—Un tipo duro.
Vaciló, y luego desató las otras ligaduras.
Me levanté para ayudarlos, pero gemí por el dolor de mi pecho.
—Siéntate —dijo Megan—. No levantes ni un lápiz hasta que yo te examine.
Todos los demás salieron con Ingram, dejándonos solos a Amelia y a mí.
—Déjame echarle un vistazo a eso —dijo, y me desabrochó la camisa. Tenía una zona roja en la parte inferior de la caja torácica que ya empezaba a adquirir un tono oscuro, casi púrpura. No la tocó—. Podría haberte matado.
—A ambos. ¿Cómo se siente una al ser requerida, viva o muerta?
—Fatal. No puede ser el único.
—Tendría que haberlo previsto —dije yo—. Tendía que saber cómo funciona la mente militar… soy parte de una, después de todo.
Ella me acarició amablemente el brazo.
—Nos preocupaba la reacción de los otros científicos. Es curioso, en cierto modo. Cuando pensaba en la reacción externa, asumía que la gente aceptaría nuestra autoridad y se alegraría de que hubiéramos detectado el problema a tiempo.
—Creo que eso haría la mayoría de la gente, incluso los militares. Pero el departamento equivocado se enteró primero.
—Fantasmas. —Ella hizo una mueca—. ¿Espías domésticos leyendo revistas?
—Ahora que sabemos que existen, su existencia parece casi inevitable. Todo lo que tienen que hacer es que una máquina busque rutinariamente palabras clave en las sinopsis de los artículos remitidos para examen en los campos de física y de ingeniería. Si aparece algo de hipotética aplicación militar, investigan y tiran de los hilos.
—¿Y hacen matar a los autores?
—Los reclutan, probablemente. Les dejan hacer su trabajo con un uniforme puesto. En nuestro caso, tu caso, requirió medidas drásticas, ya que el arma era tan poderosa que no podía ser utilizada.
—¿Y cogieron sin más el teléfono y cursaron órdenes para que alguien viniera a matarme, y otro tipo matara a Peter? —Silbó al autobar y le pidió vino.
—Bueno, Marty le sacó que su primera orden era llevarte de vuelta. Peter está probablemente en una habitación como ésta en algún lugar de Washington, lleno de Tazlet F-3. Verifican lo que ya saben.
—Si ése es el caso, sabrán de ti. Te resultará difícil infiltrarte en Portobello como topo.
Llegó el vino y lo probamos y nos miramos el uno al otro, ambos pensando en lo mismo. Yo sólo estaría a salvo si Peter había muerto antes de poder hablarles de mí.
Entraron Marty y Méndez y se sentaron junto a nosotros. Marty se frotaba la frente.
—Vamos a tener que actuar deprisa, adelantarlo todo. ¿En qué parte del ciclo está tu pelotón?
—Llevan dos días conectados. Uno dentro de los soldaditos —pensé—. Probablemente estén todavía en Portobello, entrenándose. Poniendo a punto al nuevo líder del pelotón con ejercicios en Pedrópolis.
—Muy bien. Lo primero que tengo que hacer es ver si mi amigo el general puede hacer que se amplíe su período de entrenamiento… cinco o seis días deben bastar. ¿La línea telefónica es segura? —Absolutamente —dijo Méndez—. De lo contrario todos estaríamos de uniforme o recluidos, incluyéndote a ti.
—Eso nos da unas dos semanas. Tiempo de sobra. Puedo hacer la modificación de memoria de Julián en unos dos o tres días. Y cursar órdenes para que espere al pelotón en el Edificio 31.
—Pero no estamos seguros de que deba ir allí —intervino Amelia—. Si la gente que envió a Ingram tras de mí se apoderó de Peter y lo hizo hablar, entonces saben que Julián colaboró en la parte matemática. La próxima vez que se presente al servicio lo atraparán.
Le apreté la mano.
—Supongo que es un riesgo que tendré que correr. Puedes arreglar eso para que no puedan sacarme nada sobre este sitio.
Marty asintió, pensativo.
—Modificar tu memoria es sencillo. Pero nos pone en un aprieto… tenemos que borrar el recuerdo de haber trabajado en el Problema, para que puedas volver a Portobello. Pero si te detienen por culpa de Peter y encuentran un agujero allí, en vez de un recuerdo, sabrán que te hemos tocado.
—¿Podrías relacionarlo con el intento de suicidio? —pregunté—. Jefferson proponía borrar esos recuerdos de todas formas. ¿No hay manera de hacer que parezca que es eso lo que me han hecho?
—Tal vez. Tal vez… ¿Puedo? —Sirvió un poco de vino en un vaso de plástico. Se lo ofreció a Méndez, que sacudió la cabeza—. Por desgracia, no es un proceso aditivo. Es factible quitar recuerdos, pero no sustituir los falsos. —Bebió—. Pero es una posibilidad. Con Jefferson de nuestro lado. No será fácil hacer que parezca que ha borrado demasiado, para cubrir la semana que estuviste trabajando en Washington.
—Esto parece cada vez más y más frágil —dijo Amelia—. Mirad, no sé casi nada de conectores… pero si esos tipos conectaran contigo o con Méndez o Jefferson, ¿no se derrumbaría todo?
—Lo que necesitamos es una píldora suicida —dije—. Hablando de suicidio.
—No podría pedirle a la gente que hiciera eso. No estoy seguro de que yo fuese capaz de hacerlo.
—¿Ni siquiera para salvar el universo? —Pretendía ser sarcástico, pero acabó siendo una simple declaración.
Marty se puso un poco pálido.
—Tienes razón, desde luego. Tengo que considerarlo al menos como una opción. Para todos nosotros.
—No es tan dramático —repuso Méndez—. Pero estamos pasando por alto una manera obvia de ganar tiempo: movernos. Trescientos kilómetros al norte y estamos en un país neutral. Se lo pensarían dos veces antes de enviar un asesino a Canadá.
Todos consideramos eso.
—No sé —dijo Marty—. El gobierno canadiense no tendría ningún motivo para protegernos. Alguna agencia encontraría una petición de extradición y estaríamos en Washington al día siguiente, cargados de cadenas.
—México —dije yo—. El problema es que Canadá no es lo bastante corrupto. Llevemos la nanofragua a México y podremos comprar silencio absoluto.
—¡Eso es! —dijo Marty—. Y en México hay clínicas de sobra donde emplazar conectores y hacer modificaciones de memoria.
—¿Cómo proponéis llevar la nanofragua allí? —preguntó Méndez—. Pesa más de una tonelada, sin contar todos esos receptáculos y tinas y frascos de materias primas de los que se alimenta.
—¿Usamos la máquina para crear un camión? —dije yo.
—No lo creo. No fabrica nada que mida más de setenta y nueve centímetros de diámetro. En teoría, podríamos crear un camión, pero sería en centenares de piezas, por secciones. Harían falta dos maestros mecánicos y un gran taller de montaje para ensamblarlo todo.
—¿Por qué no robamos uno? —dijo Amelia con voz frágil—. El Ejército tiene montones de camiones. Tu amigo el general puede cambiar los archivos oficiales y hacer que la gente sea ascendida y trasladada. Seguro que consigue enviarnos un camión.
—Sospecho que es más difícil mover objetos físicos que información —contestó Marty—. Pero merece la pena intentarlo. ¿Alguien sabe conducir?
Todos nos miramos.
—Cuatro de los Veinte saben —dijo Méndez—. Yo nunca he conducido un camión, pero no creo que haya demasiada diferencia.
—Maggie Cameron era chófer —recordé de nuestra conexión—. Ha conducido en México. Ricci aprendió a conducir en el Ejército; llevaba camiones.
Marty se levantó, moviéndose lentamente.
—Llévame a esa línea segura, Emilio. Veremos qué puede hacer el general.
Hubo un rápido golpecito en la puerta y Unity Han la abrió, sin aliento.
—Tenéis que saberlo. En cuanto conectamos bidireccionalmente con él, descubrimos… el hombre, Peter, está muerto. Lo mataron en el acto, por lo que sabe.
Amelia se mordió un nudillo y me miró. Una lágrima.
—Doctora Harding… —Vaciló—. Usted también iba a morir. En cuanto Ingram estuviera seguro de que sus archivos quedaban destruidos.
Marty sacudió la cabeza.
—Eso no es el Departamento de Valoración Tecnológica.
—Ni la Inteligencia Militar tampoco —dijo Unity—. Ingram pertenece a una célula de terminadores. Hay miles de ellos, dispersos por todo el gobierno.
—Jesús —dije yo—. Y ahora saben que podemos hacer que su profecía se cumpla.
Lo que Ingram reveló fue que sólo conocía personalmente a otros tres miembros del Martillo de Dios. Dos de ellos eran compañeros del Departamento de Valoración Tecnológica: un secretario civil que trabajaba en la oficina de Ingram en Chicago, y su oficial, que había ido a St. Thomas a matar a Peter Blankenship. El tercero era un hombre al que conocía sólo por Ezequiel, y que aparecía una o dos veces al año con órdenes. Ezequiel sostenía que el Martillo de Dios tenía a miles de personas esparcidas por el gobierno y el mundo de los negocios, principalmente en las fuerzas militares y policiales.
Ingram había asesinado a cuatro hombres y mujeres, todos menos uno pertenecientes al estamento militar (uno era el mando de la científico que le habían enviado a matar). Siempre estaban lejos de Chicago, y la mayoría de los crímenes había pasado por muertes por causas naturales. En una, violó a la víctima y mutiló su cuerpo de forma específica, siguiendo órdenes, para que la muerte pareciera formar parte de una cadena de asesinatos en serie.
Se sentía bien acerca de todos ellos. Pecadores peligrosos a quienes había enviado al infierno.
Pero le había agradado especialmente la mutilación, su intensidad, y seguía esperando que Ezequiel le enviara a realizar otra.
Le habían instalado el conector tres años antes. Sus compañeros terminadores no lo habrían aprobado, ni tampoco él aprobaba la forma hedonista en que normalmente eran utilizados. Sólo usaba el suyo en las capillas de conexión y a veces en los
snuff shows
, que también eran para él una especie de experiencia religiosa.
Una de las personas a las que había matado era una mecánico fuera de servicio, una estabilizadora como Candi. Eso hizo que Julián se preguntara por los hombres, tal vez terminadores, que habían violado a Arly y la habían dado por muerta. Y por el terminador con el cuchillo, fuera de la tienda de licores. ¿Estaban simplemente locos o formaban parte de un plan organizado? ¿O ambas cosas?
A la mañana siguiente conecté con el hijo de puta durante una hora, que resultó más de cincuenta y nueve minutos demasiado larga. A su lado Scoville parecía un chico del coro.
Tuve que salir. Amelia y yo encontramos trajes de baño y pedaleamos hasta la playa. En el vestuario dos hombres me miraron de forma extrañamente hostil. Supongo que los negros son raros aquí arriba. O tal vez los ciclistas.
No nadamos mucho; el agua estaba demasiado salada, con un sabor grasiento y metálico, y resultaba sorprendentemente fría. Por algún motivo, olía a jamón ahumado. Salimos y nos secamos, temblando, y caminamos durante un rato por la extraña playa.
La arena blanca, obviamente, no era propia del lugar. Habíamos llegado pedaleando por la superficie del cráter: una especie de cristal oscuro. La arena resultaba demasiado fina y chirriaba bajo los pies.
Parecía una playa realmente extraña comparada con las de Texas donde pasábamos las vacaciones, Padre Island y Matagordo. No había aves marinas, ni conchas, ni cangrejos. Sólo un gran espacio redondo lleno de agua alcalina. Un lago creado por un dios de mente simplista, dijo Amelia.
—Sé dónde podría encontrar a un par de miles de seguidores —dije.
—Soñé con él —comentó ella—. Soñé que me había cogido, como la otra de la que hablaste.
Vacilé.
—¿Quieres hablar del tema?
Había abierto a la víctima desde el ombligo hasta el útero y luego trazado un tajo en cruz en mitad del abdomen, a modo de decoración, después de cortarle la garganta.
Ella hizo un gesto con la mano.
—La realidad es más aterradora que el sueño. Si todo es como la imagen que él tiene.
—Sí.
Habíamos discutido la posibilidad de que sólo fueran unos cuantos; tal vez cuatro conspiradores engañados. Pero disponía al parecer de un montón de recursos: información, dinero y créditos de racionamiento, además de aparatos como la AK 101. Marty iba a hablar con su general esta mañana.
—Da miedo que su situación sea la opuesta a la nuestra. Podríamos localizar e interrogar a un millar de ellos y no encontrar jamás a nadie relacionado con el plan real. Pero si ellos conectan con alguno de vosotros, lo sabrán todo.
Asentí.
—Por eso tenemos que movernos rápido.
—Movernos, punto. Una vez que lo localicen a él o a Jefferson aquí arriba, estamos muertos. —Dejó de caminar—. Sentémonos aquí. Permanezcamos en silencio unos minutos. Podría ser nuestra última oportunidad. Cruzó las piernas y se sentó en una especie de postura del loto. Yo me senté con menos gracia. Nos dimos la mano y contemplamos la niebla de la mañana disolverse sobre el agua gris muerta.
Marty transmitió al general lo que Ingram había revelado sobre el Martillo de Dios. El general dijo que parecía una fantasía, pero que investigaría con cautela.
También encontró para ellos dos vehículos decomisados, entregados esa tarde: un pesado camión y un autobús escolar. Convirtieron el sospechoso verde militar en un azul eclesiástico, y escribieron «Hogar de San Bartolomé» en ambos vehículos.
Trasladar la nanofragua no fue nada sencillo. El equipo que la había entregado hacía tanto tiempo había utilizado dos pesadas grúas, una rampa y un montacargas para trasladarla al sótano. Ellos utilizaron la máquina para improvisar duplicados, la conectaron a las grúas y, tras ensanchar tres ventanas, consiguieron subirla al garaje después de un día de duro esfuerzo. Esa noche la sacaron y la subieron al gran camión.
Mientras tanto, modificaron el autobús escolar para que Ingram y Jefferson pudieran permanecer continuamente conectados. Eso representaba quitar asientos y poner camas y el equipo para mantenerlos alimentados y limpios. Estarían conectados sin interrupción a dos de los Veinte, o a Julián, trabajando en agotadores turnos de cuatro horas.
Julián y Amelia se encargaban de quitar las últimas cuatro filas de asientos del autobús, e improvisaban un sólido armazón para las camas, sudando y aplastando mosquitos bajo la ruda luz, cuando Méndez entró en el autobús, subiéndose las mangas.
—Julián, ahora me encargo yo. Los Veinte necesitan que conectes con ellos.
—Con mucho gusto. —Julián se incorporó y se desperezó, y sus dos hombros crujieron—. ¿Qué pasa? ¿Ha tenido Ingram por suerte un ataque al corazón?