal. Teníamos que «retener para interrogar», o sea, secuestrar, a una mujer sospechosa de ser una líder rebelde. También era la alcaldesa de San Ignacio, un pueblecito en lo alto del bosque nuboso. El pueblo era tan pequeño que dos de nosotros podríamos haberlo destruido en cuestión de minutos. Lo sobrevolamos en un silencioso aviador, estudiamos la huella infrarroja y la comparamos con la de los mapas y las fotos de órbita baja. Al parecer, la ciudad estaba poco defendida: emboscadas en la carretera principal a la entrada y a la salida del pueblo. Naturalmente, si había defensas automáticas no se traicionarían con calor corporal. Pero no era un pueblo tan neo.
—Intentemos hacerlo en silencio —dije—. Nos lanzamos a la plantación de café aquí. —Señalé mentalmente un punto situado a unos dos kilómetros colina abajo—. Candi y yo nos abriremos paso por la plantación hasta la parte trasera de la casa de la señora Madero. Veremos si podemos cogerla sin provocar ningún alboroto.
—Julián, deberías llevarte al menos a dos más —sugirió Claude—. Ese lugar estará lleno de trampas y cables.
Le dirigí una negativa no verbal: «Sabes que ya he pensado en eso.»
—Preparaos para atacar por si ocurre algo. Si empezamos a hacer ruido, quiero que los tres subáis la colina en formación cerrada y nos rodeéis a Candi y a mí. Mantendremos a Madero protegida. Nos encaminaremos valle abajo hasta aquí y luego subiremos este pequeño promontorio para ser recogidos.
Sentí que el aviador captaba esa información lateralmente y, en un segundo, confirmaba que podríamos tener un cuerpo caliente a la espera.
—Ahora —dije, y los dos caímos veloces a través del frío aire nocturno. Nos separamos cincuenta metros; un minuto después, los paracaídas negros brotaron y flotamos invisibles hasta los bajos cafetales. En realidad, eran matorrales; incluso una persona de estatura normal habría tenido problemas para ocultarse allí. Era un riesgo calculado. Si hubiéramos aterrizado más cerca del pueblo, en pleno bosque, habríamos hecho mucho ruido.
Fue fácil apuntar entre las ordenadas filas. Me hundí hasta las rodillas en el suave suelo húmedo. Los paracaídas se soltaron y se plegaron y se enrollaron solos en prietos cilindros que se fundieron silenciosamente en ladrillos sólidos. Probablemente acabarían siendo parte de una pared o una valla.
Todo el mundo avanzó en silencio hasta la línea de árboles y se puso a cubierto, mientras Candi y yo subíamos por la colina, caminando silenciosamente entre los árboles, evitando los matorrales.
—Un perro —dijo ella, y nos detuvimos.
Desde donde yo estaba, ligeramente tras ella, no podía verlo, pero a través de sus sensores olí la piel y su aliento y luego vi la mancha en IR. El animal despertó y oí el principio de un gruñido que terminó con el «zap» de un dardo tranquilizante. Era una dosis humana; esperaba que no lo matara.
Justo más allá del perro estaba el bien cuidado césped trasero de la casa de Madero. Había una luz encendida en la cocina. Mala suerte. La casa estaba a oscuras cuando saltamos.
Candi y yo pudimos oír dos voces a través de la ventana cerrada. Hablaban demasiado rápido y con demasiado acento para que entendiéramos lo que decían, pero el tono no dejaba dudas: la señora Madero y un nombre susurraban con ansiedad, con urgencia.
Esperan compañía
, pensó Candi.
Ahora
, pensé yo. En cuatro pasos, Candi se situó en la ventana y yo en la puerta trasera. Aplastó la ventana con una mano y disparó dos dardos con la otra. Yo arranqué la puerta de sus goznes y entré en una tormenta de tiros.
Dos personas con rifles de asalto. Los tranquilicé a ambos y avancé hacia la cocina. Una alarma zumbó tres veces antes de que pudiera captar su origen y arrancarla de la pared.
Dos personas, tres bajando por las escaleras.
Humo y AV
, pensé para mí y Candi, y lancé dos granadas al salón. Usar agente vomitivo era un poco arriesgado, ya que nuestra presa estaba inconsciente; no podíamos dejarla inhalarlo y posiblemente ahogarse en su propio vómito. Pero teníamos que trabajar rápido de todas formas.