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Authors: Joe Haldeman,Joe Haldeman

Tags: #Ciencia Ficción

Paz interminable (41 page)

BOOK: Paz interminable
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»Alguien lo conectó y le robó todo su pasado, hasta ese año. ¿Por qué? ¿Qué sabía? Tenemos con nosotros a Simone Mallot, jefe de la Unidad de Neuropatología Forense del FBI. —Una mujer con una bata blanca, con un montón de reluciente equipo detrás—. Doctora Mallot, ¿qué puede decirnos sobre el nivel de la técnica quirúrgica utilizada con este hombre?

—La persona que hizo esto debería estar en la cárcel. Se usó, o usó mal, equipo sutil; la investigación microscópica dirigida por IA indica que inicialmente trataron de borrar recuerdos específicos, bastante recientes. Pero fallaron repetidas veces, y al final borraron un gran bloque con una descarga potente. Fue el asesinato de una personalidad y, lo sabemos ahora, la destrucción de una gran mente.

Junto a mí, Amelia suspiró, casi un sollozo, pero se inclinó hacia delante, estudiando la consola con intensidad.

Burley miró directamente a cámara.

—Peter Blankenship sabía algo… o al menos creía algo, que nos afecta profundamente a ustedes y a mí. Creía que, a menos que emprendamos acciones para impedirlo, el mundo llegará a su fin el catorce de septiembre.

Apareció una imagen del Espejo Múltiple de la cara oculta de la luna, funcionando laborioso. Luego una imagen de Júpiter rotando.

—El proyecto Júpiter, el experimento científico más grande y complejo realizado jamás. Peter Blankenship hizo cálculos que demostraban que había que detenerlo. Luego desapareció, y regresó incapacitado para testificar sobre nada científico.

»Pero su ayudante, la catedrática Blaze Harding —unas imágenes de Amelia dando clase—, sospechaba una maniobra y desapareció también. Desde un escondite en México envió docenas de copias de la teoría de Blankenship, y de las difíciles operaciones matemáticas que la sustentan, a científicos de todo el mundo.

Las opiniones están divididas.

De vuelta en el estudio, Burley se volvió hacia dos hombres, uno de ellos familiar.

—¡Dios, Macro no! —dijo Amelia.

—Tengo conmigo esta noche a los profesores Lloyd Doherty y Mac Román. El doctor Doherty ha sido mucho tiempo socio de Peter Blankenship. El doctor Román es el decano de ciencias de la Universidad de Texas, donde la profesora Harding trabaja e imparte clases.

—¿Impartir clases no es un trabajo? —comenté yo, y ella me mandó callar.

Macro se echó hacia atrás con su familiar expresión de sentirse satisfecho de sí mismo.

—La profesora Harding ha estado bajo una gran presión últimamente, en parte por su aventura amorosa con uno de sus estudiantes además de con Peter Blankenship.

—Ciñámonos a la ciencia, Macro —dijo Doherty—. Usted ha leído el estudio. ¿Qué piensa de él?

—Bueno, es… es completamente fantástico. Ridículo.

—Dígame por qué.

—Lloyd, la audiencia no entendería las operaciones matemáticas que se barajan. Pero la idea es absurda de por sí: que las condiciones físicas que se obtienen dentro de algo más pequeño que un bosón puedan provocar el fin del universo.

—La gente solía decir que era absurdo pensar que un diminuto germen podía causar la muerte de un ser humano.

—Es una analogía inapropiada. —Su cara rubicunda se volvió más oscura.

—No, es precisa. Pero estoy de acuerdo con usted en que no destruirá el universo.

Macro hizo un gesto a Burley y la cámara.

—Pues bien.

Doherty continuó:

—Sólo destruiría el sistema solar, quizá la galaxia. Un rincón relativamente pequeño del universo.

—Pero destruiría la Tierra —dijo Burley.

—En menos de una hora, sí. —La cámara se centró en él—. No hay duda sobre eso.

—¡Claro que la hay! —dijo Macro, fuera de plano.

Doherty le dirigió una mirada cansada.

—Aunque la duda fuera razonable, y no lo es, ¿qué tanto por ciento de probabilidades sería aceptable? ¿Un 50%? ¿El 10%? ¿Una posibilidad entre cien de que todo el mundo muera?

—La ciencia no funciona así. Las cosas no son verdad al 10%.

—Y la gente tampoco muere al 10 %. —Se volvió hacia Burley—. El problema que encuentro no está en los primeros minutos o incluso milenios de la predicción. Simplemente creo que han cometido un error al extrapolarlo al espacio intergaláctico.

—Explíquese —dijo Burley.

—En definitiva, el resultado sería el doble de materia, el doble de galaxias. Hay espacio para ellas.

—Si una parte de la teoría está equivocada… —empezó a decir Macro.

—Aún más —continuó Doherty—, parece que esto ya ha ocurrido antes. Explica algunas anomalías aquí y allá.

—Volviendo a la Tierra, o al menos a su sistema solar —dijo Burley—. ¿Sería muy difícil detener el proyecto Júpiter? ¿El mayor experimento jamás preparado?

—Nada, en términos de ciencia. Bastaría con una señal de radio del LPC. Hacer que la gente envíe una señal que acabe con su carrera científica, eso sí que sería difícil.

»Pero la carrera de todo el mundo terminará el catorce de septiembre, si no lo hacen.

—Sigue siendo una tontería irresponsable —insistió Macro—. Ciencia de pacotilla, sensacionalismo.

—Tiene unos diez días para demostrarlo, Mac. Una larga cola se está formando tras ese botón.

Primer plano de Burley, sacudiendo la cabeza.

—A mi modo de ver, nunca será demasiado pronto para desconectarlo.

La consola se apagó.

Nos reímos y abrazamos y compartimos un ginger-ale para celebrarlo. Pero entonces la consola trinó y se conectó otra vez sin que yo pulsara el botón de respuesta.

Apareció el rostro de Eileen Zakim, la nueva líder de mi pelotón.

—Julián, tenemos un verdadero problema. ¿Vas armado?

—No… bueno, sí. Aquí hay una pistola.

Pero se habían olvidado de ella, como del ginger-ale. No había comprobado si estaba cargada.

—¿Qué ocurre?

—Esa zorra loca de Gavrila está aquí. Tal vez dentro. Mató a una niña pequeña en la calle para distraer al guardia zapato de la puerta.

—¡Santo cielo! ¿No tenemos a un soldadito ahí delante?

—Sí, pero patrulla. Gavrila esperó a que el soldadito estuviera en el otro lado del complejo. Tal como lo hemos reconstruido, acuchilló a la niña y la arrojó, moribunda, contra la garita del centinela. Cuando el zapato abrió la puerta, le cortó la garganta, lo sacó de la garita y usó su huella dactilar para abrir la puerta interna.

Saqué la pistola y eché el cerrojo a la puerta.

—¿Reconstruido? ¿No lo sabéis con seguridad?

—No hay forma de asegurarlo; la puerta interior no tiene cámaras de vigilancia. Pero lo volvió a arrastrar a la garita y, si es militar, sabe cómo funciona la cerradura dactilar.

Comprobé la recámara de la pistola. Ocho balas de volteadores. Cada bala contenía ciento cuarenta y cuatro volteadores afilados como agujas: cada una de ellas era en realidad un trozo de metal plegado y prensado que se descomponía en ciento cuarenta y cuatro piezas cuando apretabas el gatillo. Salían convertidas en una lluvia de furia capaz de cercenar un brazo o una pierna.

—Ahora que está en el complejo…

—No lo sabemos con seguridad.

—Si lo está, ¿hay más cerraduras dactilares? ¿Alguna entrada monitorizada?

—La entrada principal. No hay cerraduras dactilares, sólo mecánicas. Mi gente está comprobando todas las puertas.

Di un respingo ante lo de «mi» gente.

—Muy bien. Aquí estamos seguros. Mantennos informados.

—Lo haré.

La consola se oscureció.

Los dos miramos la puerta.

—Tal vez no tenga nada que pueda atravesarla —dijo Amelia—. Usó un cuchillo con la niña y el guardia. Sacudí la cabeza.

—Creo que eso lo hizo por divertirse.

Gavrila se metió en un armario, bajo un fregadero, esperando, con el M-31 preparado y el rifle de asalto del guardia clavado en las costillas. Había entrado por una puerta de servicio abierta al aire nocturno, y la cerró tras ella. Mientras observaba por una rendija, su paciencia y previsión fueron recompensadas. Un soldadito se acercó en silencio a la puerta, comprobó la cerradura y pasó de largo.

Un minuto después, Gavrila salió y se desperezó. Tenía que encontrar a la mujer o hallar algún modo de destruir el edificio entero. Pero rápido. La superaban enormemente en número, y para ganar la ventaja del terror había sacrificado la posibilidad de la sorpresa.

En la pared había un teclado y una consola, gris plástico convirtiéndose en blanco con alguna especie de película. Se acercó y pulsó una letra al azar, y se encendió. Tecleó «directorio» y fue recompensada con una lista del personal. Blaze Harding no constaba en ella, pero sí Julián Class, con el 8-1841. Eso parecía más un número de teléfono que el de una habitación.

Por impulso, pasó un lápiz sobre el nombre y lo pulsó. Eso le dio el 241, más útil. Era un edificio de dos plantas.

Un súbito ruido la sorprendió. Se dio la vuelta, apuntando con ambas armas, pero era sólo una lavadora desatendida que había estado en pausa mientras ella permanecía oculta.

Ignoró el montacargas y se coló por una pesada puerta de SALIDA DE EMERGENCIA que daba a una polvorienta escalera. No parecía haber ninguna cámara de seguridad. Subió rápidamente y en silencio hasta la segunda planta.

Reflexionó un momento y dejó una de las armas junto a la puerta del rellano. Sólo necesitaba una para matar. Además, se retiraría rápido, y podría querer un elemento de sorpresa. Sabrían que tenía el rifle de asalto del guardia, y probablemente no conocían aún la existencia del M-31.

Abrió ligeramente la puerta y vio que las habitaciones impares estaban frente a ella; los números aumentando hacia la derecha. Cerró los ojos para inspirar profundamente y entonar una silenciosa oración, y luego atravesó la puerta a la carrera, asumiendo que habría cámaras y soldaditos en su futuro inmediato.

No hubo nada. Se detuvo ante la 241. Tardó una fracción de segundo en advertir la placa con el nombre CLASS; alzó el rifle de asalto y disparó una silenciosa ráfaga a la cerradura.

La puerta no se abrió. Apuntó un poco más arriba y esta vez voló el cerrojo. La puerta se abrió unos centímetros y ella terminó de abrirla de una patada.

Julián estaba allí de pie, en la sombra, empuñando la pistola con las dos manos. Ella giró instintivamente mientras él disparaba, y la andanada de cuchillas que la habría decapitado sólo le arrancó un trozo del hombro izquierdo. Disparó dos tiros a la oscuridad (confiando que Dios los guiara, no hacia él, sino hacia la científica blanca que venía a castigar) y saltó para apartarse de su segunda andanada. Luego volvió corriendo a las escaleras y atravesó la puerta mientras el tercer disparo de Julián redecoraba el pasillo.

Había un soldadito esperando allí, enorme en lo alto de las escaleras. Ella sabía por la mente de Jefferson que al mecánico que lo controlaba probablemente le habían lavado el cerebro, por lo que no podría matarla. Vació el resto del cargador en los ojos de la cosa.

El negro le gritaba que arrojara su arma y saliera con las manos en alto. Muy bien. Probablemente era lo único que se interponía entre la científico y ella.

Abrió la puerta con el pie, ignorando al soldadito que manoteaba a ciegas tras ella, y arrojó el inútil rifle de asalto. —Ahora sal despacio —dijo el hombre. Ella tardó un momento en visualizar su movimiento mientras aflojaba el seguro del M-31. Rodar sobre el hombro por el pasillo y luego una ráfaga continua en su dirección. Saltó.

Fue un error. El la alcanzó antes de que golpeara el suelo. Un dolor infernal en el vientre. Vio su propia muerte, un denso chorro de sangre y entrañas mientras su hombro golpeaba el suelo y ella trataba de completar el giro pero simplemente resbalaba.

Consiguió incorporarse apoyándose en las rodillas y los codos, y algo viscoso cayó de su cuerpo. Se desplomó mirándolo, y a través de una bruma oscura alzó el arma hacia el hombre. Él dijo algo y entonces el mundo terminó.

Grité «¡Suéltalo!», pero ella me ignoró, y el segundo disparo le desintegró la cabeza y los hombros. Disparé otra vez, por reflejo; destrocé el M-31 y la mano que lo apuntaba, y convertí su pecho en una brillante cavidad roja. Detrás de mí, Amelia emitió un sonido ahogado y corrió al cuarto de baño para vomitar.

Tuve que mirarla. Ni siquiera parecía humana de cintura para arriba: sólo un sucio montón de carne destrozada y harapos. El resto no había quedado afectado. Por algún motivo alcé la mano para no ver la carnicería y me sentí un poco horrorizado al notar que la parte inferior de su cuerpo tenía una pose relajada, casualmente seductora.

Un soldadito abrió lentamente la puerta. Los aparatos sensores eran un caos.

—¿Julián? —dijo con la voz de Candi—. No puedo ver. ¿Estás bien?

—Estoy bien, Candi —contesté—. Creo que se acabó. ¿Vienen refuerzos?

—Claude. Está abajo.

—Yo estaré en la habitación.

Atravesé la puerta en piloto automático. Casi hablaba en serio al decir que estaba bien. Sólo acababa de convertir a un ser humano en una pila de carne humeante, eh, todo en un día de trabajo. Amelia había dejado correr el agua después de lavarse la cara. No había conseguido llegar a la taza, y trataba de limpiar la suciedad con una toalla. Solté la pistola y la ayudé a ponerse en pie.

—Tiéndete, cariño. Yo me encargaré de eso.

Estaba llorando. Apoyó la cabeza en mi hombro y me dejó que la condujera hasta la cama.

Después de limpiar y tirar las toallas al reciclador, me senté en el extremo de la cama y traté de pensar. Pero no podía alejar de mí la horrible visión de una mujer estallando tres veces, cada vez que había apretado el gatillo. Cuando ella arrojó en silencio el rifle, no sé cómo, supe que saldría disparando por la puerta. Un presentimiento. Tenía el gatillo a medio apretar cuando saltó al pasillo.

Había oído un tableteo, que debió de ser su arma con silenciador cegando a Candi. Y entonces la arrojó sin vacilación, y supongo que fue entonces cuando supuse que estaba vacía y que tenía otra arma.

Pero la forma en que me sentí mientras colocaba el dedo en el gatillo y esperaba a que asomara… nunca me había sentido así en el soldadito. Preparado.

Realmente quería que saliera y muriera. Realmente quería matarla. ¿Había cambiado tanto en unas pocas semanas? ¿O no había cambiado nada?

Lo del muchacho era distinto: un «accidente industrial» del que yo no era completamente responsable. Y si hubiese podido devolverle la vida, lo habría hecho. No habría resucitado a Gavrila más que para volver a matarla.

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