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Authors: Joe Haldeman,Joe Haldeman

Tags: #Ciencia Ficción

Paz interminable (33 page)

BOOK: Paz interminable
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La DFP de Roser no podía controlar directamente lo que sucedía en el gran campamento de prisioneros de la Zona del Canal; eso se consiguió gracias a una pequeña compañía de la Inteligencia del Ejército, que tenía un pelotón de soldaditos adjunto.

El desafío era hacer que todos los prisioneros de guerra conectaran a la vez durante dos semanas sin que se enterara ninguno de los soldaditos y ningún oficial de Inteligencia, uno de los cuales estaba conectado.

Para este fin inventaron un nombramiento como coronel para Harold McLaughlin, el único de los Veinte que tenía experiencia en el Ejército y hablaba español con fluidez. Cursaron órdenes para que fuera a la Zona a supervisar un experimento de «pacificación» de prisioneros. Su uniforme y sus papeles le estaban esperando en Guadalajara.

Una noche, en Texas, Marty llamó a los del Saturday Night Special y les preguntó, de modo enigmático, si les gustaría bajar hasta Guadalajara para compartir unas vacaciones con Julián, Blaze y él: «Todo el mundo ha estado sometido a mucha tensión.» Lo hizo en parte para beneficiarse de sus diversos y objetivos puntos de vista, pero también para tenerlos a aquel lado de la frontera antes de que la gente equivocada empezara a hacer preguntas. Todos menos Belda dijeron que irían; incluso Ray, que acababa de pasar un par de semanas en Guadalajara para que le eliminaran del cuerpo unas cuantas décadas de grasa.

Pero la primera en presentarse en La Florida fue Belda, a pesar de todo, cojeando con su bastón y seguida por un sobrecargado mozo humano. Marty estaba en el salón de la entrada, y por un momento se la quedó mirando.

—Me lo pensé mejor y decidí coger el tren. Convénceme de que no ha sido un gran error. —Hizo una seña al porteador—. Dile a este amable joven dónde puede poner mis cosas.

—Uh… habitación dieciocho. Escaleras arriba. ¿Hablas inglés?

—Lo suficiente —dijo él, y se encaminó hacia allí con las cuatro maletas.

—Sé que Asher va a venir esta tarde —dijo Belda. Aún no eran las doce—. ¿Y los demás? Me parece que voy a descansar antes de que empiecen los festejos.

—Bien. Buena idea. Todos estarán aquí a las seis o las siete. Tenemos un buffet preparado para las ocho.

—Estaré allí. Duerme tú también. Tienes un aspecto terrible. —Subió las escaleras con la ayuda del bastón y el pasamanos.

Marty tenía un aspecto espantoso, en efecto, después de haber pasado horas conectado con McLaughlin repasando los pros y los contras, cada posible detalle que podría salir mal con los prisioneros de guerra de «la hazaña», como la llamaba McLaughlin. Estaría solo la mayor parte del tiempo.

No habría ningún problema mientras se cumplieran las órdenes, ya que éstas exigían que todos los prisioneros de guerra permanecieran aislados durante dos semanas. A la mayoría de los americanos no le gustaba conectar con ellos, de todas formas.

Pasadas dos semanas, cuando el pelotón de Julián se trasladara al Edificio 31, McLaughlin daría un paseo y desaparecería dejando la humanización de los prisioneros como un hecho irreversible. Luego serían conectados con Portobello y se prepararían para la siguiente fase.

Marty se desplomó en la cama sin deshacer de su cuarto y contempló el techo. Era de estuco, y sus enrevesadas vetas formaban fantásticos dibujos con la luz cambiante que se filtraba en la habitación desde lo alto de los postigos que impedían la visión de la calle; luz reflejada en los parabrisas y techos brillantes de los coches que pasaban por la calle de abajo, ruidosamente inconscientes de que su viejo mundo estaba a punto de morir. Si todo salía bien.

Marty contempló las sombras cambiantes y catalogó todas las cosas que podían salir mal. Su viejo mundo moriría, literalmente.

¿Cómo mantener su plan en secreto, contra viento y marea? Si por lo menos la humanización no tardara tanto tiempo… Pero no había forma de evitarlo. O eso pensaba.

Anhelaba volver a ver al grupo del Saturday Night Special, y no podía haber un lugar más agradable para la reunión, cansados como estábamos de la comida en la carretera. La mesa de La Florida era un abarrotado paisaje de delicias: una bandeja de salchichas troceadas y otra de pollos asados, abiertos y humeantes; un gran salmón abierto sobre una tabla, tres colores de arroz y cuencos de patatas y maíz y fríjoles, montones de pan y tortillas. Cuencos de salsa, pimientos cortados y guacamole. Reza se servía en un plato cuando entré; intercambiamos saludos en español gringo y seguí su ejemplo.

Acabábamos de desplomarnos en los sillones tapizados, los platos en equilibrio sobre nuestros regazos, cuando los demás bajaron las escaleras en grupo, conducidos por Marty. Era una turba, una docena de los Veinte además de cinco de nuestro grupo. Le ofrecí mi asiento a Belda y llené un platito siguiendo sus indicaciones, le dije hola a todo el mundo y acabé por encontrar un rincón donde sentarme en el suelo con Amelia y Reza, que también había cedido su sitio a una mujer de pelo blanco, Ellie.

Reza nos sirvió a cada uno una copa de vino tinto de una jarra sin etiqueta.

—Déjame ver tu carnet de identidad, soldado.

Él sacudió la cabeza, bebió la mitad de la copa y volvió a llenarla.

—Voy a emigrar —dijo.

—Será mejor que traigas montones de dinero —le comentó Amelia. No había trabajo para los norteños en México.

—¿Tenéis vuestra propia nanofragua personal?

—Caray, la seguridad es férrea por aquí —dije.

Se encogió de hombros.

—Oí a Marty decírselo a Ray. ¿Es robada?

—No. Una antigualla.

Le conté tanto de la historia como pude. Fue frustrante; todo lo que sabía de su procedencia se debía a mi conexión con los Veinte, y no había forma de comunicar toda la complejidad de su historia oculta. Era como leer sólo el nivel superficial de un hipertexto.

—Así que, técnicamente, no es robada. Os pertenece.

—Bueno, no es legal que unos ciudadanos particulares posean plantas de fusión en caliente, mucho menos módulos de nanogénesis… pero San Bartolomé fue equipado por el Ejército de modo que ocultara todo tipo de cosas clasificadas. Supongo que los archivos se perdieron, y estamos más o menos cuidando una vieja máquina hasta que alguien del Smithsonian venga a por ella.

—Qué buenos sois. —Atacó un cuarto de pollo—. ¿Me equivoco al asumir que Marty no nos ha convocado aquí por nuestros sabios consejos?

—Os pedirá vuestro consejo —dijo Amelia—. Me lo pide a mí constantemente. Puso los ojos en blanco.

Reza hundió un muslito de pollo en jalapeños.

—Pero básicamente está cubriendo su retaguardia.

—Y protegiéndoos —dije—. Por lo que sabemos, nadie va detrás de Marty todavía. Pero desde luego buscan a Blaze, por esa arma definitiva que conoce.

—Mataron a Peter —murmuró ella.

Reza puso cara de no entender y luego sacudió la cabeza bruscamente.

—Tu colaborador. ¿Quién lo hizo?

—El tipo que vino a por mí dijo que pertenecía al «Departamento de Valoración Tecnológica» del Ejército. —Sacudió la cabeza—. Lo era y no lo era.

—¿Fantasmas?

—Peor que eso —dije yo. Le expliqué lo del Martillo de Dios.

—¿Entonces por qué no hacerlo público? —nos preguntó él—. No pretenderéis que esto permanezca en secreto.

—Lo haremos, pero cuanto más tarde, mejor. Lo ideal es no hacerlo hasta que hayamos convertido a todos los mecánicos. No sólo en Portobello, sino en todas partes.

—Lo que requerirá mes y medio —dijo Amelia—, si todo sale según el plan. Ya imagino lo probable que será.

—Ni siquiera llegaréis a esa fase —dijo Reza—. ¿Con toda esa gente capaz de leer la mente? Os apuesto un mes de ración de alcohol a que os estallará en la cara antes de que convirtáis al primer pelotón.

—No apuestes —contesté—. No necesito para nada tu ración. La única posibilidad que tenemos es mantenernos por delante en el juego. Tratar de estar preparados para el desastre cuando se produzca.

Un desconocido se sentó con nosotros y advertí que era Ray, los tres cuartos de él que quedaban después de la cirugía estética.

—He conectado con Marty. —Se echó a reír—. Dios, qué plan de locos. Me voy un par de semanas y todo el mundo se vuelve majara.

—Algunos nacen locos —dijo Amelia—. Otros alcanzan la locura. A nosotros la locura nos cayó encima.

—Apuesto a que eso es una cita —dijo Ray, y mordió una zanahoria. Tenía un plato lleno de verduras crudas—. Pero es bastante cierto. Una persona muerta, ¿y cuántos de nosotros la seguirán? Por emprender la improbable tarea de mejorar la raza humana.

—Si quieres marcharte, mejor que sea ahora.

Ray soltó su plato y se sirvió vino.

—Ni hablar. He trabajado con conectores tanto tiempo como Marty. Llevamos jugando con esta idea más de lo que tú llevas jugando con chicas. —Miró a Amelia, sonrió y volvió a mirar su plato.

Marty lo rescató golpeando una cuchara contra un vaso de agua.

—Tenemos aquí una amplia gama de experiencia y de expertos, cosa que no se encuentra a menudo en el mismo sitio. Sin embargo, creo que sería aconsejable que por esta vez nos limitáramos a establecer el horario y dar la información sencilla… las cosas que la gente conectada conoce al detalle pero el resto sólo parcialmente.

—Vayamos por partes —dijo Ray—, Conquistamos el mundo. ¿Cuál es el paso anterior a eso?

Marty se frotó la barbilla.

—El primero de septiembre.

—¿El Día del Trabajo?

—También es el Día de las Fuerzas Armadas. El único día del año en que podemos tener a un millar de soldaditos desfilando por las calles de Washington. Pacíficamente.

—Uno de los pocos días —añadí— en que la mayoría de los políticos está también en Washington. Y más o menos en un sitio: en el desfile.

—Lo que pase antes, justo antes de eso, será el control de las noticias. «Manipulación», solían llamarlo.

—Dos semanas antes, habremos terminado de humanizar a todos los prisioneros de guerra de Ciudad de Panamá. Va a ser un milagro: todos esos cautivos hostiles y sin ley transformados en una comunidad dispuesta a cooperar, capaz de perdonar, ansiosa por usar su recién descubierta armonía para terminar con la guerra.

—Ya veo qué pretendéis —dijo Reza—. Nunca lo conseguiremos.

—Vale —contestó Marty—. ¿Qué pretendemos?

—Hacéis que todo el mundo se entusiasme con la idea de convertir a esos desagradables soldados enemigos en ángeles, y luego descorréis la cortina mágica y decís: «¡Ta-chán! Hemos hecho lo mismo con todos nuestros soldados. Por cierto, nos hemos apoderado de Washington.»

—No será tan sutil.

Marty se preparó una tortita con una extraña mezcla de fríjoles, queso rallado y aceitunas.

—Para cuando el público se entere, será: «Oh, por cierto, nos hemos apoderado del Congreso y del Pentágono. No se interpongan mientras trabajamos.»

Mordió la tortita y miró a Reza.

—Dentro de seis semanas —dijo Reza.

—Seis semanas llenas de acontecimientos —apostilló Amelia—. Justo antes de salir de Texas, envié los datos del escenario del fin del mundo a unos cincuenta científicos… todos los que en mi agenda de direcciones aparecían clasificados como físicos o astrónomos.

—Eso es gracioso —dijo Asher—. Yo no lo habré recibido, ya que debo aparecer en tu agenda como «matemático» o «viejo marica». Pero se supone que alguno de tus colegas lo habría mencionado ya. ¿Cuándo fue?

—El lunes.

—Hace cuatro días. —Asher llenó un tazón de café y humeante leche—. ¿Te has puesto en contacto con alguno de ellos?

—Por supuesto que no. No me he atrevido a coger un teléfono ni a conectarme a la red.

—Nada en las noticias —dijo Reza—. ¿Ninguno de tus cincuenta está ansioso de publicidad?

—Quizás haya sido interceptado —dije yo.

Amelia sacudió la cabeza.

—Lo mandé desde un teléfono público, un conector de datos de la estación de trenes de Dallas. Tal vez una carga de un microsegundo.

—¿Entonces por qué no ha reaccionado nadie?

Ella no paraba de sacudir la cabeza.

—Hemos estado tan… ocupados. Tendría que haber…

Soltó su plato y rebuscó en su bolso un teléfono.

—No irás a… —dijo Marty.

—No voy a llamar a nadie. —Pulsó una secuencia de números de la memoria—. ¡Pero nunca he comprobado el eco de esa llamada! Di por supuesto que todo el mundo la… oh, mierda.

Dio la vuelta al teléfono. Mostraba un montón de números y letras.

—El hijo de puta entró en mi base de datos y la codificó durante los cuarenta y cinco minutos que tardé en llegar a Dallas y hacer la llamada.

—Es peor que eso, me temo —dijo Méndez—. He estado conectado con él hora tras hora. No lo hizo, ni lo pensó siquiera.

—Jesús —exclamé en medio del silencio—. ¿Podría haber sido alguien de nuestro departamento? ¿Alguien capaz de descodificar tus archivos y liarlos?

Ella había estado tecleando.

—Mirad esto.

No había nada más que basura, hasta la última palabra: VOLUNTAD DE DIOS.

Hace falta tiempo para que la información se filtre a través de un sistema de células. Para cuando Amelia encontró pruebas de que el Martillo de Dios había codificado sus archivos, todavía faltaba un día para que el escalón más alto supiera que Dios les había dado un medio para provocar el Último Día: todo lo que tenían que hacer era impedir que nadie se metiera con el proyecto Júpiter.

No eran tontos, y sabían un par de cosas sobre la manipulación informativa. Filtraron la «noticia» de que había extremistas conservadores enloquecidos que querían convencer a la gente de que el proyecto Júpiter era obra de Satanás, que continuar con él precipitaría el fin del mundo.

¡El fin del universo! ¿Podía haber algo más ridículo? Un proyecto inofensivo que, ahora que se ponía en marcha, no costaba nada a nadie y podría darnos información fidedigna sobre cómo comenzó el universo. ¡No era extraño que aquellos fanáticos religiosos quisieran suprimirlo! ¡Podría demostrar que Dios no existe!

Lo que demostraba, naturalmente, era que Dios sí existe, y que nos llamaba a casa.

El terminador que había descifrado y destruido los archivos de Amelia no era otro que Macro, su jefe titular, y se alegraba enormemente de ver que su parte en el plan estaba cristalizando.

La participación de Macro ayudó al otro plan (el de Marty, no el de Dios) en el sentido de que desvió la atención de la desaparición de Amelia y Julián.

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