Había enviado a Ingram a deshacerse de Amelia, y dado por hecho que se había encargado de su novio negro al mismo tiempo, adiós a ambos. Había falsificado cartas de dimisión de los dos, por si alguien metía las narices. Había asignado sus clases a gente que se sentía demasiado agradecida para ser curiosa, y ya se cocían tantos rumores en torno a ellos que no se molestó en preparar una historia falsa. Un joven negro y una blanca madura. Probablemente recogieron sus cosas y se largaron a México.
Por fortuna, yo aún tenía el borrador del artículo en mi propio portátil. Amelia y yo podríamos terminarlo y enviarlo en diferido cuando saliéramos de Guadalajara. Ellie Morgan, que había sido periodista antes que asesina, se ofreció voluntaria para escribir una versión simplificada para los profanos y otra con sólo ecuaciones para las revistas populares de ciencia. Sería un artículo muy corto.
El personal retiró todos los platos, vacíos o llenos de huesos, y trajo bandejas con fruta y galletas. Yo no podía mirar otra caloría, pero Reza las atacó a ambas.
—Ya que Reza tiene la boca llena —dijo Asher—, dejadme que ejerza de abogado del diablo para variar.
«Supongamos que lo único que hiciera falta para humanizarse fuera una simple píldora. El gobierno demuestra que le va a simplificar la vida a todo el mundo… o incluso que la vida terminará si todo el mundo no la toma… y suministra píldoras para todos. Aprueba una ley diciendo que es la cárcel de por vida si no lo haces. ¿Cuántos conseguirían no tomarla a pesar de todo?
—Millones —dijo Marty—. Nadie confía en el gobierno.
—Y en vez de una píldora, estáis hablando de un complejo procedimiento quirúrgico que sólo funciona el 90 % de las veces y que, cuando no funciona, normalmente mata o deja tonta a la víctima. Haréis que la gente huya de estampida.
—Ya hemos estudiado eso —dijo Marty.
—Lo sé; me enteré cuando conectamos. No lo dais gratis: cobráis por él y lo convertís en un símbolo de posición social y poder individual. ¿Cuántos terminadores pensáis que vais a conseguir así? ¿Y qué hay de los que ya tienen una buena posición y poder? ¿Van a decir: «Oh, bien; ahora todo el mundo va a ser como yo»?
—El caso es —dijo Méndez— que en efecto te da poder. Cuando estoy conectado con los Veinte, comprendo cinco idiomas; tengo doce títulos. He vivido más de mil años.
—Lo de la posición social servirá de propaganda al principio —repuso Marty—. Pero cuando la gente mire a su alrededor y vea que prácticamente todo lo que tiene interés lo hace gente humanizada, ya no tendremos que vender la idea.
—Me preocupa el Martillo de Dios —dijo Amelia—. No es probable que convirtamos a muchos de sus miembros, y a algunos les gusta servir a Dios asesinando a los no creyentes.
Estuve de acuerdo.
—Aunque convirtamos a unos pocos como Ingram, la naturaleza del sistema de células impediría que se extienda.
—Son notoriamente anticonectores de todas formas —dijo Asher—. Los terminadores en general, quiero decir. Y los argumentos sobre posición social y poder no van a convencerlos.
—Los argumentos espirituales podrían hacerlo —intervino Ellie Morgan. Parecía una especie de santa ella misma, toda de blanco con su largo y flotante pelo canoso—. Los que somos creyentes descubrimos que nuestra fe se refuerza, y se amplía.
Pensé en eso. Yo había sentido su fe, estando conectado, y me atraía la comodidad y la paz que derivaba de ella. Pero Ellie había aceptado instantáneamente mi ateísmo como «otro camino», cosa que poco tenía que ver con ningún terminador que yo conociera.
La hora que había pasado conectado con Ingram y los otros dos, Ingram había utilizado el poder del conector para visualizar imaginativos infiernos para los tres, todos llenos de violaciones anales y lentas mutilaciones.
Sería interesante conectar con él una vez humanizado, y reproducir esos infiernos para su diversión. Supongo que se perdonaría a sí mismo.
—Ése es un enfoque que deberíamos estudiar —dijo Marty—. Usar la religión… no a tu estilo, Ellie, sino la religión organizada. Automáticamente, algunos, como los ciberbaptistas y lo de Omnia, se pondrán de nuestra parte. Pero si contáramos con el apoyo de alguna religión importante, tendríamos a un gran grupo que no sólo predicaría nuestro evangelio, sino que demostraría su efectividad.
Cogió una galleta y la inspeccionó.
—Me he centrado tanto en los aspectos militares del tema que he olvidado otras concentraciones de poder. Religión, educación.
Belda dio un golpe en el suelo con su bastón.
—No creo que los decanos y catedráticos le encuentren el atractivo a conseguir conocimiento sin pasar por sus instituciones. Señor Méndez, usted conecta con sus amigos y habla cinco idiomas. Yo sólo hablo cuatro, ninguno de ellos demasiado bien, y aprenderlos me costó pasar una buena parte de mi juventud sentada y memorizando. Los pedagogos atesoran el tiempo y la energía que invierten en conseguir conocimiento. Y ustedes se lo ofrecen a la gente como si fuera una píldora de azúcar.
—Pero no es así —dijo Méndez ansiosamente—. Yo sólo comprendo cosas en japonés o catalán cuando uno de los demás está pensando en ese idioma. No lo conservo.
—Es como cuando Julián se unió a nosotros —dijo Ellie—. Los Veinte nunca tuvimos un científico especializado en física antes.
»Cuando conectó con nosotros comprendimos su amor por la física, y cualquiera podría usar su conocimiento directamente… pero sólo si supiéramos lo suficiente para hacer las preguntas adecuadas. No podíamos hacer cálculos de pronto. No más de lo que comprendemos la gramática japonesa cuando conectamos con Wu.
Meg asintió.
—Es compartir información, no transferirla. Soy médico, lo que tal vez no sea un gran logro intelectual; pero hacen falta años de estudio y práctica. Cuando todos estamos conectados juntos y alguien se queja de un problema físico, todos los demás pueden seguir mi lógica para hacer un diagnóstico y una prescripción en ese mismo momento; pero no podrían haberlo elaborado por su cuenta, aunque llevemos veinte años conectándonos.
—La experiencia podría incluso motivar a alguien para estudiar medicina o física —dijo Marty—, y sin duda ayudaría a los estudiantes a tener contacto íntimo instantáneo con un doctor o un físico. Pero seguirán teniendo que desconectar y estudiar los libros si quieren tener de verdad el conocimiento.
—O no desconectar jamás —comentó Belda—. Sólo para comer, dormir o ir al baño. Eso es realmente atractivo. Miles de millones de zombies que son temporalmente expertos en medicina y física y japonés. Durante todas sus horas conscientes.
—Tendrá que estar regulado, como ahora —dije yo—. La gente pasará un par de semanas conectada, para humanizarse. Pero después…
La puerta se abrió con tanta fuerza que chocó contra la pared, y tres policías enormes entraron armados con metralletas. Un policía desarmado, más pequeño, los siguió.
—Tengo una orden de detención contra el doctor Marty Larrin —dijo en español.
—¿Una orden de qué? —pregunté—. ¿Cuál es la acusación?
—No me pagan para responder a los negros. ¿Cuál de ustedes es el doctor Larrin?
—Soy yo —dije en español—. Puede contestarme a mí.
Me dirigió una mirada que no había visto en años, ni siquiera en Texas.
—Cállate, negro. Uno de los blancos es el doctor Larrin.
—¿A qué se debe la orden? —preguntó Marty, en inglés.
—¿Es usted el profesor Larrin?
—Lo soy y tengo ciertos derechos. De los cuales es usted consciente.
—No tiene usted derecho a secuestrar a la gente.
—¿Es esa persona que supuestamente he secuestrado un ciudadano mexicano?
—Sabe que no. Es un representante del gobierno de Estados Unidos.
Marty se echó a reír.
—Entonces le sugiero que envíe a algún representante del gobierno de Estados Unidos. —Le dio la espalda a las armas—. ¿Dónde estábamos?
—Secuestrar va contra la ley mexicana. —La cara se le estaba poniendo roja, como a un poli de dibujos animados—. No importa quién secuestre a quién.
Marty cogió un teléfono.
—Esto es un asunto interno entre dos ramas del gobierno de Estados Unidos. — Se acercó al hombre, blandiendo el teléfono como si fuera un arma, y continuó en español—: Es usted un insecto entre dos pesadas rocas. ¿Quiere que haga la llamada que lo aplaste?
El policía se inclinó hacia atrás, pero aguantó.
—No sé nada de eso —dijo en inglés—. Una orden de detención es un asunto simple. Debe venir conmigo.
—Tonterías.
Marty pulsó un número y desenrolló un conector del auricular. Se lo insertó en la nuca.
—¡Exijo saber con quién está comunicando!
Marty se le quedó mirando, algo ausente.
—¡Cabo!
El policía hizo un gesto, y uno de los hombres colocó el cañón de su metralleta bajo la barbilla de Marty.
Marty dirigió lentamente la mano a su nuca y desconectó. Ignoró el arma y miró al hombrecito a la cara. La voz le temblaba pero habló con decisión.
—Dentro de dos minutos puede usted llamar a su comandante, Julio Casteñada.
Él le explicará en detalle el terrible error que ha estado a punto de cometer, por pura inocencia. O puede decidir volver a sus barracones y no molestar más al comandante Casteñada.
Se miraron a los ojos durante un segundo interminable. El policía hizo un gesto con la barbilla y el soldado retiró el arma. Sin decir palabra, los cuatro salieron en fila.
Marty cerró la puerta tras ellos.
—Ha sido caro —dijo—. He conectado con el doctor Spencer y él a su vez con alguien de la policía. Le hemos pagado tres mil dólares a ese Casteñada para que recusara la orden.
—A la larga, el dinero no es importante, porque podemos fabricar cualquier cosa y venderla. Pero aquí y ahora, no tenemos tiempo. Sólo una emergencia tras otra.
—A menos que alguien averigüe que tenemos una nanofragua —dijo Reza—. Entonces no serán unos cuantos polis con ametralladoras.
—Esta gente no nos buscó en la guía telefónica —repuso Asher—. Tuvo que ser alguien de la oficina de tu doctor Spencer.
—Tienes razón, desde luego —dijo Marty—. Así que como mínimo saben que tenemos acceso a una nanofragua. Pero Spencer piensa que es una conexión gubernamental de la que no puedo hablar. Eso es lo que le dirán a esos policías.
—Apesta, Marty —dije yo—. Apesta un montón. Tarde o temprano, tendrán un tanque en la puerta planteando exigencias. ¿Cuánto tiempo vamos a permanecer aquí?
Él abrió su portátil y pulsó un botón.
—En realidad, depende de Ingram. Debería estar humanizado dentro de unos seis u ocho días. De todas formas, tú y yo estaremos en Portobello el día 22.
Siete días.
—Pero no tenemos un plan de emergencia. Si el gobierno o la mafia suman dos y dos…
—Nuestro «plan de emergencia» es no perder la calma. Hasta ahora, vamos bien.
—Por lo menos, deberíamos dividirnos —dijo Asher—. Que estemos todos en un mismo sitio les facilita demasiado las cosas.
Amelia apoyó una mano sobre mi brazo.
—Emparejarnos y desaparecer. Que en cada pareja haya una persona que sepa español.
—Y hacerlo ahora —dijo Belda—. Quienquiera que haya enviado a esos tipos armados tiene su propio plan de emergencia.
Marty asintió lentamente.
—Yo me quedaré aquí. Todos los demás llamad en cuanto encontréis un sitio. ¿Quién habla suficiente español para encargarse de habitaciones y comidas?
Más de la mitad. Tardamos menos de un minuto en dividirnos por parejas. Marty abrió una gruesa maleta y puso un fajo de billetes sobre la mesa.
—Aseguraos de que cada uno tenga al menos quinientos pesos.
—Los que nos marchamos será mejor que cojamos el metro —dije—. Un ejército de taxis sería muy sospechoso, y fácil de rastrear.
Amelia y yo cogimos nuestras bolsas, todavía por deshacer, y fuimos los primeros en salir por la puerta. El metro estaba a un kilómetro de distancia. Me ofrecí a llevarle la maleta, pero ella dijo que eso sería sospechosamente antimexicano. Llevaría la mía, y caminaría dos pasos por detrás de mí.
—Al menos tenemos un poco de tiempo para trabajar en el artículo. Todo esto no servirá de nada si el proyecto Júpiter sigue en marcha el 14 de septiembre.
—He pasado un rato trabajando en él esta mañana —suspiró—. Ojalá tuviéramos a Peter.
Nunca pensé que fuera a decirlo… pero ojalá lo tuviéramos.
Pronto descubrirían, junto con el resto del mundo, que Peter continuaba con vida. Pero no estaba en condiciones de ayudar con el artículo.
La policía de St. Thomas arrestó a un hombre de mediana edad que deambulaba por el mercado al amanecer. Sucio y sin afeitar, vestido sólo con ropa interior, al principio pensaron que estaba borracho. Pero cuando la sargento de guardia lo interrogó, descubrió que estaba sobrio aunque confuso. Momentáneamente confuso: pensaba que estaban en el 2004 y que tenía veinte años.
Llevaba en la nuca un conector tan reciente que estaba manchado de sangre reseca. Alguien había invadido su mente y le había robado los últimos cuarenta años. Lo que le habían quitado de su mente corroboraba el texto del artículo, por supuesto. Dentro de unos cuantos días la gloriosa verdad se habría extendido a todos los escalones superiores del Martillo de Dios: el plan de Dios iba a cumplirse debidamente gracias a las ateas acciones de los científicos. Sólo unas cuantas personas conocían el glorioso Fin y Principio que Dios les proporcionaría el 14 de septiembre.
Uno de los autores del estudio ya no representaba amenaza alguna puesto que la mayor parte de su cerebro estaba en una caja negra en alguna parte. Los académicos que habían valorado el artículo habían fallecido todos en «accidente» o por «enfermedad».
Faltaban una autora y el agente encargado de matarla.
Dieron por supuesto que ambos habían muerto, ya que ella no había salido a la superficie para advertir al mundo. Evidentemente los autores se sentían inseguros sobre cuánto tiempo tenían antes de que el proceso fuese irreversible.
El miembro más poderoso del Martillo de Dios era el general de división Mark Blaisdell, subsecretario de la Agencia de Proyectos de Defensa de Investigación Avanzada. No era sorprendente que conociera a su rival, el general Roser de Marty, de modo superficial; comían en el mismo salón del Pentágono, un «comedor de oficiales», técnicamente, si se podía aplicar el término a un sitio con paneles de caoba y un camarero vestido de blanco por cada dos comensales.