Incluso las revoluciones, que transforman la situación concreta de opresión en una nueva en que la liberación se instaura como proceso, enfrentan esta manifestación de la conciencia oprimida. Muchos de los oprimidos que, directa o indirectamente, participaron de la revolución, marcados por los viejos mitos de la estructura anterior, pretenden hacer de la revolución su revolución privada. Perdura en ellos, en cierta manera, la sombra testimonial del antiguo opresor. Este continúa siendo su testimonio de «humanidad».
El «miedo a la libertad»
[7]
, del cual se hacen objeto los oprimidos, miedo a la libertad que tanto puede conducirlos a pretender ser opresores también, cuanto puede mantenerlos atados al
status
del oprimido, es otro aspecto que merece igualmente nuestra reflexión.
Uno de los elementos básicos en la mediación opresores-oprimidos es la
prescripción.
Toda prescripción es la imposición de la opción de una conciencia a otra. De ahí el sentido alienante de las prescripciones que transforman a la conciencia receptora en lo que hemos denominado como conciencia que «aloja» la conciencia opresora. Por esto, el comportamiento de los oprimidos es un comportamiento prescrito. Se conforma en base a pautas ajenas a ellos, las pautas de los opresores.
Los oprimidos, que introyectando la «sombra» de los opresores siguen sus pautas, temen a la libertad, en la medida en que ésta, implicando la expulsión de la «sombra», exigiría de ellos que «llenaran» el «vacío» dejado por la expulsión con «contenido» diferente: el de su autonomía. El de su responsabilidad, sin la cual no serían libres. La libertad, que es una conquista y no una donación, exige una búsqueda permanente. Búsqueda que sólo existe en el acto responsable de quien la lleva a cabo. Nadie tiene libertad para ser libre, sino que al no ser libre lucha por conseguir su libertad. Ésta tampoco es un punto ideal fuera de los hombres, al cual, inclusive, se alienan. No es idea que se haga mito, sino condición indispensable al movimiento de búsqueda en que se insertan los hombres como seres inconclusos.
De ahí la necesidad que se impone de superar la situación opresora. Esto implica el reconocimiento crítico de
la razón
de esta situación, a fin de lograr, a través de una acción transformadora que incida sobre la realidad, la instauración de una situación diferente, que posibilite la búsqueda del ser más.
Sin embargo, en el momento en que se inicie la auténtica lucha para crear la situación que nacerá de la superación de la antigua, ya se está luchando por el ser más. Pero como la situación opresora genera una totalidad deshumanizada y deshumanizante, que alcanza a quienes oprimen y a quienes son oprimidos, no será tarea de los primeros, que se encuentran deshumanizados por el sólo hecho de oprimir, sino de los segundos, los oprimidos, generar de su ser menos la búsqueda del ser más de todos.
Los oprimidos, acomodados y adaptados, inmersos en el propio engranaje de la estructura de dominación, temen a la libertad, en cuanto no se sienten capaces de correr el riesgo de asumirla. La temen también en la medida en que luchar por ella significa una amenaza, no sólo para aquellos que la usan para oprimir, esgrimiéndose como sus «propietarios» exclusivos, sino para los compañeros oprimidos, que se atemorizan ante mayores represiones.
Cuando descubren en sí el anhelo por liberarse perciben también que este anhelo sólo se hace concreto en la concreción de otros anhelos.
En tanto marcados por su miedo a la libertad, se niegan a acudir a otros, a escuchar el llamado que se les haga o se hayan hecho a sí mismos, prefiriendo la gregarización a la convivencia auténtica, prefiriendo la adaptación en la cual su falta de libertad los mantiene a la comunión creadora a que la libertad conduce.
Sufren una dualidad que se instala en la «interioridad» de su ser.
Descubren que, al no ser libres, no llegan a ser auténticamente. Quieren ser, mas temen ser. Son ellos y al mismo tiempo son el otro yo introyectado en ellos como conciencia opresora. Su lucha se da entre ser ellos mismos o ser duales. Entre expulsar o no al opresor desde «dentro» de sí. Entre desalienarse o mantenerse alienados. Entre seguir prescripciones o tener opciones. Entre ser espectadores o actores. Entre actuar o tener la ilusión de que actúan en la acción de los opresores. Entre decir la palabra o no tener voz, castrados en su poder de crear y recrear, en su poder de transformar el mundo.
Este es el trágico dilema de los oprimidos, dilema que su pedagogía debe enfrentar.
Por esto, la liberación es un parto. Es un parto doloroso. El hombre que nace de él es un hombre nuevo, hombre que sólo es viable en y por la superación de la contradicción opresores-oprimidos que, en última instancia, es la liberación de todos.
La superación de la contradicción es el parto que trae al mundo a este hombre nuevo; ni opresor ni oprimido, sino un hombre liberándose.
Liberación que no puede darse sin embargo en términos meramente idealistas. Se hace indispensable que los oprimidos, en su lucha por la liberación, no conciban la realidad concreta de la opresión como una especie de «mundo cerrado» (en el cual se genera su miedo a la libertad) del cual no pueden salir, sino como una situación que sólo los limita y que ellos pueden transformar. Es fundamental entonces que, al reconocer el límite que la realidad opresora les impone, tengan, en este reconocimiento, el motor de su acción liberadora.
Vale decir que el reconocerse limitados por la situación concreta de opresión, de la cual el falso sujeto, el falso «ser para si», es el opresor, no significa aún haber logrado la liberación. Corno contradicción del opresor, que en ellos tiene su verdad, como señalara Hegel, solamente superan la contradicción en que se encuentran cuando el hecho de reconocerse como oprimidos los compromete en la lucha por liberarse.
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No basta saberse EN una relación dialéctica con el opresor —su contrario antagónico— descubriendo, por ejemplo, que sin ellos el opresor no existiría (Hegel) para estar de hecho liberados.
Es preciso, recalquémoslo, que se entreguen a la praxis liberadora.
Lo mismo se puede decir o afirmar en relación con el opresor, considerado individualmente, como persona. Descubrirse en la posición del opresor aunque ello signifique sufrimiento no equivale aún a solidarizarse con los oprimidos. Solidarizarse con éstos es algo más que prestar asistencia a 30 o a 100, manteniéndolos atados a la misma posición de dependencia. Solidarizarse no es tener conciencia de que explota y «racionalizar» su culpa paternalistamente. La solidaridad, que exige de quien se solidariza que «asuma» la situación de aquel con quien se solidarizó, es una actitud radical.
Si lo que caracteriza a los oprimidos, como «conciencia servil», en relación con la conciencia del señor, es hacerse «objeto», es transformarse, como señala Hegel, en «conciencia para otro»
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, la verdadera solidaridad con ellos está en luchar con ellos para la transformación de la realidad objetiva que los hace «ser para otro».
El opresor sólo se solidariza con los oprimidos cuando su gesto deja de ser un gesto ingenuo y sentimental de carácter individual; y pasa a ser un acto de amor hacia aquéllos; cuando, para él, los oprimidos dejan de ser una designación abstracta y devienen hombres concretos, despojados y en una situación de injusticia: despojados de su palabra, y por esto comprados en su trabajo, lo que significa la venta de la persona misma. Sólo en la plenitud de este acto de amar, en su dar vida, en su praxis, se constituye la solidaridad verdadera.
Decir que los hombres son personas, y como personas son libres, y no hacer nada para lograr concretamente que esta afirmación sea objetiva, es una farsa.
Del mismo modo que en una situación concreta —la de la opresión— se instaura la contradicción opresor-oprimidos, la superación de esta contradicción sólo puede verificarse
objetivamente
.
De ahí esta exigencia radical (tanto para el opresor que se descubre como tal, como para los oprimidos que, reconociéndose como contradicción de aquél, descubren el mundo de la opresión y perciben los mitos que lo alimentan) de transformación de la situación concreta que genera la opresión.
Nos parece muy claro, no sólo aquí sino en otros momentos del ensayo, que al presentar esta exigencia radical —la de la transformación objetiva de la situación opresora— combatiendo un inmovilismo subjetivista que transformase el tener conciencia de la opresión en una especie de espera paciente del día en que ésta desaparecería por sí misma, no estamos negando el papel de la subjetividad en la lucha por la modificación de las estructuras.
No se puede pensar en objetividad sin subjetividad. No existe la una sin la otra, y ambas no pueden ser dicotomizadas.
La objetividad dicotomizada de la subjetividad, la negación de ésta en el análisis de la realidad o en la acción sobre ella, es
objetivismo.
De la misma forma, la negación de la objetividad, en el análisis como en la acción, por conducir al subjetivismo que se extiende en posiciones solipsistas, niega la acción misma, al negar la realidad objetiva, desde el momento en que ésta pasa a ser creación de la conciencia. Ni objetivismo, ni subjetivismo o psicologismo, sino subjetividad y objetividad en permanente dialecticidad.
Confundir subjetividad con subjetivismo, con psicologismo, y negar la importancia que tiene en el proceso de transformación del mundo, de la historia, es caer en un simplismo ingenuo. Equivale a admitir lo imposible: un mundo sin hombres, tal como la otra ingenuidad, la del subjetivismo, que implica a los hombres sin mundo.
No existen los unos sin el otro, mas ambos en permanente interacción.
En Marx, como en ningún pensador crítico, realista, jamás se encontrará esta dicotomía. Lo que Marx criticó y científicamente destruyó, no fue la subjetividad sino el subjetivismo, el psicologismo.
La realidad social, objetiva, que no existe por casualidad sino como el producto de la acción de los hombres, tampoco se transforma por casualidad. Si los hombres son los productores de esta realidad y si ésta, en la «inversión de la praxis», se vuelve sobre ellos y los condiciona, transformar la realidad opresora es tarea histórica, es la tarea de los hombres.
Al hacerse opresora, la realidad implica la existencia de los que oprimen y de los que son oprimidos. Estos, a quienes cabe realmente luchar por su liberación junto con los que con ellos verdaderamente se solidarizan, necesitan ganar la conciencia critica de la opresión, en la praxis de esta búsqueda.
Este es uno de los problemas más graves que se oponen a la liberación. Es que la realidad opresora, al constituirse
casi
como un mecanismo de absorción de los que en ella se encuentran, funciona como una fuerza de inmersión de las conciencias.
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En este sentido, esta realidad, en sí misma, es funcionalmente domesticadora. Liberarse de su fuerza exige, indiscutiblemente, la emersión de ella, la vuelta sobre ella. Es por esto por lo que sólo es posible hacerlo a través de la praxis auténtica; que no es ni activismo ni verbalismo sino acción y reflexión.
«Hay que hacer la opresión real todavía más opresiva, añadiendo a aquélla la
conciencia de la opresión
, haciendo la infamia todavía más infamante, al pregonarla.»
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Este hacer «la opresión real aún más opresora, acrecentándole la conciencia de la opresión», a que Marx se refiere, corresponde a la relación dialéctica subjetividad-objetividad. Sólo en su solidaridad, en que lo subjetivo constituye con lo objetivo una unidad dialéctica, es posible la praxis auténtica.
Praxis que es reflexión y acción de los hombres sobre el mundo para transformarlo. Sin ella es imposible la superación de la contradicción opresor-oprimido.
De este modo, la superación de ésta exige la inserción crítica de los oprimidos en la realidad opresora con la cual objetivándola actúen simultáneamente sobre ella.
Es por esto por lo que inserción crítica y acción ya son la misma cosa. Es por esto también por lo que el mero reconocimiento de una realidad que no conduzca a esta inserción crítica —la cual ya es acción— no conduce a ninguna transformación de la realidad objetiva, precisamente porque no es reconocimiento verdadero.
Este es el caso de un «reconocimiento» de carácter puramente subjetivista, que es ante todo el resultado de la arbitrariedad del subjetivista, el cual, huyendo de la realidad objetiva, crea una falsa realidad en si mismo. Y no es posible transformar la realidad concreta en la realidad imaginaria.
Es lo que ocurre, igualmente, cuando la modificación de la realidad objetiva hiere los intereses individuales o de clase de quien hace el reconocimiento.
En el primer caso, no se verifica inserción crítica en la realidad, ya que ésta es ficticia, y tampoco en el segundo, ya que la inserción contradiría los intereses de clase del reconocedor.
La tendencia de éste es, entonces, comportarse «neuróticamente». El hecho existe, mas cuanto de él resulte puede serle adverso.
De ahí que sea necesario, en una indiscutible «racionalización», no necesariamente negarlo sino visualizarlo en forma diferente. La «racionalización», como un mecanismo de defensa, termina por identificarse con el subjetivismo.
Al no negar el hecho, sino distorsionar sus verdades, la racionalización «quita» las bases objetivas del mismo. El hecho deja de ser él concretamente, y pasa a ser un mito creado para la defensa de la clase de quien hace el reconocimiento, que así se torna un reconocimiento falso. Así, una vez más, es imposible la «inserción crítica». Ésta sólo se hace posible en la dialecticidad objetividad-subjetividad.
He aquí una de las razones de la prohibición, de las dificultades —como veremos en el último capitulo de este ensayo— para que las masas populares lleguen a insertarse críticamente en la realidad.
Es que el opresor sabe muy bien que esta «inserción crítica» de las masas oprimidas, en la realidad opresora, en nada puede interesarle. Lo que sí le interesa es la permanencia de ellas en su estado de inmersión, en el cual, de modo general, se encuentran impotentes frente a la realidad opresora, como situación limite que aparece como intransponible.
Es interesante observar la advertencia que hace Lukács
[12]
, al partido revolucionario sobre que «...debe, para emplear las palabras de Marx, explicar a las masas su propia acción, no sólo con el fin de asegurar la continuidad de las experiencias revolucionarias del proletariado, sino también de activar conscientemente el desarrollo posterior de estas experiencias».