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Authors: Joe Haldeman,Joe Haldeman

Tags: #Ciencia Ficción

Paz interminable (42 page)

BOOK: Paz interminable
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Por algún motivo recordé a mi madre, y su ira cuando el presidente Brenner fue asesinado. Yo tenía cuatro años. A ella no le gustaba nada Brenner, me enteré más tarde, y eso lo empeoraba; como si ella de algún modo hubiera sido cómplice del crimen. Como si el asesinato fuera una especie de cumplimiento de un deseo. Pero eso no se parecía al odio personal que yo sentía hacia Gavrila… Además, ella casi no era humana. Fue como eliminar a un vampiro. Un vampiro que estaba acechando a la mujer que amabas.

Amelia estaba ahora callada.

—Lamento que lo hayas visto. Ha sido bastante horrible.

Ella asintió, la cara aún enterrada en la almohada.

—Al menos se acabó. Esa parte se acabó.

Le acaricié la espalda y murmuré mi acuerdo. No sabíamos que Gavrila, como el vampiro, iba a regresar de la tumba para volver a matar.

En el aeropuerto de Guadalajara, Gavrila había escrito una breve nota para el general Blaisdell. La metió en un sobre con la dirección de su casa que metió a su vez en otro sobre, dirigido a su hermano, con instrucciones de que lo enviara sin leer su contenido si Gavrila no le llamaba al día siguiente por la mañana.

Esto es lo que decía:
Si no tiene ya noticias mías, estoy muerta. El hombre al mando del grupo que me mató es el general de división Stanton Roser, el hombre más peligroso de América. ¿Ojo por ojo? Gavrila.

Cuando la hubo enviado, consideró que no era suficiente, y en el avión escribió otras dos páginas, tratando de apuntar todo cuanto recordaba de los minutos en que había podido leer la mente de Jefferson. Con esta segunda carta no hubo suerte. La echó a un buzón de la Zona del Canal y fue automáticamente desviada hacia Inteligencia del Ejército, donde un aburrido sargento técnico leyó una parte y la recicló como correo basura.

Pero ella no había sido la única del otro bando que había tenido acceso al plan. El teniente Thurman se enteró de la muerte de Gavrila unos pocos minutos después de que se produjera, sumó dos y dos, se puso el uniforme de paseo y salió a la calle. Llegó a la garita del centinela sin ningún problema. El zapato que había sustituido al que Gavrila había asesinado estaba casi catatónico. Dejó pasar a Thurman con un rígido saludo.

No tenía dinero para un vuelo comercial, así que tuvo que arriesgarse a usar los militares. Si la persona equivocada pedía sus órdenes de viaje, o si tenía que pasar por un escáner retinal por motivos de seguridad, se acabó. No sólo por estar ausente sin permiso, sino por huir de un arresto administrativo.

Una combinación de suerte, riesgo y planificación funcionó. Salió de la base a bordo de un helicóptero de suministros que regresaba a la Zona del Canal. Sabía que la ZC llevaba meses sumida en el caos burocrático, desde que se había separado de Panamá y pasado a ser territorio de Estados Unidos. La base de las Fuerzas Aéreas no era exactamente de ultramar ni tampoco pertenecía al interior. Se puso en lista de espera para un vuelo a Washington, deletreando mal su nombre, y media hora después mostró fugazmente su carnet de identidad y subió a bordo.

Llegó a la base aérea de Andrews al amanecer, tomó un copioso desayuno gratis en el comedor de oficiales en tránsito y luego esperó hasta las nueve y media. Entonces llamó al general Blaisdell.

Los galones de teniente no te mueven muy rápido por las líneas del Pentágono. Les dijo a dos civiles, dos sargentos y un camarada teniente que tenía un mensaje personal para el general Blaisdell. Finalmente, acabó ante una coronel de aviación que era su ayudante administrativa.

Era una mujer atractiva unos cuantos años mayor que Thurman. Lo miró con recelo.

—Llama usted desde Andrews —dijo—, pero mis datos indican que está destinado en Portobello.

—Eso es. Estoy de permiso por enfermedad.

—Muestre sus órdenes a la cámara.

—No las tengo aquí. —Se encogió de hombros—. Mi equipaje se perdió.

—¿Guardó sus órdenes en el equipaje?

—Por error.

—Ese error podría costarle caro, teniente. ¿Cuál es el mensaje para el general?

—Con el debido respeto, coronel, es muy personal.

—Si es tan personal, será mejor que lo meta en una carta y lo envíe a su casa. Yo reviso todo lo que pasa por este despacho.

—Por favor. Dígale que es de su hermana.

—El general no tiene ninguna hermana.

—Su hermana Gavrila —insistió—. Tiene problemas.

Ella alzó súbitamente la cabeza y habló más allá de la pantalla.

—Sí, señor. Inmediatamente.

Pulsó un botón y su rostro fue sustituido por el logo verde de la APDIA. Una temblequeante barra de codificación apareció sobre ella, y luego se disolvió en el rostro del general. Parecía amable, como un abuelo.

—¿Tiene seguridad en su extremo?

—No, señor. Es un teléfono público. Pero no hay nadie cerca.

El general asintió.

—¿Habló con Gavrila?

—Indirectamente, señor. —Miró alrededor—. Fue capturada y le instalaron un conector. Yo conecté brevemente con sus captores. Está muerta, señor.

El general no cambió de expresión.

—¿Completó su misión?

—Si era deshacerse de esa científico, no, señor. Murió en el intento.

Mientras hablaban, el general hizo dos imperceptibles gestos con la mano, señales de reconocimiento para los terminadores y el Martillo de Dios. Naturalmente, Thurman no reconoció ninguna de ellas.

—Señor, hay una gran conspiración…

—Lo sé, hijo. Continuemos esta conversación cara a cara. Le enviaré mi coche. Le llamarán cuando llegue.

—Sí, señor —dijo el teniente a una pantalla en blanco.

Thurman bebió café durante casi una hora, mirando el periódico pero sin leerlo. Lo llamaron y le dijeron que la limusina del coronel lo estaba esperando en la zona de llegadas.

Se dirigió hacia allí y se sorprendió al ver que el conductor de la limusina era humano: una joven sargento técnica vestida con un uniforme verde. Le abrió la puerta trasera. Las ventanillas eran espejos opacos.

Los asientos, aunque mullidos y blandos, estaban forrados de incómodo plástico. La conductora no le dijo una palabra, pero puso música: jazz ligero. Tampoco condujo, en realidad, aparte de pulsar un botón. Leía una anticuada Biblia impresa en papel e ignoraba la aburrida monotonía de los grandes y grises módulos Grossman que albergaban cada uno un millón de personas. A Thurman le fascinaban. ¿Quién querría vivir voluntariamente de esa forma? Por supuesto la mayoría de sus ocupantes eran sin duda reclutas del gobierno, haciendo tiempo hasta cumplir su servicio.

Viajaron a lo largo de un río, en un cinturón verde, durante varios kilómetros, y luego subieron una rampa en espiral hasta una ancha carretera que conducía al Pentágono, que en realidad eran dos: el edificio histórico, más pequeño, alojado dentro de otro, donde se realizaba la mayor parte del trabajo. Thurman sólo vio la estructura completa unos segundos, y luego el coche atravesó un largo arco de hormigón hasta su base.

La limusina se detuvo ante una zona de carga, identificada sólo por las ajadas letras amarillas BLKR-DE21. La conductora soltó su Biblia, bajó del coche y abrió la puerta de Thurman.

—Por favor, sígame, señor.

Atravesaron una puerta automática que conducía directamente a un ascensor, cuyas paredes eran una infinita regresión de espejos. La conductora colocó la mano en la placa y dijo:

—General Blaisdell.

El ascensor se puso en movimiento durante aproximadamente un minuto. Mientras, Thurman estudió a un millón de Thurmans perdiéndose en cuatro direcciones, y trató de no contemplar los diversos ángulos atractivos de su escolta. Una hojeabiblias no era su tipo. Pero tenía un buen culo.

Las puertas se abrieron ante una silenciosa y vacía sala de recepción. La sargento ocupó una mesa y conectó una consola.

—Dígale al general que el teniente Thurman está aquí. —Hubo un susurro y ella asintió—. Venga conmigo, señor.

La siguiente habitación se parecía más al despacho de un general. Paneles de madera, cuadros reales en las paredes, una picventana que mostraba el monte Kilimanjaro. Una pared de premios y citas y holos del general con cuatro presidentes.

El viejo caballero se levantó de detrás de su enorme y ordenada mesa. Era atlético y los ojos le brillaban.

—Teniente, por favor, siéntese aquí. —Indicó uno de los dos sillones de cuero. Miró a la sargento—. Y que pase el señor Carew.

Thurman se sentó, inquieto.

—Señor, no estoy seguro de cuánta gente debería…

—Oh, el señor Carew es un civil, pero podemos confiar en él. Es especialista en información. Conectará con usted y nos ahorrará muchísimo tiempo.

Thurman tuvo un arrebato de migraña premonitoria.

—Señor, ¿es absolutamente necesario? Conectar…

—Oh, sí, sí. El hombre es testigo conector en el sistema jurídico federal. Es una maravilla, una auténtica maravilla.

La maravilla entró sin hablar. Parecía una réplica en cera de sí mismo. Traje formal y pajarita.

—El —dijo, y el general asintió. Se sentó en la otra silla y sacó dos cables de conexión de una caja colocada sobre la mesa situada entre Thurman y él.

Thurman abrió la boca para explicarse, pero entonces lo enchufaron. Carew lo imitó.

Thurman se envaró y puso los ojos en blanco. Carew lo miró con interés y empezó a respirar con dificultad; el sudor le perlaba la frente.

Tras unos minutos desconectó y Thurman se hundió en el alivio de la inconsciencia.

—Ha sido duro para él, pero tengo un montón de información interesante.

—¿Lo tiene todo? —dijo el general.

—Todo lo que necesitamos y más.

Thurman empezó a toser y se sentó lentamente en una posición normal. Se cubrió la frente con una mano y se frotó la sien con la otra.

—Señor… ¿podría pedirle un analgésico?

—Por supuesto… ¿Sargento?

Ella salió y regresó con un vaso de agua y una píldora.

Thurman se la tragó agradecido.

—Ahora… señor. ¿Qué hacemos a continuación?

—Lo siguiente que hará usted, hijo, es descansar un poco. La sargento lo llevará a un hotel.

—Señor, no tengo cartilla de racionamiento, ni dinero. Todo está en Portobello: me encontraba bajo arresto.

—No se preocupe. Nos encargaremos de todo.

—Gracias, señor.

El dolor de cabeza remitía, pero tuvo que cerrar los ojos ante los espejos del ascensor, o enfrentarse a la perspectiva de verse a sí mismo vomitar un millar de veces.

La limusina no se había movido. Se sentó agradecido sobre el suave y grueso plástico.

La conductora cerró su puerta y ocupó el asiento delantero.

—Ese hotel —le preguntó—, ¿vamos a ir hasta el centro?

—No —dijo ella, y puso el motor en marcha—. A Arlington.

Se dio la vuelta, alzó una automática del 22 con silenciador y le disparó una vez en el ojo izquierdo. Thurman tanteó en busca de la manecilla de la puerta y ella se inclinó hacia delante y le disparó otra vez, a bocajarro, en la sien. La mujer hizo una mueca al ver los destrozos y pulsó el botón que llevaría el coche al cementerio.

Marty dejó caer la bomba al traer un amigo al desayuno. Comíamos de las máquinas, como solíamos hacer cada mañana, cuando Marty entró con alguien a quien no reconocí al principio. Pero sonrió, y recordé el diamante incrustado en su diente frontal.

—¿Soldado Benyo? —Era uno de los mecánicos de guardia sustituidos por mi antiguo pelotón.

—En carne y hueso, sargento. —Le estrechó la mano a Amelia y se presentó, luego se sentó y se sirvió una taza de café.

—¿Cuál es la historia? —pregunté—. ¿No valió?

—No —volvió a sonreír—. Lo que no valen son las dos semanas.

—¿Qué?

—No hacen falta dos semanas —dijo Marty—. Benyo está humanizado, igual que todos los demás.

—No lo entiendo.

—Tu estabilizadora, Candi, estaba en el bucle. ¡Eso es lo que lo consiguió! Sólo tarda unos dos días, si estás conectado con alguien que ya está humanizado.

—Pero… ¿entonces por qué tardó dos semanas enteras con Jefferson? —Se echó a reír.

—¡No fue así! Ya era uno de ellos después de un par de días, pero la gente no lo reconoció, puesto que era el primero… y estaba un 90 % a favor desde el principio. Todo el mundo, Jefferson incluido, estaba concentrado en Ingram, no en él.

—Pero luego se coge a un tipo como yo —dijo Benyo—, que odia la idea desde el principio… y tampoco era una dulzura, demonios, todo el mundo se dio cuenta cuando me convertí.

—¿Y está convertido? —dijo Amelia. Él se puso serio y asintió—. ¿No se siente resentido por… perder al hombre que solía ser?

—Es difícil de explicar. Lo que soy ahora es el hombre que solía ser. Pero más de lo que solía ser, ¿entiende? —Hizo un gesto de indefensión con ambas manos—. Lo que quiero decir es que ni en un millón de años habría descubierto quién era realmente, aunque estaba allí todo el tiempo. Necesitaba que los otros me lo mostraran.

Ella sonrió y sacudió la cabeza.

—Parece una conversión religiosa.

—Lo es, más o menos —dije yo—. Literalmente lo fue, con Ellie.

No tendría que haber dicho eso; Amelia empezó a entristecerse. Apoyé mi mano en la suya.

Durante un rato, todo el mundo guardó silencio.

—Bueno —dijo Amelia—. ¿En qué afecta esto a nuestro calendario?

—Si lo hubiéramos sabido antes de empezar, lo habría acelerado considerablemente… y por supuesto lo hará a la larga, cuando vayamos a cambiar el mundo.

«Ahora mismo el factor limitador es el horario de intervenciones quirúrgicas. Planeamos terminar el último grupo de implantes el día 31. Así que el tres de agosto tendremos un edificio lleno de conversos, de general a soldado raso.

—¿Qué hay de los prisioneros de guerra? —pregunté—. McLaughlin no los convirtió en dos días, ¿no?

—Lo repito de nuevo: si lo hubiéramos sabido… Nunca conectó con ellos más de unas cuantas horas por sesión. Sería bueno saber si funciona con miles de personas a la vez.

—¿Cómo sabes si es una cosa o la otra? —preguntó Amelia—. Dos semanas si son sólo gente «normal»; dos días si uno de los elegidos está con ellos todo el tiempo. No sabemos nada de los casos intermedios.

—Es verdad. —Se frotó los ojos y sonrió—. Y no tenemos tiempo para experimentar. Hay una ciencia fascinante que explorar, pero como dijimos en San Bartolomé, no vamos a dedicarnos a la ciencia todavía. —Su teléfono sonó—. Un segundo.

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