Pedro Páramo (13 page)

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Authors: Juan Rulfo

Tags: #Cuento, Relato

BOOK: Pedro Páramo
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—Oiga, doña Fausta, ¿no se le figura que el señor que va allí es el doctor Valencia?

—Así parece, aunque estoy tan cegatona que no lo podría reconocer.

—Acuérdese que siempre viste pantalones blancos y saco negro. Yo le apuesto a que está aconteciendo algo malo en la Media Luna. Y mire lo recio que va, como si lo correteara la prisa.

—Con tal de que no sea de verdad una cosa grave. Me dan ganas de regresar y decirle al padre Rentería que se dé una vuelta por allá, no vaya a resultar que esa infeliz muera sin confesión.

—Ni lo piense, Ángeles. Ni lo quiera Dios. Después de todo lo que ha sufrido en este mundo, nadie desearía que se fuera sin los auxilios espirituales, y que siguiera penando en la otra vida. Aunque dicen los zahorinos que a los locos no les vale la confesión, y aun cuando tengan el alma impura son inocentes. Eso sólo Dios lo sabe… Mire usted, ya se ha vuelto a prender la luz en la ventana. Ojalá todo salga bien. Imagínese en qué pararía el trabajo que nos hemos tomado todos estos días para arreglar la iglesia y que luzca bonita ahora para la Natividad, si alguien se muere en esa casa. Con el poder que tiene don Pedro, nos desbarataría la función en un santiamén.

—A usted siempre se le ocurre lo peor, doña Fausta, mejor haga lo que yo: encomiéndelo todo a la Divina Providencia. Récele un avemaría a la Virgen y estoy segura que nada va a pasar de hoy a mañana. Ya después, que se haga la voluntad de Dios; al fin y al cabo, ella no debe estar tan contenta en esta vida.

—Créame, Ángeles, que usted siempre me repone el ánimo. Voy a dormir llevándome al sueño estos pensamientos. Dicen que los pensamientos de los sueños van derechito al cielo. Ojalá que los míos alcancen esa altura. Nos veremos mañana.

—Hasta mañana, Fausta.

Las dos viejas, puerta de por medio, se metieron en sus casas. El silencio volvió a cerrar la noche sobre el pueblo.

—Tengo la boca llena de tierra.

—Sí, padre.

—No digas: «Sí, padre». Repite conmigo lo que yo vaya diciendo.

—¿Qué va usted a decirme? ¿Me va a confesar otra vez? ¿Por qué otra vez?

—Ésta no será una confesión, Susana. Sólo vine a platicar contigo. A prepararte para la muerte.

—¿Ya me voy a morir?

—Sí, hija.

—¿Por qué entonces no me deja en paz? Tengo ganas de descansar. Le han de haber encargado que viniera a quitarme el sueño. Que se estuviera aquí conmigo hasta que se me fuera el sueño. ¿Qué haré después para encontrarlo? Nada, padre. ¿Por qué mejor no se va y me deja tranquila?

—Te dejaré en paz, Susana. Conforme vayas repitiendo las palabras que yo diga, te irás quedando dormida. Sentirás como si tú misma te arrullaras. Y ya que te duermas nadie te despertará… Nunca volverás a despertar.

—Está bien, padre. Haré lo que usted diga.

El padre Rentería, sentado en la orilla de la cama, puestas las manos sobre los hombros de Susana San Juan, con su boca casi pegada a la oreja de ella para no hablar fuerte, encajaba secretamente cada una de sus palabras: «Tengo la boca llena de tierra». Luego se detuvo. Trató de ver si los labios de ella se movían. Y los vio balbucir, aunque sin dejar salir ningún sonido.

«Tengo la boca llena de ti, de tu boca. Tus labios apretados, duros como si mordieran oprimidos mis labios…»

Se detuvo también. Miró de reojo al padre Rentería y lo vio lejos, como si estuviera detrás de un vidrio empañado.

Luego volvió a oír la voz calentando su oído:

—Trago saliva espumosa; mastico terrones plagados de gusanos que se me anudan en la garganta y raspan la pared del paladar… Mi boca se hunde, retorciéndose en muecas, perforada por los dientes que la taladran y devoran. La nariz se reblandece. La gelatina de los ojos se derrite. Los cabellos arden en una sola llamarada…

Le extrañaba la quietud de Susana San Juan. Hubiera querido adivinar sus pensamientos y ver la batalla de aquel corazón por rechazar las imágenes que él estaba sembrando dentro de ella. Le miró los ojos y ella le devolvió la mirada. Y le pareció ver como si sus labios forzaran una sonrisa.

—Aún falta más. La visión de Dios. La luz suave de su cielo infinito. El gozo de los querubines y el canto de los serafines. La alegría de los ojos de Dios, última y fugaz visión de los condenados a la pena eterna. Y no sólo eso, sino todo conjugado con un dolor terrenal. El tuétano de nuestros huesos convertido en lumbre y las venas de nuestra sangre en hilos de fuego, haciéndonos dar reparos de increíble dolor; no menguado nunca; atizado siempre por la ira del Señor.

«Él me cobijaba entre sus brazos. Me daba amor».

El padre Rentería repasó con la vista las figuras que estaban alrededor de él, esperando el último momento. Cerca de la puerta, Pedro Páramo aguardaba con los brazos cruzados; en seguida, el doctor Valencia, y junto a ellos otros señores. Más allá, en las sombras, un puño de mujeres a las que se les hacía tarde para comenzar a rezar la oración de difuntos.

Tuvo intenciones de levantarse. Dar los santos óleos a la enferma y decir: «He terminado». Pero no, no había terminado todavía. No podía entregar los sacramentos a una mujer sin conocer la medida de su arrepentimiento.

Le entraron dudas. Quizá ella no tenía nada de que arrepentirse. Tal vez él no tenía nada de que perdonarla. Se inclinó nuevamente sobre ella y, sacudiéndole los hombros, le dijo en voz baja:

—Vas a ir a la presencia de Dios. Y su juicio es inhumano para los pecadores.

Luego se acercó otra vez a su oído; pero ella sacudió la cabeza:

—¡Ya váyase, padre! No se mortifique por mí. Estoy tranquila y tengo mucho sueño.

Se oyó el sollozo de una de las mujeres escondidas en la sombra.

Entonces Susana San Juan pareció recobrar vida. Se alzó en la cama y dijo:

—¡Justina, hazme el favor de irte a llorar a otra parte!

Después sintió que la cabeza se le clavaba en el vientre. Trató de separar el vientre de su cabeza; de hacer a un lado aquel vientre que le apretaba los ojos y le cortaba la respiración; pero cada vez se volcaba más como si se hundiera en la noche.

—Yo. Yo vi morir a doña Susanita.

—¿Qué dices, Dorotea?

—Lo que te acabo de decir.

Al alba, la gente fue despertada por el repique de las campanas. Era la mañana del 8 de diciembre. Una mañana gris. No fría, pero gris. El repique comenzó con la campana mayor. La siguieron las demás. Algunos creyeron que llamaban para la misa grande y empezaron a abrirse las puertas; las menos, sólo aquellas donde vivía gente desmañanada, que esperaba despierta a que el toque del alba les avisara que ya había terminado la noche. Pero el repique duró más de lo debido. Ya no sonaban sólo las campanas de la iglesia mayor, sino también las de la Sangre de Cristo, las de la Cruz Verde y tal vez las del Santuario. Llegó el mediodía y no cesaba el repique. Llegó la noche. Y de día y de noche las campanas siguieron tocando, todas por igual, cada vez con más fuerza, hasta que aquello se convirtió en un lamento rumoroso de sonidos. Los hombres gritaban para oír lo que querían decir. «¿Qué habrá pasado?», se preguntaban.

A los tres días todos estaban sordos. Se hacía imposible hablar con aquel zumbido de que estaba lleno el aire. Pero las campanas seguían, seguían, algunas ya cascadas, con un sonar hueco como de cántaro.

—Se ha muerto doña Susana.

—¿Muerto? ¿Quién?

—La señora.

—¿La tuya?

—La de Pedro Páramo.

Comenzó a llegar gente de otros rumbos, atraída por el constante repique. De Contla venían como en peregrinación. Y aun de más lejos. Quién sabe de dónde, pero llegó un circo, con volantines y sillas voladoras. Músicos. Se acercaban primero como si fueran mirones, y al rato ya se habían avecindado, de manera que hasta hubo serenatas. Y así poco a poco la cosa se convirtió en fiesta. Comala hormigueó de gente, de jolgorio y de ruidos, igual que en los días de la función en que costaba trabajo dar un paso por el pueblo.

Las campanas dejaron de tocar; pero la fiesta siguió. No hubo modo de hacerles comprender que se trataba de un duelo, de días de duelo. No hubo modo de hacer que se fueran; antes, por el contrario, siguieron llegando más.

La Media Luna estaba sola, en silencio. Se caminaba con los pies descalzos; se hablaba en voz baja. Enterraron a Susana San Juan y pocos en Comala se enteraron. Allá había feria. Se jugaba a los gallos, se oía la música; los gritos de los borrachos y de las loterías. Hasta acá llegaba la luz del pueblo, que parecía una aureola sobre el cielo gris. Porque fueron días grises, tristes para la Media Luna. Don Pedro no hablaba. No salía de su cuarto. Juró vengarse de Comala:

—Me cruzaré de brazos y Comala se morirá de hambre.

Y así lo hizo.

El
Tilcuate
siguió viniendo:

—Ahora somos carrancistas.

—Está bien.

Andamos con mi general Obregón.

—Está bien.

—Allá se ha hecho la paz. Andamos sueltos.

—Espera. No desarmes a tu gente. Esto no puede durar mucho.

—Se ha levantado en armas el padre Rentería. ¿Nos vamos con él, o contra él?

—Eso ni se discute. Ponte al lado del gobierno.

—Pero si somos irregulares. Nos consideran rebeldes.

—Entonces vete a descansar.

—¿Con el vuelo que llevo?

—Haz lo que quieras, entonces.

—Me iré a reforzar al padrecito. Me gusta cómo gritan. Además lleva uno ganada la salvación.

—Haz lo que quieras.

Pedro Páramo estaba sentado en un viejo equipal, junto a la puerta grande de la Media Luna, poco antes de que se fuera la última sombra de la noche. Estaba solo, quizá desde hacía tres horas. No dormía. Se había olvidado del sueño y del tiempo: «Los viejos dormimos poco, casi nunca. A veces apenas si dormitamos; pero sin dejar de pensar. Eso es lo único que me queda por hacer». Después añadió en voz alta: «No tarda ya. No tarda».

Y siguió: «Hace mucho tiempo que te fuiste, Susana. La luz era igual entonces que ahora, no tan bermeja; pero era la misma pobre luz sin lumbre, envuelta en el paño blanco de la neblina que hay ahora. Era el mismo momento. Yo aquí, junto a la puerta mirando el amanecer y mirando cuando te ibas, siguiendo el camino del cielo; por donde el cielo comenzaba a abrirse en luces, alejándote, cada vez más desteñida entre las sombras de la tierra.

»Fue la última vez que te vi. Pasaste rozando con tu cuerpo las ramas del paraíso que está en la vereda y te llevaste con tu aire sus últimas hojas. Luego desapareciste. Te dije: “¡Regresa Susana!”.»

Pedro Páramo siguió moviendo los labios, susurrando palabras. Después cerró la boca y entreabrió los ojos, en los que se reflejó la débil claridad del amanecer.

Amanecía.

A esa misma hora, la madre de Gamaliel Villalpando, doña Inés, barría la calle frente a la tienda de su hijo, cuando llegó y por la puerta entornada, se metió Abundio Martínez. Se encontró al Gamaliel dormido encima del mostrador con el sombrero cubriéndole la cara para que no lo molestaran las moscas. Tuvo que esperar un buen rato para que despertara. Tuvo que esperar a que doña Inés terminara la faena de barrer la calle y viniera a picarle las costillas a su hijo con el mango de la escoba y le dijera:

—¡Aquí tienes un cliente! ¡Alevántate!

El Gamaliel se enderezó de mal genio, dando gruñidos. Tenía los ojos colorados de tanto desvelarse y de tanto acompañar a los borrachos, emborrachándose con ellos. Ya sentado sobre el mostrador, maldijo a su madre, se maldijo a sí mismo y maldijo infinidad de veces a la vida «que valía un puro carajo». Luego volvió a acomodarse con las manos entre las piernas y se volvió a dormir todavía farfullando maldiciones:

—Yo no tengo la culpa de que a estas horas anden sueltos los borrachos.

—El pobre de mi hijo. Discúlpalo, Abundio. El pobre se pasó la noche atendiendo a unos viajantes que se picaron con las copas. ¿Qué es lo que te trae por aquí tan de mañana?

Se lo dijo a gritos, porque Abundio era sordo.

—Pos nada más un cuartillo de alcohol del que estoy necesitado.

—¿Se te volvió a desmayar la Refugio?

—Se me murió ya, madre Villa. Anoche mismito, muy cerca de las once. Y conque hasta vendí mis burros. Hasta eso vendí porque se me aliviara.

—¡No oigo lo que estás diciendo! ¿O no estás diciendo nada? ¿Qué es lo que dices?

—Que me pasé la noche velando a la muerta, a la Refugio. Dejó de resollar anoche.

—Con razón me olió a muerto. Fíjate que hasta yo le dije al Gamaliel: «Me huele que alguien se murió en el pueblo». Pero ni caso me hizo; con eso de que tuvo que congeniar con los viajantes, el pobre se emborrachó. Y tú sabes que cuando está en ese estado, todo le da risa y ni caso le hace a una. Pero ¿qué me dices? ¿Y tienes convidados para el velorio?

—Ninguno, madre Villa. Para eso quiero el alcohol, para curarme la pena.

—¿Lo quieres puro?

—Sí, madre Villa. Pa emborracharme más pronto. Y dámelo rápido que llevo prisa.

—Te daré dos decilitros por el mismo precio y por ser para ti. Ve diciéndole entretanto a la difuntita que yo siempre la aprecié y que me tome en cuenta cuando llegue a la gloria.

—Sí, madre Villa.

—Díselo antes de que se acabe de enfriar.

—Se lo diré. Yo sé que ella también cuenta con usté pa que ofrezca sus oraciones. Con decirle que se murió compungida porque no hubo ni quien la auxiliara.

—¿Qué, no fuiste a ver al padre Rentería?

—Fui. Pero me informaron que andaba en el cerro.

—¿En cuál cerro?

—Pos por esos andurriales. Usted sabe que andan en la revuelta.

—¿De modo que también él? Pobres de nosotros, Abundio.

—A nosotros qué nos importa eso, madre Villa. Ni nos va ni nos viene. Sírvamela otra. Ahí como que se hace la disimulada, al fin y al cabo el Gamaliel está dormido.

—Pero no se te olvide pedirle a la Refugio que ruegue a Dios por mí, que tanto lo necesito.

—No se mortifique. Se lo diré en llegando. Y hasta le sacaré la promesa de palabra, por si es necesario y pa que usté se deje de apuraciones.

—Eso, eso mero debes hacer. Porque tú sabes cómo son las mujeres. Así que hay que exigirles el cumplimiento en seguida.

Abundio Martínez dejó otros veinte centavos sobre el mostrador.

—Deme el otro cuartillo, madre Villa. Y si me lo quiere dar sobradito, pos ahí es cosa de usté. Lo único que le prometo es que éste sí me lo iré a beber junto a la difuntita; junto a mi Cuca.

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