—¿Y tu alma? ¿Dónde crees que haya ido?
—Debe andar vagando por la tierra como tantas otras; buscando vivos que recen por ella. Tal vez me odie por el mal trato que le di; pero eso ya no me preocupa. He descansado del vicio de sus remordimientos. Me amargaba hasta lo poco que comía, y me hacía insoportables las noches llenándomelas de pensamientos intranquilos con figuras de condenados y cosas de ésas. Cuando me senté a morir, ella rogó que me levantara y que siguiera arrastrando la vida, como si esperara todavía algún milagro que me limpiara de culpas. Ni siquiera hice el intento: «Aquí se acaba el camino —le dije—. Ya no me quedan fuerzas para más». Y abrí la boca para que se fuera. Y se fue. Sentí cuando cayó en mis manos el hilito de sangre con que estaba amarrada a mi corazón.
Llamaron a su puerta; pero él no contestó. Oyó que siguieron tocando todas las puertas, despertando a la gente. La carrera que llevaba Fulgor —lo conoció por sus pasos hacia la puerta grande se detuvo un momento, como si tuviera intenciones de volver a llamar. Después siguió corriendo.
Rumor de voces. Arrastrar de pisadas despaciosas como si cargaran con algo pesado.
Ruidos vagos.
Vino hasta su memoria la muerte de su padre, también en un amanecer como éste; aunque en aquel entonces la puerta estaba abierta y traslucía el color gris de un cielo hecho de ceniza, triste, como fue entonces. Y a una mujer conteniendo el llanto, recostada contra la puerta. Una madre de la que él ya se había olvidado y olvidado muchas veces, diciéndole: «¡Han matado a tu padre!». Con aquella voz quebrada, deshecha, sólo unida por el hilo del sollozo.
Nunca quiso revivir ese recuerdo porque le traía otros, como si rompiera un costal repleto y luego quisiera contener el grano. La muerte de su padre que arrastró otras muertes y en cada una de ellas estaba siempre la imagen de la cara despedazada; roto un ojo, mirando vengativo el otro. Y otro y otro más, hasta que la había borrado del recuerdo cuando ya no hubo nadie que se la recordara.
—¡Descánselo aquí! No, así no. Hay que meterlo con la cabeza para atrás. ¡Tú! ¿Qué esperas?
Todo en voz baja.
—¿Y él?
—Él duerme. No lo despierten. No hagan ruido.
Allí estaba él, enorme, mirando la maniobra de meter un bulto envuelto en costales viejos, amarrado con sicuas de coyunda como si lo hubieran amortajado.
—¿Quién es? —preguntó.
Fulgor Sedano se acercó hasta él y le dijo:
—Es Miguel, don Pedro.
—¿Qué le hicieron? —gritó.
Esperaba oír: «Lo han matado». Y ya estaba previniendo su furia, haciendo bolas duras de rencor; pero oyó las palabras suaves de Fulgor Sedano que le decían:
—Nadie le hizo nada. Él solo encontró la muerte.
Había mecheros de petróleo aluzando la noche.
—… Lo mató el caballo —se acomidió a decir uno.
Lo tendieron en su cama, echando abajo el colchón, dejando las puras tablas donde acomodaron el cuerpo ya desprendido de las tiras con que habían venido tirando de él. Le colocaron las manos sobre el pecho y taparon su cara con un trapo negro. «Parece más grande de lo que era», dijo en secreto Fulgor Sedano.
Pedro Páramo se había quedado sin expresión ninguna, como ido. Por encima de él sus pensamientos se seguían unos a otros sin darse alcance ni juntarse. Al fin dijo:
—Estoy comenzando a pagar. Más vale empezar temprano, para terminar pronto.
No sintió dolor.
Cuando le habló a la gente reunida en el patio para agradecerle su compañía, abriéndole paso a su voz por entre el lloriqueo de las mujeres, no cortó ni el resuello ni sus palabras. Después sólo se oyó en aquella noche el piafar del potrillo alazán de Miguel Páramo.
—Mañana mandas matar ese animal para que no siga sufriendo —le ordenó a Fulgor Sedano.
—Está bien, don Pedro. Lo entiendo. El pobre se ha de sentir desolado.
—Yo también lo entiendo así, Fulgor. Y diles de paso a esas mujeres que no armen tanto escándalo, es mucho alboroto por mi muerto. Si fuera de ellas, no llorarían con tantas ganas.
El padre Rentería se acordaría muchos años después de la noche en que la dureza de su cama lo tuvo despierto y después lo obligó a salir. Fue la noche en que murió Miguel Páramo.
Recorrió las calles solitarias de Comala, espantando con sus pasos a los perros que husmeaban en las basuras. Llegó hasta el río y allí se entretuvo mirando en los remansos el reflejo de las estrellas que se estaban cayendo del cielo. Duró varias horas luchando con sus pensamientos, tirándolos al agua negra del río.
«El asunto comenzó —pensó— cuando Pedro Páramo, de cosa baja que era, se alzó a mayor. Fue creciendo como una mala yerba. Lo malo de esto es que todo lo obtuvo de mí:
»“Me acuso padre que ayer dormí con Pedro Páramo”. “Me acuso padre que tuve un hijo de Pedro Páramo”. “De que le presté mi hija a Pedro Páramo”. Siempre esperé que él viniera a acusarse de algo; pero nunca lo hizo. Y después estiró los brazos de su maldad con ese hijo que tuvo. Al que él reconoció, sólo Dios sabe por qué. Lo que si sé es que yo puse en sus manos ese instrumento».
Tenía muy presente el día que se lo había llevado, apenas nacido.
Le había dicho:
—Don Pedro, la mamá murió al alumbrarlo. Dijo que era de usted. Aquí lo tiene.
Y él ni lo dudó, solamente le dijo:
—¿Por qué no se queda con él, padre? Hágalo cura.
—Con la sangre que lleva dentro no quiero tener esa responsabilidad.
—¿De verdad cree usted que tengo mala sangre?
—Realmente sí, don Pedro.
—Le probaré que no es cierto. Déjemelo aquí. Sobra quien se encargue de cuidarlo.
—En eso pensé, precisamente. Al menos con usted no le faltará el sustento.
El muchachito se retorcía, pequeño como era, como una víbora.
—¡Damiana! Encárgate de esa cosa. Es mi hijo.
Después había abierto la botella:
—Por la difunta y por usted beberé este trago.
—¿Y por él?
—Por él también, ¿por qué no?
Llenó otra copa más y los dos bebieron por el porvenir de aquella criatura.
Así fue.
Comenzaron a pasar las carretas rumbo a la Media Luna. Él se agachó, escondiéndose en el galápago que bordeaba el río. «¿De quién te escondes?», se preguntó a sí mismo.
—¡Adiós, padre! —oyó que le decían.
Se alzó de la tierra y contestó:
—¡Adiós! Que el Señor te bendiga.
Estaban apagándose las luces del pueblo. El río llenó su agua de colores luminosos.
—Padre, ¿ya dieron el alba? —preguntó otro de los carreteros.
—Debe ser mucho después del alba —respondió él. Y caminó en sentido contrario al de ellos, con intenciones de no detenerse.
—¿Adónde tan temprano, padre?
—¿Dónde está el moribundo, padre?
—¿Ha muerto alguien en Contla, padre?
Hubiera querido responderles: «Yo. Yo soy el muerto». Pero se conformó con sonreír.
Al salir del pueblo precipitó sus pasos.
Regresó entrada la mañana.
—¿Dónde estuvo usted, tío? —le preguntó Ana su sobrina—. Vinieron muchas mujeres a buscarlo. Querían confesarse por ser mañana viernes primero.
—Que regresen a la noche.
Se quedó un rato quieto, sentado en una banca del pasillo, lleno de fatiga.
—¡Qué fresco está el aire!, ¿no, Ana?
—Hace calor, tío.
—Yo no lo siento.
No quería pensar para nada que había estado en Contla, donde hizo confesión general con el señor cura, y que éste, a pesar de sus ruegos, le había negado la absolución:
—Ese hombre de quien no quieres mencionar su nombre ha despedazado tu Iglesia y tú se lo has consentido. ¿Qué se puede esperar ya de ti, padre? ¿Qué has hecho de la fuerza de Dios? Quiero convencerme de que eres bueno y de que allí recibes la estimación de todos; pero no basta ser bueno. El pecado no es bueno. Y para acabar con él, hay que ser duro y despiadado. Quiero creer que todos siguen siendo creyentes; pero no eres tú quien mantiene su fe; lo hacen por superstición y por miedo. Quiero aún más estar contigo en la pobreza en que vives y en el trabajo y cuidados que libras todos los días en tu cumplimiento. Sé lo difícil que es nuestra tarea en estos pobres pueblos donde nos tienen relegados; pero eso mismo me da derecho a decirte que no hay que entregar nuestro servicio a unos cuantos, que te darán un poco a cambio de tu alma, y con tu alma en manos de ellos ¿qué podrás hacer para ser mejor que aquellos que son mejores que tú? No, padre, mis manos no son lo suficientemente limpias para darte la absolución. Tendrás que buscarla en otro lugar.
—¿Quiere usted decir, señor cura, que tengo que ir a buscar la confesión a otra parte?
—Tienes que ir. No puedes seguir consagrando a los demás si tú mismo estás en pecado.
—¿Y si suspenden mis ministerios?
—No creo que lo hagan, aunque tal vez lo merezcas. Quedará a juicio de ellos.
—¿No podría usted…? Provisionalmente, digamos… Necesito dar los santos óleos… la comunión. Mueren tantos en mi pueblo, señor cura.
—Padre, deja que a los muertos los juzgue Dios.
—¿Entonces, no?
Y el señor cura de Contla había dicho que no.
Después pasearon los dos por los corredores del curato, sombreados de azaleas. Se sentaron bajo una enramada donde maduraban las uvas.
—Son ácidas, padre —se adelantó el señor cura a la pregunta que le iba a hacer—. Vivimos en una tierra en que todo se da, gracias a la providencia; pero todo se da con acidez. Estamos condenados a eso.
—Tiene usted razón, señor cura. Allá en Cotnala he intentado sembrar uvas. No se dan. Sólo crecen arrayanes y naranjos; naranjos agrios y arrayanes agrios. A mí se me ha olvidado el sabor de las cosas dulces. ¿Recuerda usted las guayabas de China que teníamos en el seminario? Los duraznos, las mandarinas aquellas que con sólo apretarlas soltaban la cáscara. Yo traje aquí algunas semillas. Pocas; apenas una bolsita… después pensé que hubiera sido mejor dejarlas allá donde maduraran, ya que aquí las traje a morir.
—Y sin embargo, padre, dicen que las tierras de Comala son buenas. Es lástima que estén en manos de un solo hombre. ¿Es Pedro Páramo aún el dueño, no?
—Así es la voluntad de Dios.
—No creo que en este caso intervenga la voluntad de Dios. ¿No lo crees tú así, padre?
—A veces lo he dudado; pero allí lo reconocen.
—¿Y entre ésos estás tú?
—Yo soy un pobre hombre dispuesto a humillarse, mientras sienta el impulso de hacerlo.
Luego se habían despedido. Él tomándole las manos y besándoselas. Con todo, ahora aquí, vuelto a la realidad, no quería volver a pensar más en esa mañana de Contla.
Se levantó y fue hacia la puerta.
—¿Adónde va usted, tío?
Su sobrina Ana, siempre presente, siempre junto a él, como si buscara su sombra para defenderse de la vida.
—Voy a ir un rato a caminar, Ana. A ver si así reviento.
—¿Se siente mal?
—Mal no, Ana. Malo. Un hombre malo. Eso siento que soy.
Fue hasta la Media Luna y dio el pésame a Pedro Páramo. Volvió a oír las disculpas por las inculpaciones que le habían hecho a su hijo. Lo dejó hablar. Al fin ya nada tenía importancia. En cambio, rechazó la invitación a comer con él:
—No puedo, don Pedro, tengo que estar temprano en la iglesia porque me espera un montón de mujeres junto al confesionario. Otra vez será.
Se vino al paso, y cuando atardecía entró directamente en la iglesia, tal como iba, lleno de polvo y de miseria. Se sentó a confesar.
La primera que se acercó fue la vieja Dorotea, quien siempre estaba allí esperando a que se abrieran las puertas de la iglesia.
Sintió que olía a alcohol.
—¿Qué, ya te emborrachas? ¿Desde cuándo?
—Es que estuve en el velorio de Miguelito, padre. Y se me pasaron las canelas. Me dieron de beber tanto, que hasta me volví payasa.
—Nunca has sido otra cosa, Dorotea.
—Pero ahora traigo pecados, padre. Y de sobra.
En varias ocasiones él le había dicho: «No te confieses, Dorotea, nada más vienes a quitarme el tiempo. Tú ya no puedes cometer ningún pecado, aunque te lo propongas. Déjale el campo a los demás».
—Ahora sí, padre. Es verdad.
—Di.
—Ya que no puedo causarle ningún perjuicio, le diré que era yo la que le conseguía muchachas al difunto Miguelito Páramo.
El padre Rentería, que pensaba darse campo para pensar, pareció salir de sus sueños y preguntó casi por costumbre:
—¿Desde cuándo?
—Desde que él fue hombrecito. Desde que le agarró el chincual.
—Vuélveme a repetir lo que dijiste, Dorotea.
—Pos que yo era la que conchavaba las muchachas a Miguelito.
—¿Se las llevabas?
—Algunas veces, sí. En otras nomás se las apalabraba. Y con otras nomás le daba el norte. Usted sabe: la hora en que estaban solas y en que él podía agarrarlas descuidadas.
—¿Fueron muchas?
No quería decir eso: pero le salió la pregunta por costumbre.
—Ya hasta perdí la cuenta. Fueron retemuchas.
—¿Qué quieres que haga contigo, Dorotea? Júzgate tú misma. Ve si tú puedes perdonarte.
—Yo no, padre. Pero usted sí puede. Por eso vengo a verlo.
—¿Cuántas veces viniste aquí a pedirme que te mandara al cielo cuando murieras? ¿Querías ver si allá encontrabas a tu hijo, no, Dorotea? Pues bien, no podrás ir ya más al cielo. Pero que Dios te perdone.
—Gracias, padre.
—Sí. Yo también te perdono en nombre de él. Puedes irte.
—¿No me deja ninguna penitencia?
—No la necesitas, Dorotea.
—Gracias, padre.
—Ve con Dios.
Tocó con los nudillos la ventanilla del confesionario para llamar a otra de aquellas mujeres. Y mientras oía el Yo pecador su cabeza se dobló como si no pudiera sostenerse en alto. Luego vino aquel mareo, aquella confusión, el irse diluyendo como en agua espesa, y el girar de luces; la luz entera del día que se desbarataba haciéndose añicos; y ese sabor a sangre en la lengua. El Yo pecador se oía más fuerte, repetido, y después terminaban: «por los siglos de los siglos, amén», «por los siglos de los siglos, amén», «por los siglos…».
—Ya calla —dijo—. ¿Cuánto hace que no te confiesas?
—Dos días, padre.
Allí estaba otra vez. Como si lo rodeara la desventura. «¿Qué haces aquí? —pensó—. Descansa. Vete a descansar. Estás muy cansado».