El camarero llegó con el vino y tres vasos. Consciente de la tensión, sirvió de forma tan lenta como metódica. Todos lo observamos en silencio.
—Bien —dijo Reza—, ¿qué tal unas aceitunas?
El «neurólogo» que vino a ver a Amelia la mañana siguiente era demasiado joven para estar doctorado en nada. Llevaba perilla y tenía mal color. Durante media hora, le hizo las mismas preguntas sencillas una y otra vez.
—¿Dónde y cuándo nació usted?
—El 12 de agosto de 1996. En Sturbridge, Massachusetts.
—¿Cómo se llamaba su madre?
—Jane O'Banian Harding.
—¿A qué escuela primaria asistió?
—A la Nathal Hale de Roxbury.
El hizo una pausa.
—La última vez dijo usted a la Breezewood de Sturbridge.
Ella inspiró profundamente y resopló.
—Nos mudamos a Roxbury en el año cuatro. Tal vez en el cinco.
—Ah. ¿Y el instituto?
—El O'Bryant. Escuela de Matemáticas y Ciencias John D. O'Bryant.
—¿Eso está en Sturbridge?
—¡No, en Roxbury! Fui a la escuela secundaria en Roxbury también. No me ha…
—¿Cuál era el apellido de soltera de su madre?
—O'Banian.
Él tomó nota en su cuaderno.
—Muy bien. Levántese.
—¿Qué?
—Salga de la cama, por favor. Levántese.
Amelia se incorporó cautelosamente y apoyó los pies en el suelo. Dio un par de temblorosos pasos y extendió la mano para mantener la bata cerrada.
—¿Se siente mareada?
—Un poco. Naturalmente.
—Levante los brazos, por favor.
Lo hizo, y la parte trasera de la bata se abrió.
—Bonito culo, encanto —croó la vieja de la cama de al lado.
—Ahora quiero que cierre los ojos y una lentamente las yemas de los dedos.
Ella lo intentó y falló; abrió los ojos y vio que había sido por casi tres centímetros.
—Inténtelo otra vez.
Esta vez, los dedos se rozaron.
Él escribió un par de palabras en su cuaderno.
—Muy bien. Ya puede marcharse.
—¿Qué?
—Ya tiene el alta. Lleve su cartilla de racionamiento al mostrador de la salida.
—Pero… ¿no tengo que ver a un médico?
Él se puso rojo.
—¿Cree que yo no lo soy?
—No. ¿Lo es?
—Estoy cualificado para darle el alta. Ya la tiene. —Se dio la vuelta y se marchó.
—¿Qué hay de mi ropa? ¿Dónde está mi ropa?
Él se encogió de hombros y desapareció tras la puerta.
—Mira en aquel armario de allí, encanto.
Amelia repasó todos los armarios, moviéndose con chirriante lentitud. Había filas ordenadas de batas y sábanas, pero ni rastro de la maleta de cuero que había llevado a Guadalajara.
—A lo mejor alguien se la ha llevado —dijo otra vieja—. Posiblemente el muchacho negro.
Naturalmente, lo recordó de pronto: le había pedido a Julián que se la llevara a casa. Era valiosa, hecha a mano, y allí no había ningún sitio seguro.
¿Qué otros pequeños detalles había olvidado? La Escuela de Matemáticas y Ciencias John D. O'Bryant estaba en New Dudley. Su despacho del laboratorio era el 12-344. ¿Cuál era el número de teléfono de Julián? El ocho.
Recuperó su neceser del cuarto de baño y sacó el miniteléfono. Tenía una mancha de pasta de dientes en el teclado. Lo limpió con un pico de la sábana, se sentó en la cama y pulsó #-08.
—El señor Class está en clase —dijo el teléfono—. ¿Se trata de una emergencia?
—No. Mensaje. —Hizo una pausa—. Querido, tráeme algo que ponerme. Me han dado el alta.
Soltó el teléfono y palpó el frío disco de metal situado en la base de su cráneo. Se secó las lágrimas y murmuró «mierda».
Una gran enfermera cuadrada entró con una camilla en la que yacía una mujer china.
—¿Qué pasa aquí? —dijo—. Se supone que esta cama está vacante.
Amelia empezó a reírse. Se puso el neceser y el libro de Chandler bajo el brazo, mantuvo cerrada la bata con la otra mano y salió al pasillo.
Tardé un rato en localizar a Amelia. Su habitación estaba llena de viejas quejumbrosas que cerraban la boca o me daban información falsa. Naturalmente, estaba en el mostrador de pagos. No tenía que pagar nada por la atención médica ni por la habitación, pero le habían cargado sus dos comidas intragables.
Eso pudo haber sido la gota que colmó el vaso. Cuando le llevé la ropa, se quitó la bata celeste del hospital. No llevaba nada debajo. Había ocho o diez personas en la sala de espera.
Me quedé anonadado. ¿Mi dignísima Amelia?
El recepcionista era un joven con pendientes. Se levantó.
—¡Espere! ¡No… no puede hacer eso!
—Míreme.
Se puso primero la blusa, y se tomó su tiempo para abotonarla.
—Me han echado a patadas de mi habitación. No tengo ningún sitio donde…
—Amelia…
Ella me ignoró.
—¡Vaya al lavabo de señoras! ¡Ahora mismo!
—Gracias, no.
Trató de levantar un pie y colocarse un calcetín, pero se tambaleó y estuvo a punto de caerse. Le ofrecí un brazo. El público permanecía respetuosamente en silencio.
—Voy a llamar a un guardia.
—No, nada de eso.
Se acercó a él, con los calcetines puestos pero todavía desnuda desde los tobillos a la cintura. Era unos cinco centímetros más alta que él, y se le quedó mirando.
Él también la miró, como si jamás hubiera visto un triángulo de vello púbico rozar su mesa.
—Haré una escena —dijo ella tranquilamente—. Créame.
Él se sentó. Su boca se movía pero no emitía ningún sonido. Amelia se puso los pantalones y las zapatillas, recogió la bata y la tiró al reciclador.
—Julián, no me gusta este sitio. —Me ofreció su brazo—. Vamonos a otra parte.
La habitación permaneció en silencio hasta que estuvimos en el pasillo, y luego se levantó un súbito murmullo. Amelia miró al frente y sonrió.
—¿Mal día?
—Mal sitio. —Frunció el ceño—. ¿He hecho lo que creo que he hecho?
Miré alrededor y susurré:
—Esto es Texas. ¿No sabes que va contra la ley enseñarle el culo a un negro?
—Siempre se me olvida —sonrió nerviosa y se agarró a mi brazo—. Te escribiré todos los días desde la cárcel.
Había un taxi esperando. Subimos a él y Amelia le dio mi dirección.
—Ahí es donde está mi bolsa, ¿no?
—Sí… pero podría traértela. —Mi casa estaba hecha una pena—. No estoy exactamente preparado para tener amable compañía.
—No soy exactamente compañía. —Se frotó los ojos—. Y desde luego tampoco amable.
De hecho, mi casa estaba hecha una pena cuando me había marchado a Portobello dos semanas antes, y no había tenido tiempo para hacer otra cosa que añadir porquería. Entramos en una zona catastrófica de una sola habitación. Diez metros por cinco de caos: montones de papeles y lectores en cada superficie horizontal, incluida la cama; una pila de ropa en un rincón estéticamente equilibrada por el montón de platos que llenaba el fregadero. Me había olvidado de apagar la cafetera al irme a la facultad, así que un amargo olor a café quemado se añadía al desastre general.
Ella se echó a reír.
—¿Sabes? ¡Es aún peor de lo que esperaba!
Sólo había pasado por allí dos veces, y en ambas ocasiones yo estaba avisado de antemano.
—Lo sé. Necesito una mujer en esta casa.
—No. Necesitas una lata de gasolina y una cerilla. —Miró en derredor y sacudió la cabeza—. Mira, lo nuestro ya es de dominio público. Vivamos juntos.
Yo seguía intentando asimilar su striptease.
—Uh… en realidad no hay suficiente espacio…
—Aquí no —se rió—. En mi casa. Y podemos solicitar dos dormitorios.
Despejé una silla y se la acerqué. Se sentó con aire cansino.
—Mira. Sabes cuánto me gustaría vivir contigo. No es que no lo hayamos hablado antes.
—¿Entonces? Hagámoslo.
—No… no tomemos ninguna decisión ahora. No durante un par de días.
Ella miró más allá de mí, por la ventana.
—Yo… piensas que estoy loca.
—Que te sientes impulsiva. —Me senté en el suelo y le acaricié el brazo.
—Me comporto de un modo extraño, ¿no? —Cerró los ojos y se frotó la frente—. Tal vez aún estoy bajo los efectos de la medicación.
Yo esperaba que así fuera.
—Seguro que es eso. Necesitas un par de días más de descanso.
—¿Y si la cagaron en la operación?
—No lo hicieron. No estarías andando y hablando.
Ella me palmeó la mano, todavía con aspecto abstraído.
—Sí, claro. ¿Tienes zumo o algo?
Encontré un poco de zumo de uva en el frigorífico y serví un vasito para cada uno. Oí una cremallera y me di la vuelta, pero era sólo su maleta de cuero.
Le llevé la bebida. Ella repasaba con atención, el contenido del maletín.
—¿Piensas que podría faltar algo?
Ella, cogió la bebida y lo apartó.
—Oh, no. O quizá sí. Sólo estoy probando mi memoria. Recuerdo haber hecho la maleta. El viaje. Mi conversación con el doctor, umm, Spencer.
Retrocedió dos pasos, palpó tras ella y se sentó lentamente sobre la cama.
—Luego el borrón… ¿sabes?, estaba más o menos despierta cuando me operaron. Podía ver montones de luces. Tenía la barbilla y la cara dentro de un marco acolchado.
Me senté junto a ella.
—Recuerdo eso de mi propia instalación. Y el sonido del torno.
—Y el olor. Sabes que estás oliendo tu propio cráneo al ser abierto. Pero no te importa.
—Por las drogas —dije.
—En parte. Y también porque lo ansias. —Bueno, pensé, no en mi caso—. Podía oírlos hablar, al doctor y a una mujer.
—¿Sobre qué?
—Lo hacían en español. Hablaban sobre el novio de ella y… zapatos o algo así. Luego todo se volvió negro. Supongo que primero se volvió blanco, y luego negro.
—Me pregunto si eso fue antes o después de que colocaran el conector.
—Fue después, decididamente después. Lo llaman un puente, ¿no?
—Del francés, sí: pont mental.
—Escuché cuando lo decían: Ahora el puente. Entonces apretaron con fuerza. Noté la presión de la barbilla sobre el cojín.
—Recuerdas mucho más que yo.
—Pero eso fue todo. El novio y los zapatos y luego click. Lo siguiente que supe era que estaba tendida en la cama incapaz de moverme, de hablar.
—Tuvo que ser aterrador.
Ella frunció el ceño, recordando.
—En realidad no. Fue como una enorme… lasitud, aturdimiento. Como si pudiera mover brazos y piernas, o hablar, en caso de necesidad. Pero el esfuerzo habría sido tremendo. Probablemente las drogas impedían que me dejara llevar por el pánico.
»Ellos no paraban de moverme los brazos y las piernas y de gritarme tonterías. Seguramente en inglés, pero en mi estado no podía descifrar sus palabras.
Hizo un gesto y le acerqué el zumo de uva. Tomó un sorbo.
—Si no recuerdo mal… estaba muy, muy molesta porque no se marchaban y me dejaban descansar en paz. Pero no decía nada, porque no quería darles la satisfacción de oír mis quejas. Es una cosa rara. Me estaba portando de un modo infantil.
—¿No probaron el conector?
Ella adoptó aquella mirada perdida.
—No… el doctor Spencer me lo contó más tarde. En mi estado era mejor esperar y tener la primera experiencia con alguien que me conociera. Los segundos cuentan, ¿te explicó eso?
Asentí.
—Aumento exponencial en el número de conexiones neurales.
—Así que yací en una habitación a oscuras durante mucho tiempo; supongo que perdí la noción del tiempo. Todas las cosas que sucedieron antes de que nosotros… conectáramos pensé que eran un sueño. Todo se inundó de pronto de luz y un par de personas me levantaron y me pincharon en las muñecas (las intravenosas), y luego flotamos de habitación en habitación.
—El traslado en camilla.
Ella asintió.
—Pero parecía levitación… Recuerdo haber pensado: «Estoy soñando.» Decidí disfrutarlo. Una imagen de Marty pasó flotando; dormía en una silla y lo acepté como parte del sueño. Entonces aparecisteis tú y el doctor Spencer, y muy bien, también estabais en el sueño.
»De repente todo se volvió real.
Se meció adelante y atrás, recordando el instante en que conectamos.
—No, real no. Intenso. Confuso.
—Lo recuerdo —dije yo—. La doble visión, al verte a ti misma. No te reconociste al principio.
—Y tú me dijiste que la mayoría de la gente no lo hacía. Quiero decir que me lo dijiste con una palabra, de algún modo, o sin palabras. Entonces todo se enfocó, y fuimos… —Asintió rítmicamente, mordiéndose el labio inferior—. Fuimos lo mismo. Fuimos una… cosa.
Cogió mi mano derecha con las suyas.
—Y luego tuvimos que hablar con el doctor. Y él dijo que no podíamos, que no nos dejaría…
Colocó mi mano sobre su pecho, como había sido en el último momento, y se inclinó hacia delante. Pero no me besó. Apoyó su barbilla en mi hombro y susurró, con la voz rota:
—¿Nunca volveremos a tener eso?
Automáticamente traté de suministrarle una gestalt, como se hace cuando estás conectado, sobre cómo podría intentarlo de nuevo dentro de unos cuantos años, y para comunicarle que Marty tenía sus datos, que con el restablecimiento parcial de las conexiones neuronales podríamos intentarlo, y lo haríamos; y una fracción de segundo después advertí que no, que no estábamos conectados: Sólo puede oírlo si se lo digo.
—La mayoría de la gente ni siquiera lo experimenta una sola vez.
—Tal vez sea mejor así —dijo ella, entristecida, y gimió suavemente. Movió la mano para apretarme el cuello y acariciar el conector.
Yo tenía que decir algo.
—Mira… es posible que no lo hayas perdido todo. Tal vez aún poseas una pequeña fracción de la capacidad.
—¿Qué quieres decir?
Le expliqué que algunas de las neuronas se congregaban en las zonas receptoras del conector.
—¿Cuánto podría quedarme?
—No tengo la menor idea. Nunca había oído hablar del tema hasta hace un par de días.
Entonces supe con repentina certeza que algunas de las jills tenían que ser así, incapaces de hacer una conexión realmente profunda. Ralph había inducido recuerdos de alguien que apenas parecía conectado.
—Tenemos que intentarlo. ¿Dónde podríamos… podrías traer el equipo de Portobello?
—No, nunca conseguiría sacarlo de la base.