Paz interminable (38 page)

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Authors: Joe Haldeman,Joe Haldeman

Tags: #Ciencia Ficción

BOOK: Paz interminable
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»Esos
ultimodiadores
, ustedes los llaman «terminadores»… ¿De esto se trata? —Hay una relación. —Pero son inofensivos. Gente tonta y, cómo se dice, blasfemos. Pero inofensivos, excepto para sus propias almas.

—Éstos no, doctor Spencer. Si pudiéramos conectar, comprendería por qué le tengo tanto miedo.

Para protección de Spencer, nadie que conociera todo el plan podía conectar con él bidireccionalmente. Aceptó la condición como típica paranoia americana.

—Tengo un enfermero que es muy gordo… no, muy grande, y que sabe agarrar bien, cinturón negro de kárate. Vigilará conmigo.

—No. Para cuando baje las escaleras, ella podría haberme matado.

Spencer asintió, reflexivo.

—Le pondré en la habitación de al lado, con un busca. —Alzó el mando a distancia y pulsó un botón—. Como ahora. Esto lo llamará. Ray se excusó y fue al cuarto de baño, donde sólo pudo catalogar sus armas: un llavero y una navaja. Al regresar a la sala de observación conoció a Lalo, que tenía unos brazos del tamaño de sus propios muslos. No hablaba inglés y se movía con la nerviosa delicadeza de un hombre que sabe lo fácilmente que se rompen las cosas. Bajaron juntos las escaleras. Lalo entró en la habitación 2, y Ray salió al vestíbulo.

—¿Señora? —Ella lo miró, calibrándolo—. Soy el doctor Spencer. ¿Y usted?

—Jane Smith. ¿Podemos ir a hablar a algún sitio?

La condujo a la habitación 1, que era más grande de lo que parecía en la pantalla. Le señaló el sofá y acercó una silla. Se sentó a horcajadas, convirtiendo el respaldo en un escudo protector entre ellos.

—¿En qué puedo ayudarla?

—Tienen ustedes una paciente llamada Blaze Harding. Profesora Blaze Harding. Es absolutamente necesario que hable con ella.

—En primer lugar, no damos el nombre de nuestros clientes. En segundo lugar, nuestros clientes no siempre nos dan su nombre verdadero, señora Smith.

—¿Quién es usted, en realidad?

—¿Qué?

—Según mis fuentes, el doctor Spencer es mexicano. Nunca he conocido un mexicano con acento de Boston.

—Le aseguro que soy…

—No. —Metió la mano en su cintura y sacó una pistola aparentemente hecha de cristal—. No tengo tiempo para esto. —Su cara se volvió sombría, decidida; totalmente de loca—. Va a llevarme de habitación en habitación hasta que encontremos a la profesora Harding.

Ray hizo una pausa.

—¿Y si no está aquí?

—Entonces iremos a un lugar tranquilo donde pueda cortarle los dedos, uno a uno, hasta que me diga dónde está.

Lalo abrió la puerta y entró empuñando una gran pistola, dispuesto a disparar. Ella le dirigió una mirada molesta y le disparó una vez en un ojo. La pistola de cristal era casi completamente silenciosa.

Lalo soltó el arma y cayó sobre una rodilla, cubriéndose el rostro con ambas manos. Inició un gemido femenino, pero el segundo disparo le voló la parte superior de la cabeza. Se desplomó hacia delante en silencio, cubierto de sangre y sesos y fluido cerebroespinal.

La voz de ella no cambió: átona y segura.

—Verá, sólo si coopera conmigo vivirá para ver la noche.

Ray contemplaba el cadáver, anonadado.

—Levántese. Vamos.

—Yo… No sé dónde está.

—Entonces dónde…

La interrumpió el sonido de postigos de metal cerrándose sobre la puerta y la ventana.

Ray oyó un leve siseo, y recordó la historia de Marty sobre la sala de interrogatorios de San Bartolomé. Tal vez el arquitecto hubiese sido el mismo.

Ella evidentemente no lo oyó (demasiadas horas en el campo de tiro), pero miró a su alrededor y vio la cámara de televisión, como un lápiz que les apuntara desde una esquina superior de la habitación. Sacudió a Ray para colocarlo ante la cámara y le puso la pistola en la cabeza.

—Tienen tres segundos para abrir la puerta, o lo mato. Dos.

—¡Señora Smith! —La voz venía de todas partes—. ¡Para abrir la puerta hace falta un gato! Tardará dos minutos, o tres.

—Tienen dos minutos. —Miró su reloj—. A partir de ahora.

Ray se desplomó de espaldas y perdió de repente el conocimiento. Su cabeza chocó contra el suelo con un golpe sordo.

Ella emitió un sonido de disgusto.

—Cobarde.

Unos segundos después, también ella se tambaleó, y se sentó de golpe en el suelo. Temblando, empuñó la pistola con las dos manos y le disparó a Ray en el pecho cuatro veces.

Mi alojamiento en el edificio de mando constaba de dos habitaciones: un dormitorio y una «oficina». Tenía un cubículo gris con espacio suficiente para una nevera, dos duras sillas y una mesita situada delante de una sencilla comuconsola.

Sobre la mesa, un vaso de vino y mi última cena: una píldora gris. Tenía una libreta amarilla y una pluma, pero no se me ocurría decir nada que no fuera una obviedad. Sonó el teléfono. Dejé que lo hiciera tres veces, y dije hola.

Era Jefferson, mi némesis psiquiátrica, que venía a salvarme en el último segundo. En cuanto cuelgue, decidí, me tomaré la píldora.

Pero como la habitación y la píldora, Jefferson estaba gris, más gris que negro. No había visto a nadie de ese color desde que mi madre me dijo que tía Franci había muerto.

—¿Qué ocurre?

—Ray ha muerto. Lo mató la asesina que ellos enviaron por Blaze.

—¿«Ellos»? ¿El Martillo de Dios? —La temblequeante barra plateada de la parte superior de la pantalla indicaba que el codificador funcionaba; podíamos hablar sin problemas.

—Suponemos que es una de ellos. Spencer le está implantando ahora un conector.

—¿Cómo sabéis que iba tras Amelia?

—Tenía su foto; husmeaba por el hotel… Julián, mató a Ray sólo por el placer de hacerlo, después de haber matado a otro hombre. Pasó la pantalla de seguridad de la clínica con una pistola y un cuchillo de algún tipo de plástico. Mucho nos tememos que no esté sola.

—Dios. ¿Nos han seguido hasta México?

—¿Puedes venir aquí? Blaze necesita tu protección… ¡Todos te necesitamos! —Sentí que me quedaba boquiabierto.

—¿Necesitáis que vaya y haga de soldado?

¡Todos aquellos francotiradores profesionales y asesinos convictos!

Spencer se quitó el conector y se acercó a la ventana. Subió las persianas y entrecerró los ojos ante el sol de la mañana, bostezando. Se volvió hacia la mujer atada a la silla de ruedas.

—Señora, está usted como una cabra.

Jefferson se había desconectado un minuto antes.

—Ésa sería también mi opinión personal.

—Lo que han hecho ustedes es completamente ilegal e inmoral —dijo ella—. Violar el alma de una persona.

—Gavrila —contestó Jefferson—, si tiene usted un alma, no va a encontrarla ahí dentro.

Ella se debatió contra sus ataduras y la silla de ruedas se meció hacia él.

—En parte tiene razón —le dijo Jefferson a Spencer—. No podemos entregarla a la policía.

—Como dicen ustedes los americanos, la mantendré bajo observación indefinidamente. Cuando esté bien, será libre para marcharse. —Se frotó la barbilla sin afeitar—. Al menos hasta mediados de septiembre. Usted también lo cree.

—No entiendo de números. Pero Julián y Blaze sí, y no tienen ninguna duda.

—Es el Martillo de Dios que cae —dijo Gavrila—. Nada de lo que hagan podrá detenerlo.

—Oh, cállese. ¿Podemos meterla en algún sitio?

—Tengo lo que podríamos llamar una «habitación acolchada». Ningún lunático ha escapado jamás de allí.

Se acercó al intercomunicador y dispuso que un hombre llamado Luis la llevara a ese lugar. —Se sentó y la miró.

—Pobre Lalo. Pobre Ray. No sospechaban qué monstruo era usted.

—Por supuesto que no. Los hombres me ven solamente como un receptáculo para su lujuria. ¿Por qué iban a temer a un coño?

—Va a averiguar un montón sobre eso —dijo Jefferson.

—Adelante, amenáceme. No me da miedo ser violada.

—Esto es más íntimo que la violación. Vamos a presentarle a algunos amigos. Si tiene usted un alma, ellos la encontrarán.

Ella no dijo nada. Sabía lo que quería decir; conocía a los Veinte por haber conectado con él. Por primera vez, pareció un poco asustada.

Llamaron a la puerta, pero no era Luis.

—Julián —dijo Jefferson, y la señaló—. Aquí está.

Julián la estudió.

—¿Es la misma mujer que vimos por el monitor en San Bartolomé? Es difícil de creer. —Ella lo miraba con una expresión extraña—. ¿Qué?

—Te reconoce —explicó Jefferson—. Cuando Ingram trató de secuestrar a Blaze en la estación, los seguiste. Creyó que estabas con Ingram.

Julián se acercó a ella.

—Eche un buen vistazo. Quiero que sueñe conmigo.

—Qué miedo —dijo ella.

—Vino aquí a matar a mi amante, y en cambio mató a un viejo amigo. Y a otro hombre. Dicen que ni siquiera parpadeó.

Extendió lentamente la mano hacia la mujer. Ella trató de esquivarlo, pero Julián la agarró por la garganta.

—Julián…

—Oh, no te preocupes.

Las ruedas de la silla estaban aseguradas. Apretó lentamente la garganta y ella se inclinó hacia atrás. La mantuvo en el punto de equilibrio.

—Descubrirá que aquí todo el mundo es muy amable. Sólo quieren ayudarla.

La soltó, y la silla de ruedas cayó hacia atrás con estrépito. Ella gruñó.

—Pero yo no soy uno de ellos. —Se puso a cuatro patas, su rostro directamente sobre el de ella—. No soy amable, y no quiero ayudarla.

—Esto no va a funcionar con ella, Julián.

—No es por ella. Es por mí.

La mujer trató de escupirle, pero falló. Julián se levantó y colocó la silla en su posición erecta, como si tal cosa.

—Esto no es propio de ti.

—Yo no soy propio de mí. ¡Marty no dijo nada de que perdería mi habilidad para conectar!

—¿No sabías que eso podía suceder con la manipulación de memoria?

—No. Porque no lo pregunté.

Jefferson asintió.

—Por eso tú y yo no nos hemos cruzado últimamente. Me lo podrías haber preguntado.

Luis entró en la habitación y no dijeron nada mientras Spencer le daba instrucciones y se llevaba a Gavrila.

—Creo que es más siniestro que eso, una manipulación peor —dijo Julián—. Creo que Marty necesitaba a alguien que hubiera sido mecánico, que conociera a los militares, pero que fuese inmune a la humanización. —Señaló con un pulgar a Spencer—. ¿Lo sabe todo ya?

—Lo esencial.

—Creo que Marty me quiere así por si hay necesidad de ejercer la violencia. Igual que tú, cuando me llamaste para proteger a Blaze, pensabas lo mismo.

—Bueno, es que…

—¡Y tenías razón! Estoy tan cabreado que podría matar a alguien. ¿No es una locura?

—Julián…

—Oh, tú no usas la palabra «loco». —Bajó la voz—. Pero es extraño, ¿no? He trazado un círculo completo.

—Eso podría ser temporal. Tienes todo el derecho a estar furioso.

Julián se sentó y unió las manos, como para contenerlas.

—¿Qué sacasteis de ella? ¿Hay otros asesinos en la ciudad, buscándonos?

—El único al que conocía era a Ingram. Pero conocemos el nombre de su superior, y debe estar cerca de la cima. Es un tal general Blaisdell. También es el que ordenó la desestimación de vuestro artículo e hizo matar al socio de Blaze.

—¿Está aquí o en Washington?

—En el Pentágono. Es el subsecretario de la Agencia de Proyectos de Defensa de Investigación Avanzada, APDIA.

Julián casi se echó a reír.

—La APDIA investiga constantemente. No he oído que hayan matado nunca a un investigador.

—Sabe que ella vino a Guadalajara, y que iba a visitar una clínica de conexión, pero eso es todo.

—¿Cuántas clínicas hay?

—Ciento treinta y ocho —dijo Spencer—. Y cuando la profesora Harding haya terminado su trabajo, las únicas conexiones con su verdadero nombre serán los registros de mi propia oficina y el… ¿cómo se llama lo que firmó usted?

—Poder notarial.

—Sí; eso está enterrado en los archivos oficiales, e incluso así, no habrá nada que lo relacione con esta clínica.

—Yo no estaría tan seguro —dijo Julián—. Si Blaisdell quiere, puede encontrarnos igual que lo hizo ella. Dejamos alguna pista. La policía mexicana probablemente podría situarnos en Guadalajara, tal vez incluso aquí mismo, y es fácilmente sobornable. Usted perdone, Spencer.

El aludido se encogió de hombros.

—Es verdad.

—Así que sospecharemos de todo el que atraviese esa puerta. ¿Pero qué hay de Amelia, Blaze…? ¿Está cerca?

—Tal vez a medio kilómetro —dijo Jefferson—. Te llevaré.

—No. Podrían estar siguiendo a cualquiera de nosotros. No doblemos sus posibilidades. Escribe el nombre del sitio. Cogeré dos taxis.

—¿Quieres sorprenderla?

—¿Qué quiere eso decir? ¿Está con alguien?

—No, no. Sí, pero es Ellie Morgan. Nada por lo que molestarse.

—¿Quién está molesto? Ha sido una simple pregunta.

—Lo que quería decir es si la llamo para decirle que vas.

—Lo siento. Estoy nervioso. Adelante, dale un… espera, no. El teléfono podría estar pinchado.

—No es posible —dijo Spencer.

—¿Bromea? —Miró la dirección que Jefferson había anotado—. Bien. Cogeré un taxi hasta el mercado. Me perderé entre la multitud y luego me meteré en el metro.

—Su precaución roza la paranoia —dijo Spencer.

—¿Roza? La rebosa. ¿No estaría usted paranoico si uno de sus mejores amigos se hubiera cargado la mitad de su vida… y un general del Pentágono estuviera enviando asesinos tras su amante?

—Ya lo dicen —comentó Jefferson—. El hecho de que seas paranoico no implica que nadie vaya detrás de ti.

Tras haber dicho que iba al mercado, cogí en cambio un taxi hasta las afueras y luego el metro de vuelta a la ciudad. No hay nada como ser cuidadoso. Pasé desde una calle lateral al patio del motel de Amelia. Ellie Morgan me abrió la puerta.

—Está dormida —dijo en un susurro—, pero sé que querría que la despertara.

Tenían habitaciones contiguas. Entré y ella cerró la puerta detrás de mí.

Amelia estaba cálida y suave por el sueño y olía a lavanda de las sales de baño que le gustaban.

—Marty me ha dicho lo sucedido —dijo—. Debe de ser horrible, como perder uno de tus sentidos.

No pude responder a eso. Sólo la abracé con fuerza un instante más.

—Sabes lo de la mujer y Ray —tartamudeó.

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