Paz interminable (39 page)

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Authors: Joe Haldeman,Joe Haldeman

Tags: #Ciencia Ficción

BOOK: Paz interminable
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—He estado allí. He hablado con ella.

—El doctor iba a conectarla.

—Lo hicieron: una instalación rápida de alto riesgo. Es del Martillo de Dios, de la misma célula que Ingram. —Le conté lo del general del Pentágono—. No creo que estés a salvo aquí. En ninguna parte de Guadalajara. Nos siguió desde San Bartolomé hasta la puerta de la clínica, a través de los satélites espía en órbita baja.

—¿Nuestro país usa satélites para espiar a su propio pueblo?

—Bueno, los satélites dan vueltas alrededor del mundo. Simplemente, no se molestan en desconectarlos cuando están sobre Estados Unidos.

Había una máquina de café en la pared. Seguí hablando mientras la ponía en marcha.

—No creo que ese Blaisdell sepa exactamente dónde estamos. De lo contrario habría enviado a un equipo SWAT en vez de a una asesina solitaria, o al menos a un equipo que la cubriera.

—¿Nos captaron los satélites a cada uno individualmente, o sólo detectaron el autobús?

—El autobús y el camión.

—Así que podría salir de aquí, ir a la estación de trenes y largarme a cualquier lugar de México.

—No lo sé. Ella tenía una foto tuya, así que tenemos que asumir que Blaisdell puede darle una copia al próximo asesino. Si sobornan a alguien, tendrías a todos los policías de México buscándote.

—Qué bonito es sentirse querida.

—Tal vez deberías regresar a Portobello conmigo. Esconderte en el Edificio 31 hasta que sea seguro. Marty puede cursar órdenes para ti, probablemente en cuestión de un par de horas.

—Qué bien. —Se desperezó y bostezó—. Me quedan unas cuantas horas con esta prueba. Me gustaría que la repasaras; luego la enviaremos desde un teléfono del aeropuerto antes de marcharnos.

—Bien. Será un alivio dedicarme a la física para variar.

Amelia había escrito una argumentación buena y concisa. Añadí una larga nota a pie de página sobre la adecuación de la teoría de pseudooperadores en aquel asunto. También leí la versión de Ellie para la prensa popular. Me pareció poco convincente (no había cálculos), pero supuse que sería mejor plegarme ante su experiencia y mantener la boca cerrada. Sin embargo ella intuyó mi inquietud y recalcó que, aunque no usar matemáticas era como escribir de religión sin mencionar a Dios, los editores creían que el 90% de sus lectores abandonaría a la primera ecuación.

Llamé a Marty. Estaba en el quirófano, pero un ayudante volvió a llamar y dijo que las órdenes estarían esperando a Amelia en la puerta. También comunicó la poco sorprendente noticia de que el teniente Thurman no iba a estar entre los humanizados. Esperábamos que el entorno mental pacífico, estar conectado con gente de mi pelotón convertido, eliminaría el estrés que causaba sus migrañas. Pero no, simplemente volvieron después, y más fuertes. Así que, como yo, tendría que quedarse fuera. Al contrario que yo, él estaba virtualmente bajo arresto domiciliario, ya que los pocos minutos que pasó conectado fueron suficientes para que supiera demasiado.

Anhelaba hablar con él, puesto que ya no éramos burócratas aburridos. De repente teníamos muchas cosas en común por ser ex mecánicos involuntarios.

También tuve de pronto muchas más cosas en común con Amelia. Si había alguna ventaja en perder la habilidad de conectarse, era ésa: borró la principal barrera que se alzaba entre nosotros. Lisiados ambos, desde mi punto de vista, pero juntos a fin de cuentas.

Me sentía tan bien trabajando con ella, sólo por estar en la misma habitación que ella, que me resultaba difícil creer que el día antes estaba dispuesto a tomarme la píldora. Bueno, ya no era «yo». Supuse que podía posponer averiguar quién era hasta pasado el 14 de septiembre. Para entonces bien podría ser insustancial… ¡Yo podría ser insustancial! Puro plasma.

Mientras Amelia hacía su pequeña maleta, llamé al aeropuerto para preguntar el número de vuelo, y verifiqué que tenían teléfonos de pago con enlaces de datos de larga distancia. Pero entonces advertí que si Amelia tenía órdenes esperándola en Portobello, probablemente volaríamos en un avión militar. Llamé al campo D'Orso y, en efecto, Amelia era la capitana Blaze Harding. Había un vuelo que salía al cabo de noventa minutos, un aviador de carga con espacio de sobra si no nos importaba sentarnos en bancos.

—No sé —dijo Amelia—. Ya que mi rango es superior al tuyo, tendría que sentarme en tu regazo.

El taxi llegó con tiempo de sobra. Amelia cargó doce copias de la prueba, junto con mensajes personales a sus amigos de confianza, y luego envió copias a la red de física pública y a la red de matemáticas. Puso la versión de Ellie en las noticias de ciencia popular y en las generales, y luego corrimos hacia el aviador.

Correr hacia la base aérea, en vez de esperar en el motel al siguiente vuelo comercial, probablemente les salvó la vida.

Media hora después de su partida, Ellie respondió a una llamada en la puerta. A través de la mirilla, vio a una doncella mexicana, con delantal y escoba, bonita, de pelo largo, negro y rizado.

Abrió la puerta.

—No hablo español…

El extremo de la escoba le golpeó el plexo solar; cayó hacia atrás y chocó contra el suelo, encogida.

—Ni yo tampoco, Satanás. —La mujer la alzó con facilidad y la arrojó contra una silla—. No emitas ni un sonido o te mataré.

Sacó un rollo de cinta adhesiva del bolsillo del delantal, ató con ella las muñecas de la mujer, y luego la pasó dos veces alrededor de su pecho y el respaldo de la silla. Cortó un pedazo y lo colocó sobre la boca de Ellie.

Se despojó del delantal. Ellie jadeaba por la nariz cuando vio la ropa de hospital de debajo manchada de sangre.

—Ropa.

Se quitó el pijama ensangrentado. Se dio la vuelta con tensa voluptuosidad muscular, y vio la maleta de Ellie por la puerta de doble hoja abierta.

—Ah.

Atravesó la puerta y volvió con unos vaqueros y una camisa de algodón.

—Un poco anchos, pero me valdrán.

Los dobló con cuidado sobre la cama y retiró suficiente cinta para que Ellie pudiera hablar.

—No te vas a vestir —dijo Ellie— porque no quieres mancharte la ropa de sangre. Mi ropa con mi sangre.

—Tal vez quiero excitarte. Pienso que eres lesbiana, y vives aquí con Blaze Harding.

—Claro.

—¿Dónde está?

—No lo sé.

—Claro que lo sabes. ¿Tengo que lastimarte?

—No voy a decirte nada. —Su voz temblaba; tragó saliva—. Vas a matarme de todas formas.

—¿Por qué piensas eso?

—Porque puedo identificarte.

Ella sonrió, indulgente.

—Acabo de matar a dos guardias y he escapado de la zona de alta seguridad de la clínica. Mil policías conocerán mi aspecto. Puedo dejarte vivir.

Se inclinó hacia el suelo con un movimiento gimnástico y sacó un brillante escalpelo del bolsillo de delantal.

—¿Sabes qué es esto?

Ellie asintió y deglutió.

—Ahora, juro solemnemente que no te mataré si respondes con sinceridad a mis preguntas.

—¿Lo juras por Dios?

—No, eso es blasfemia. —Sopesó el escalpelo y lo contempló—. De hecho, no te mataré ni siquiera aunque me mientas. Sólo te haré tanto daño que me suplicarás la muerte. Pero en cambio, antes de marcharme, te cortaré la lengua para que no puedas decirles nada sobre mí. Y luego te cortaré las manos para que no puedas escribir. Les haré un torniquete con esta cinta, por supuesto. Quiero que tengas una larga vida para lamentarte.

La orina goteó al suelo y Ellie empezó a sollozar. Gavrila le colocó la cinta sobre la boca.

—¿No te dijo tu madre nunca aquello de «Ahora tendrás algo por lo que llorar»?

Descargó una puñalada y clavó la mano izquierda de Ellie a la silla.

Ellie dejó de llorar y contempló aturdida el mango del escalpelo y el chorro de sangre.

Gavrila meneó un poco la hoja y la sacó. El flujo de sangre aumentó, pero colocó amablemente un kleenex encima y la cubrió con cinta.

—Ahora, si te dejo hablar, ¿responderás a mis preguntas? ¿No llorarás?

Ellie asintió y Gavrila retiró la mitad de la cinta.

—Fueron al aeropuerto.

—¿Ella y su amigo negro?

—Sí. Van a Texas. A Houston.

—Oh. Eso es mentira. —Colocó el escalpelo sobre el dorso de la otra mano de Ellie, y alzó el puño como un martillo.

—¡Panamá! —dijo con un ronco grito—. Portobello. No… por favor, no…

—¿Número de vuelo?

—No lo sé. Lo oí anotarlo —señaló con la cabeza—, junto a aquel teléfono de allí.

Gavrila se acercó y recogió un papel.

—«Aeroméxico 249.» Supongo que tenían tanta prisa que se lo dejaron.

—Tenían prisa.

Gavrila asintió.

—Supongo que yo también debería tenerla. —Se acercó y observó a su víctima, pensativa—. No te haré todas esas cosas que te dije, aunque hayas mentido.

Cubrió con la cinta la boca de Ellie; cogió otro trozo y le cubrió la nariz. Ellie empezó a patalear salvajemente y a mover la cabeza de un lado a otro, pero Gavrila consiguió rodearle firmemente la cabeza con dos vueltas y mantener los dos trozos pequeños en su sitio e impedirle cualquier posibilidad de tomar aire. En sus esfuerzos, Ellie volcó la silla. Gavrila la volvió a enderezar sin esfuerzo, como había hecho Julián con ella un par de horas antes. Luego se vistió despacio, mirando los ojos de la pagana mientras moría.

Había un mensaje esperándonos en mi oficina, destellando en la pantalla de la consola. Gavrila había vencido a su guardián y había escapado.

Bueno, no había manera de que nos siguiera al interior de la base, encerrados como estábamos dentro de un edificio aislado por decreto del Pentágono. A Amelia le preocupaba que la mujer pudiera averiguar dónde había estado viviendo, así que llamó a Ellie. No hubo respuesta. Dejó un mensaje, advirtiéndola sobre Gavrila y aconsejándole que se trasladara a otra parte de la ciudad.

El horario de trabajo de Marty indicaba que en aquel momento se encontraba en el quirófano y que no estaría libre hasta las 19.00; cinco horas. Había algo de queso y cerveza en la nevera. Comimos con calma y luego nos tumbamos en la cama. Era estrecha para dos personas, pero estábamos tan agotados que cualquier cosa horizontal valía. Ella se quedó dormida con la cabeza sobre mi hombro, por primera vez en mucho tiempo. Me desperté atontado con el aviso de la consola. No despertó a Amelia, pero yo sí, en mis torpes esfuerzos por levantarme. Tenía el brazo izquierdo dormido, un frío leño cosquilleante, y había dejado un romántico charco de baba sobre su mejilla.

Se frotó la cara y abrió un poquito los ojos.

—¿El teléfono?

—Sigue durmiendo. Te avisaré si hay algo.

Entré en la oficina, golpeándome el costado con el brazo izquierdo. Saqué un ginger-ale de la nevera (la bebida favorita de quienquiera que hubiese vivido allí antes), y me senté ante la consola:

Marty se reunirá con Blaze y contigo a las 19.15 en el comedor. Lleva esto.

8

El contenido de la lista me resultaba familiar: la dotación completa del Edificio 31, menos yo. Probablemente la había visto un centenar de veces al día en mi antiguo trabajo.

El orden del listado era extraño, ya que no tenía nada que ver con las funciones de la gente (yo normalmente lo veía como una lista de servicio), pero sólo tardé un instante en comprenderlo. Los cinco primeros nombres eran los mecánicos de guardia cuyos soldaditos habían sido tomados por mi pelotón. Luego venía una lista de todos los oficiales conectados juntos desde el 26 de julio, presumiblemente no todos en un solo grupo.

Del mismo modo, al final de la lista estaban todos los suboficiales y soldados conectados, además de los guardias. También llevaban conectados juntos desde hacía dos días. Todos saldrían teóricamente el nueve de agosto, curados de la guerra.

Entre esos dos grupos, una lista de los sesenta y tantos que habían pasado hasta ahora sus vidas por debajo del
handicap
de la normalidad. Los cuatro doctores estaban operando desde el día anterior. Por lo visto el equipo uno llevaba a cabo cinco intervenciones al día, y el equipo dos (posiblemente formado por los expertos de la Zona del Canal) ocho.

Oí a Amelia moverse en el dormitorio cambiándose de ropa. Salió peinándose y con un vestido, una prenda mexicana negra y roja que nunca había visto.

—No sabía que te hubieras comprado un vestido.

—Me lo regaló el doctor Spencer; dijo que lo compró para su esposa, pero que no le sentaba bien.

—Bonita historia.

Ella miró por encima de mi hombro.

—Es un montón de gente.

—Están operando a una docena al día, con dos equipos. Me pregunto si ahora estarán durmiendo.

—Bueno, están comiendo. —Consultó su reloj—. ¿Está muy lejos el comedor?

—A un par de minutos.

—¿Por qué no te cambias de camisa y te afeitas?

—¿Para Marty?

—Para mí. —Me dio un golpecito en el hombro—. Aparta. Quiero llamar otra vez a Ellie.

Me di un afeitado rápido y encontré una camisa que sólo me había puesto un día.

—Sigue sin responder —dijo Amelia desde la otra habitación—. Tampoco hay nadie en la recepción del motel.

—¿Quieres comprobar en la clínica? ¿Y qué hay de la habitación de Jefferson?

Ella sacudió la cabeza y pulsó la tecla de imprimir.

—Después de cenar. Probablemente haya salido.

Una copia de la lista salió por la ranura. Amelia la cogió, la dobló y se la metió en el bolso.

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