Julián era un vasto tesoro de detalles cotidianos. Estaban hambrientos de sus impresiones de Nueva York, Washington, Dallas… Todos los lugares del país habían sido cambiados drásticamente por la revolución social y tecnológica, el Estado del Bienestar Universal, que había propiciado la nanofragua. Por no mencionar la interminable guerra Ngumi.
Los nueve antiguos soldados se sintieron fascinados por lo que había llegado a ser el soldadito. En el programa piloto del que habían sido apartados, las primitivas máquinas eran poco más que hombres de palo con un dedo láser. Podían caminar y sentarse o tumbarse, y abrir una puerta si el pestillo era simple. Todos sabían por las noticias lo que eran capaces de hacer las máquinas actuales, y de hecho tres de ellos eran chicos bélicos, en cierto modo. No podían acudir a las convenciones, pero seguían las unidades y conectaban con cristales y cadenas de soldaditos. Pero todo aquello no se parecía nada a conectar bidireccionalmente con un mecánico de verdad. Julián se sintió cortado por su entusiasmo pero pudo compartir el regocijo que despertaba en ellos su embarazo. Estaba bastante familiarizado con esto por su pelotón.
Todo se fue haciendo más y más familiar a medida que se acostumbraba a su magnitud. No era sólo que los Veinte hubieran permanecido juntos tanto tiempo, sino también ese tiempo mismo. A los treinta y dos años, Julián era con diferencia el más viejo de su pelotón; todos juntos, sumaban menos de trescientos años de experiencia. La edad sumada de los Veinte rebasaba los mil años, gran parte de ese tiempo pasado en contemplación mutua.
No eran exactamente una «mente gregaria», pero estaban mucho más cerca de ese estado que el pelotón de Julián. Nunca discutían, excepto como diversión. Eran amables y simpáticos. Eran humanos, pero… ¿humanos del todo?
Ésa era la pregunta que reposaba en el fondo de la mente de Julián desde que Marty le describiera por primera vez a los Veinte: tal vez la guerra es un producto inevitable de la naturaleza humana. Tal vez para deshacernos de la guerra tenemos que convertirnos en otra cosa.
Los otros captaron su preocupación y dijeron no, seguimos siendo humanos en todo lo que cuenta. La naturaleza humana cambia, y el hecho de que hayamos desarrollado herramientas para dirigir ese cambio es esencialmente humano. Y debe de ser una verdad casi universal respecto al crecimiento tecnológico en todo el universo; de lo contrario, no habría universo. A menos que seamos la única inteligencia tecnológica del universo, señaló Julián; hasta ahora no hay pruebas de lo contrario. Tal vez nuestra propia existencia sea prueba de que somos las primeras criaturas en evolucionar lo suficiente para pulsar el botón de «reiniciar». Alguien tiene que ser el primero.
Pero tal vez el primero es siempre el último.
Captaron la esperanza que Julián proyectaba con pesimismo. «Eres mucho más idealista que nosotros —señaló Tyler—. Casi todos nosotros hemos matado, pero ninguno intentó suicidarse por remordimiento.»
Naturalmente, había un montón de otros factores, que Julián no tenía que explicar. Se sintió acogido por la sabiduría y el perdón… ¡y de repente tuvo que salir!
Se quitó el conector y se sintió rodeado pero solo. Quince personas contemplando las flores silvestres. Contemplando su alma colectiva.
Consultó el reloj y se sorprendió. Sólo habían pasado doce minutos y le habían parecido horas.
Uno a uno, los demás se desconectaron. Méndez se frotó la cara y sonrió.
—Te has sentido en inferioridad numérica.
—Eso por una parte… la inferioridad. Todos vosotros sois tan buenos en esto que es automático. Me he sentido, no sé, fuera de control.
—No te estábamos manipulando.
Julián sacudió la cabeza.
—Lo sé; teníais mucho cuidado en ese aspecto. Pero sin embargo me he sentido absorbido. Por… por mi propia voluntad. No sé cuánto tiempo podría estar conectado antes de convertirme en uno de vosotros.
—¿Y eso sería malo? —dijo Ellie Frazer. Era la más joven, casi de la edad de Amelia.
—No para mí, creo. No para mí personalmente. —Julián estudió su serena belleza y supo, junto con todo lo demás, exactamente con cuánta desesperación le deseaba—. Pero no puedo hacerlo todavía. La siguiente fase de este proyecto implica volver a Portobello con un conjunto de recuerdos falsos, e infiltrarme en la cadena de mando. No puedo ser tan… obviamente diferente como vosotros.
—Lo sabemos —dijo ella—. Pero podrías pasar mucho más tiempo con nosotros…
—Ellie —dijo Méndez amablemente—, desconecta las malditas feromonas. Julián sabe lo que es mejor para él.
—En realidad no. ¿Quién podría? Nadie ha hecho nada parecido a esto antes.
—Tienes que tener cuidado —dijo Ellie, de un modo que resultaba tranquilizador e irritante—: Sabemos exactamente lo que piensas, y aunque estás equivocado, seguiremos adelante.
Marc Lobell, el maestro de ajedrez asesino de su esposa que había quedado fuera del círculo para atender el teléfono, llegó corriendo por los pequeños puentes y resbaló hasta detenerse ante ellos.
—Un tipo de uniforme —dijo, jadeando—. Viene a ver al sargento Class.
—¿Quién es? —preguntó Julián.
—Un doctor. El coronel Zamat Jefferson.
Méndez, con toda la autoridad de su uniforme negro, me acompañó a recibir a Jefferson. Éste se levantó lentamente cuando entramos en el pelado recibidor, soltando un
Reader's Digest
que tenía la mitad de su edad.
—Padre Méndez, el coronel Jefferson —dije—. Se ha tomado muchas molestias para encontrarme.
—No. Ha sido una molestia llegar hasta aquí, pero el ordenador lo localizó en unos segundos.
—Hasta Fargo.
—Sabía que alquilaría una bicicleta. Sólo había un sitio donde hacerlo en el aeropuerto, y les dejó una dirección.
—Alardeó de rango.
—No con los civiles. Les mostré mi carnet de identidad y dije que era su médico. Cosa que no es falsa.
—Ahora estoy bien. Puede irse.
Él se echó a reír.
—Se equivoca en ambas cosas. ¿Podemos sentarnos?
—Tenemos un sitio —dijo Méndez—. Síganme.
—¿Qué es un «sitio»? —preguntó Jefferson.
—Un lugar donde podemos sentarnos.
Se miraron mutuamente un momento y Jefferson asintió.
Dos puertas pasillo abajo, llegamos a una habitación inidentificada. Contenía una mesa de conferencias de caoba con sillas tapizadas y un autobar.
—¿Algo de beber?
Jefferson y yo quisimos agua y vino; Méndez pidió zumo de manzana. El bar trajo nuestro pedido mientras nos sentábamos.
—¿Podemos ayudarlo en algo? —preguntó Méndez, cruzando sus manos sobre su pequeña panza.
—Hay cosas sobre las que el sargento Class podría arrojar alguna luz. —Me miró un segundo—. De repente, me han nombrado coronel en activo y me han destinado a Fort Powell. Nadie de la brigada sabía nada al respecto; las órdenes procedían de Washington, de un «Grupo de Redistribución de Personal Médico».
—¿Y eso es malo? —preguntó Méndez.
—No. Me sentí muy satisfecho. Nunca me ha gustado el destino en Texas y Portobello, y este traslado me devuelve a la zona donde crecí.
«Todavía estoy en plena mudanza, zanjando asuntos. Pero ayer repasé mi calendario de citas y apareció su nombre. Tenía que conectar con usted y ver cómo funcionaban los antidepresivos.
—Están funcionando bien. ¿Va a viajar miles de kilómetros para comprobar cómo están todos sus antiguos pacientes?
—Por supuesto que no. Pero recuperé su archivo por curiosidad, casi mecánicamente… y ¿sabe qué? No hay ningún registro de su intento de suicidio. Y parece que también tiene usted nuevas órdenes. Autorizadas por el mismo general de Washington que cursó las mías. Pero no forma usted parte del «Grupo de Redistribución de Personal Médico»: está en un programa de entrenamiento para ser incorporado a la estructura de mando. Un soldado que quería suicidarse porque había matado a alguien. Eso es interesante.
»Y por eso lo he seguido hasta aquí. Un hogar de descanso para antiguos soldados, algunos de los cuales no lo son.
—¿Entonces quiere perder su rango de coronel y volver a Texas? —preguntó Méndez—. ¿A Portobello?
—En absoluto. Me arriesgaré a contarles esto: no me puse a comprobar canales. No quiero menear el barco —me señaló—. Pero tengo un paciente aquí, y un misterio que me gustaría resolver.
—El paciente se encuentra bien —dije yo—. El misterio es algo con lo que no querrá estar implicado.
Hubo un largo, denso silencio.
—La gente sabe dónde estoy.
—No pretendemos amenazarlo, ni asustarlo —dijo Méndez—. Pero no hay forma de que consiga el permiso para que se le cuente nada. Por ese motivo Julián no puede dejar que conecte con él.
—Tengo permiso de alto secreto.
—Lo sé. —Se inclinó hacia delante y dijo suavemente—: El nombre de su ex esposa es Eudora y tienen dos hijos. Pash estudia en la facultad de medicina de Ohio, y Roger está en una compañía de danza de Nueva Orleans. Nació usted el 5 de marzo de 1990 y su grupo sanguíneo es cero negativo. ¿Quiere que le diga el nombre de su perro?
—No me estará usted amenazando.
—Estoy tratando de comunicarme con usted.
—Pero no es ni siquiera militar. Nadie de aquí lo es, excepto el sargento Class.
—Eso debería decirle algo. Tiene permiso de alto secreto y sin embargo mi identidad se le oculta.
El coronel sacudió la cabeza. Se echó hacia atrás y bebió un poco de vino.
—Ha habido tiempo suficiente para averiguar esas cosas sobre mí. No puedo decidir si es usted una especie de espectro o sólo uno de los mejores timadores con los que me he encontrado jamás.
—Si estuviera tirándome un farol, lo amenazaría ahora. Pero usted lo sabe, y por eso ha dicho lo que acaba de decir.
—Y por eso me amenaza sin proferir ninguna amenaza.
Méndez se echó a reír.
—Estamos a la par. Admito que soy psiquiatra.
—Pero no está en la base de datos del AMA.
—Ya no.
—Sacerdote y psiquiatra es una extraña combinación. Supongo que la Iglesia católica tampoco tendrá ningún registro de usted.
—Eso es más difícil de controlar. Sería muy cooperativo por su parte no comprobarlo.
—No tengo ningún motivo para cooperar con usted. Si no va a pegarme un tiro o arrojarme a una mazmorra.
—Las mazmorras representan demasiado papeleo —dijo Méndez—. Julián, has conectado con él. ¿Qué piensas?
Recordé un hilo de la sesión mental.
—Es completamente sincero respecto a la confidencialidad doctor-paciente.
—Gracias.
—Así que, si sales de la habitación, podríamos hablar de paciente a doctor. Pero hay una pega.
—Claro que la hay —dijo Méndez. También recordaba el hilo—. Un trato que podría no querer hacer.
—¿Cuál es?
—Cirugía cerebral.
—Se le podría decir lo que estamos haciendo aquí —dije—. Pero tendríamos que hacerlo de manera que nadie pudiera enterarse por usted.
—Borrando mi memoria —sugirió Jefferson.
—Eso no sería suficiente —le repuso Méndez—. Tendríamos que borrar el recuerdo no sólo de este viaje y todo lo asociado con él, sino también sus recuerdos de haber tratado a Julián y a gente que lo conocía. Es demasiado extensivo.
—Lo que tendríamos que hacer —dije yo— es quitarle su conector y freír todas las conexiones neuronales. ¿Estaría dispuesto a renunciar a eso para siempre, para que continuara siendo un secreto?
—El conector es esencial para mi profesión. Y estoy acostumbrado a él, me sentiría incompleto. Por el secreto del universo, tal vez. Pero no por el secreto del Hogar de San Bartolomé.
Alguien llamó a la puerta y Méndez le dijo que pasara. Era Marc Lobell, que sujetaba una carpeta contra su pecho.
—¿Puedo hablar con usted, padre Méndez?
Cuando Méndez salió, Jefferson se inclinó hacia mí.
—¿Está aquí por su propia voluntad? ¿Nadie le ha coaccionado?
—Nadie.
—¿Pensamientos de suicidio?
—Nada podría estar más lejos de mi mente.
Todavía no había descartado la posibilidad, pero quería ver cómo acababa todo aquello. Si el universo dejaba de existir, me llevaría consigo de todas formas.
Sospeché que ésa podía ser la actitud de alguien resignado al suicidio, y debió notárseme en la cara.
—Pero hay algo que le molesta —dijo Jefferson.
—¿Cuándo vio por última vez a alguien a quien no le molestara nada?
Méndez atravesó la puerta solo, con la carpeta. El cerrojo chasqueó tras él.
—Interesante. —Le pidió al bar una taza de café y se sentó—. Se ha tomado usted un mes de permiso, doctor.
—Claro, para el traslado.
—La gente le espera de vuelta, ¿cuándo? ¿Dentro de un día o dos?
—Pronto.
—¿Qué gente? No está casado ni vive con nadie.
—Amigos. Colegas.
—Claro —le tendió la carpeta a Jefferson.
El miró la página superior y la que había debajo.
—No puede hacer esto. ¿Cómo lo ha hecho?
No conseguí leer lo que había en ninguna de las páginas, pero eran una especie de órdenes firmadas.
—Obviamente, puedo. Y en cuanto a cómo… —se encogió de hombros— la fe nueve montañas.
—¿Qué pasa?
—Me han destinado aquí durante tres meses. Vacaciones canceladas. ¿Qué demonios está ocurriendo?
—Teníamos que tomar decisiones mientras estuviera usted en el edificio. Le hemos invitado a unirse a nuestro pequeño proyecto.
—Declino la invitación. —Soltó la carpeta y se levantó—. Déjenme salir de aquí.
—Cuando hayamos tenido una oportunidad de hablar, será libre de quedarse o de marcharse. —Abrió una caja inserta en la superficie de la mesa y desenrolló un conector rojo y uno verde—. Unidireccional.
—¡Ni hablar! No puede obligarme a conectar con usted.
—La verdad es que es cierto. —Me dirigió una significativa mirada—. No podría hacer nada por el estilo.
—Yo sí —dije, y saqué el cuchillo del bolsillo.
Pulsé el botón y la hoja se encendió, y luego empezó a zumbar y a brillar.
—¿Me está amenazando con un arma, sargento?
—No, coronel. —Alcé la hoja hasta mi cuello y miré el reloj—. Si no se conecta antes de treinta segundos, tendrá que ver cómo me corto la garganta.
Él tragó saliva con dificultad.
—Es un farol.
—No, no lo es. —Mi mano empezó a temblar—. Pero supongo que ya ha perdido pacientes antes.