Pedro Páramo (4 page)

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Authors: Juan Rulfo

Tags: #Cuento, Relato

BOOK: Pedro Páramo
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»Tú estás sola. Un ruego contra miles de ruegos. Y entre ellos, algunos mucho más hondos que el tuyo, como es el de su padre.

Iba a decirle: «Además, yo le he dado el perdón». Pero sólo lo pensó. No quiso maltratar el alma medio quebrada de aquella muchacha. Antes, por el contrario, la tomó del brazo y le dijo:

—Démosle gracias a Dios Nuestro Señor porque se lo ha llevado de esta tierra donde causó tanto mal, no importa que ahora lo tenga en su cielo.

Un caballo pasó al galope donde se cruza la calle real con el camino de Contla. Nadie lo vio. Sin embargo, una mujer que esperaba en las afueras del pueblo contó que había visto el caballo corriendo con las piernas dobladas como si se fuera a ir de bruces. Reconoció el alazán de Miguel Páramo. Y hasta pensó: «Ese animal se va a romper la cabeza». Luego vio cuando enderezaba el cuerpo y, sin aflojar la carrera, caminaba con el pescuezo echado hacia atrás como si viniera asustado por algo que había dejado allá atrás.

Esos chismes llegaron a la Media Luna la noche del entierro, mientras los hombres descansaban de la larga caminata que habían hecho hasta el panteón.

Platicaban, como se platica en todas partes, antes de ir a dormir.

—A, mí me dolió mucho ese muerto —dijo Terencio Lubianes—. Todavía traigo adoloridos los hombros.

—Y a mí —dijo su hermano Ubillado—. Hasta se me agrandaron los juanetes. Con eso de que el patrón quiso que todos fuéramos de zapatos. Ni que hubiera sido día de fiesta, ¿verdad, Toribio?

—Yo qué quieren que les diga. Pienso que se murió muy a tiempo.

Al rato llegaron más chismes de Contla. Los trajo la última carreta.

—Dicen que por allá anda el ánima. Lo han visto tocando la ventana de fulanita. Igualito a él. De chaparreras y todo.

—¿Y usted cree que don Pedro, con el genio que se carga, iba a permitir que su hijo siga traficando viejas? Ya me lo imagino si lo supiera: «Bueno —le diría—. Tú ya estás muerto. Estáte quieto en tu sepultura. Déjanos el negocio a nosotros». Y de verlo por ahí, casi me las apuesto que lo mandaría de nuevo al camposanto.

—Tienes razón, Isaías. Ese viejo no se anda con cosas.

El carretero siguió su camino: «Como la supe, se las endoso».

Había estrellas fugaces. Caían como si el cielo estuviera lloviznando lumbre.

—Miren nomás —dijo Terencio— el borlote que se traen allá arriba.

—Es que le están celebrando su función al Miguelito —terció Jesús.

—¿No será mala señal?

—¿Para quién?

—Quizá tu hermana esté nostálgica por su regreso.

—¿A quién le hablas?

—A ti.

—Mejor, vámonos, muchachos. Hemos trafagueado mucho y mañana hay que madrugar.

Y se disolvieron como sombras.

Había estrellas fugaces. Las luces en Comala se apagaron.

Entonces el cielo se adueñó de la noche.

El padre Rentería se revolcaba en su cama sin poder dormir:

«Todo esto que sucede es por mi culpa —se dijo—. El temor de ofender a quienes me sostienen. Porque ésta es la verdad; ellos me dan mi mantenimiento. De los pobres no consigo nada; las oraciones no llenan el estómago. Así ha sido hasta ahora. Y éstas son las consecuencias. Mi culpa. He traicionado a aquellos que me quieren y que me han dado su fe y me buscan para que yo interceda por ellos para con Dios. ¿Pero qué han logrado con su fe? ¿La ganancia del cielo? ¿O la purificación de sus almas? Y para qué purifican su alma, si en el último momento… Todavía tengo frente a mis ojos el último momento… Todavía tengo frente a mis ojos la mirada de María Dyada, que vino a pedirme salvara a su hermana Eduviges:

»—Ella sirvió siempre a sus semejantes. Les dio todo lo que tuvo. Hasta les dio un hijo, a todos. Y se los puso enfrente para que alguien lo reconociera como suyo; pero nadie lo quiso hacer. Entonces les dijo: «En ese caso yo soy también su padre, aunque por casualidad haya sido su madre». Abusaron de su hospitalidad por esa bondad suya de no querer ofenderlos ni de malquistarse con ninguno.

»—Pero ella se suicidó. Obró contra la mano de Dios.

»—No le quedaba otro camino. Se resolvió a eso también por bondad.

»—Falló a última hora —eso es lo que le dije—. En el último momento. ¡Tantos bienes acumulados para su salvación, y perderlos así de pronto!

»—Pero si no los perdió. Murió con muchos dolores. Y el dolor… Usted nos ha dicho algo acerca del dolor que ya no recuerdo. Ella se fue por ese dolor. Murió retorcida por la sangre que la ahogaba. Todavía veo sus muecas, y sus muecas eran los más tristes gestos que ha hecho un ser humano.

»—Tal vez rezando mucho.

»—Vamos rezando mucho, padre.

»—Digo tal vez, si acaso, con las misas gregorianas; pero para eso necesitamos pedir ayuda, mandar traer sacerdotes. Y eso cuesta dinero.

»Allí estaba frente a mis ojos la mirada de María Dyada, una pobre mujer llena de hijos.

»—No tengo dinero. Eso lo sabe, padre.

»—Dejemos las cosas como están. Esperemos en Dios.

»—Sí, padre».

¿Por qué aquella mirada se volvía valiente ante la resignación? Qué le costaba a él perdonar, cuando era tan fácil decir una palabra o dos, o cien palabras si éstas fueran necesarias para salvar el alma. ¿Qué sabia él del cielo y del infierno? Y sin embargo, él, perdido en un pueblo sin nombre, sabía los que habían merecido el cielo. Había un catálogo. Comenzó a recorrer los santos del panteón católico comenzando por los del día:

«Santa Nunilona, virgen y mártir; Anercio, obispo; santas Salomé viuda, Alodia o Elodia y Nulina, vírgenes; Córdula y Donato». Y siguió. Ya iba siendo dominado por el sueño cuando se sentó en la cama: «Estoy repasando una hilera de santos como si estuviera viendo saltar cabras».

Salió fuera y miró el cielo. Llovían estrellas. Lamentó aquello porque hubiera querido ver un cielo quieto. Oyó el canto de los gallos. Sintió la envoltura de la noche cubriendo la tierra. La tierra, «este valle de lágrimas».

—Más te vale, hijo. Más te vale —me dijo Eduviges Dyada. Ya estaba alta la noche. La lámpara que ardía en un rincón comenzó a languidecer; luego parpadeó y terminó apagándose.

Sentí que la mujer se levantaba y pensé que iría por una nueva luz. Oí sus pasos cada vez más lejanos. Me quedé esperando.

Pasado un rato y al ver que no volvía, me levanté yo también. Fui caminando a pasos cortos, tentaleando en la oscuridad, hasta que llegué a mi cuarto. Allí me senté en el suelo a esperar el sueño.

Dormí a pausas.

En una de esas pausas fue cuando oí el grito. Era un grito arrastrado como el alarido de algún borracho: «¡Ay vida, no me mereces!».

Me enderecé de prisa porque casi lo oí junto a mis orejas; pudo haber sido en la calle; pero yo lo oí aquí, untado a las paredes de mi cuarto. Al despertar, todo estaba en silencio; sólo el caer de la polilla y el rumor del silencio.

No, no era posible calcular la hondura del silencio que produjo aquel grito. Como si la tierra se hubiera vaciado de su aire. Ningún sonido; ni el del resuello, ni el del latir del corazón; como si se detuviera el mismo ruido de la conciencia. Y cuando terminó la pausa y volví a tranquilizarme, retornó el grito y se siguió oyendo por un largo rato: «¡Déjenme aunque sea el derecho de pataleo que tienen los ahorcados!».

Entonces abrieron de par en par la puerta.

—¿Es usted, doña Eduviges? —pregunté—. ¿Qué es lo que está sucediendo? ¿Tuvo usted miedo?

—No me llamo Eduviges. Soy Damiana. Supe que estabas aquí y vine a verte. Quiero invitarte a dormir a mi casa. Allí tendrás donde descansar.

—¿Damiana Cisneros? ¿No es usted de las que vivieron en la Media Luna?

—Allá vivo. Por eso he tardado en venir.

—Mi madre me habló de una tal Damiana que me había cuidado cuando nací. ¿De modo que usted…?

—Sí, yo soy. Te conozco desde que abriste los ojos.

—Iré con usted. Aquí no me han dejado en paz los gritos. ¿No oyó lo que estaba pasando? Como que estaban asesinando a alguien. ¿No acaba usted de oír?

—Tal vez sea algún eco que está aquí encerrado. En este cuarto ahorcaron a Toribio Aldrete hace mucho tiempo. Luego condenaron la puerta, hasta que él se secara; para que su cuerpo no encontrara reposo. No sé cómo has podido entrar, cuando no existe llave para abrir esta puerta.

—Fue doña Eduviges quien abrió. Me dijo que era el único cuarto que tenía disponible:

—¿Eduviges Dyada?

—Ella.

—Pobre Eduviges. Debe de andar penando todavía.

«Fulgor Sedano, hombre de 54 años, soltero, de oficio administrador, apto para entablar y seguir pleitos, por poder y por mi propio derecho, reclamo y alego lo siguiente…»

Eso había dicho cuando levantó el acta contra actos de Toribio Aldrete. Y terminó: «Que conste mi acusación por
usufruto
».

—A usted ni quien le quite lo hombre, don Fulgor. Sé que usted las puede. Y no por el poder que tiene atrás, sino por usted mismo.

Se acordaba. Fue lo primero que le dijo el Aldrete, después que se habían estado emborrachando juntos, dizque para celebrar el acta:

—Con ese papel nos vamos a limpiar usted y yo, don Fulgor, porque no va a servir para otra cosa. Y eso usted lo sabe. En fin, por lo que a usted respecta, ya cumplió con lo que le mandaron, y a mí me quitó de apuraciones; porque me tenía usted preocupado, lo que sea de cada quien. Ahora ya sé de qué se trata y me da risa. Dizque «usufruto». Vergüenza debía darle a su patrón ser tan ignorante.

Se acordaba. Estaban en la fonda de Eduviges. Y hasta él le había preguntado:

—Oye, Viges, ¿me puedes prestar el cuarto del rincón?

—Los que usted quiera, don Fulgor; si quiere, ocúpenlos todos. ¿Se van a quedar a dormir aquí sus hombres?

—No, nada más uno. Despreocúpate de nosotros y vete a dormir. Nomás déjanos la llave.

—Pues ya le digo, don Fulgor —le dijo Toribio Aldrete—. A usted ni quien le menoscabe lo hombre que es; pero me lleva la rejodida con ese hijo de la rechintola de su patrón.

Se acordaba. Fue lo último que le oyó decir en sus cinco sentidos. Después se había comportado como un collón, dando de gritos. «Dizque la fuerza que yo tenía atrás. ¡Vaya!»

Tocó con el mango del chicote la puerta de la casa de Pedro Páramo. Pensó en la primera vez que lo había hecho, dos semanas atrás. Esperó un buen rato del mismo modo que tuvo que esperar aquella vez. Miró también, como lo hizo la otra vez, el moño negro que colgaba del dintel de la puerta. Pero no comentó consigo mismo: «¡Vaya! Los han encimado. El primero está ya descolorido, el último relumbra como si fuera de seda; aunque no es más que un trapo teñido».

La primera vez se estuvo esperando hasta llenarse con la idea de que quizá la casa estuviera deshabitada. Y ya se iba cuando apareció la figura de Pedro Páramo.

—Pasa, Fulgor.

Era la segunda ocasión que se veían. La primera nada más él lo vio; porque el Pedrito estaba recién nacido. Y ésta. Casi se podía decir que era la primera vez. Y le resultó que le hablaba como a un igual. ¡Vaya! Lo siguió a grandes trancos, chicoteándose las piernas:

«Sabrá pronto que yo soy el que sabe. Lo sabrá. Y a lo que vengo».

—Siéntate, Fulgor. Aquí hablaremos con más calma.

Estaban en el corral. Pedro Páramo se arrellanó en un pesebre y esperó:

—¿Por qué no te sientas?

—Prefiero estar de pie, Pedro.

—Como tú quieras. Pero no se te olvide el «don».

¿Quién era aquel muchacho para hablarle así? Ni su padre don Lucas Páramo se había atrevido a hacerlo. Y de pronto éste, que jamás se había parado en la Media Luna, ni conocía de oídas el trabajo, le hablaba como a un gañán. ¡Vaya, pues!

—¿Cómo anda aquello?

Sintió que llegaba su oportunidad. «Ahora me toca a mí», pensó.

—Mal. No queda nada. Hemos vendido el último ganado.

Comenzó a sacar los papeles para informarle a cuánto ascendía todavía el adeudo. Y ya iba a decir: «Debemos tanto», cuando oyó:

—¿A quién le debemos? No me importa cuánto, sino a quién.

Le repasó una lista de nombres. Y terminó:

—No hay de dónde sacar para pagar. Ése es el asunto.

—¿Y por qué?

—Porque la familia de usted lo absorbió todo. Pedían y pedían, sin devolver nada. Eso se paga caro. Ya lo decía yo: «A la larga acabarán con todo». Bueno, pues acabaron. Aunque hay por allí quien se interese en comprar los terrenos. Y pagan bien. Se podrían cubrir las libranzas pendientes y todavía quedaría algo; aunque, eso sí, algo mermado.

—¿No serás tú?

—¡Cómo se pone a creer que yo!

—Yo creo hasta el bendito. Mañana comenzaremos a arreglar nuestros asuntos. Empezaremos por las Preciados. ¿Dices que a ellas les debemos más?

—Sí. Y a las que les hemos pagado menos. El padre de usted siempre las pospuso para lo último. Tengo entendido que una de ellas, Matilde, se fue a vivir a la ciudad. No sé si a Guadalajara o a Colima. Y la Lola, quiero decir, doña Dolores, ha quedado como dueña de todo. Usted sabe: el rancho de Enmedio. Y es a ella a la que tenemos que pagar.

—Mañana vas a pedir la mano de la Lola.

—Pero cómo quiere usted que me quiera, si ya estoy viejo.

—La pedirás para mí. Después de todo tiene alguna gracia. Le dirás que estoy muy enamorado de ella. Y que si lo tiene a bien. De pasada, dile al padre Rentería que nos arregle el trato. ¿Con cuánto dinero cuentas?

—Con ninguno, don Pedro.

—Pues prométeselo. Dile que en teniendo se le pagará. Casi estoy seguro de que no pondrá dificultades. Haz eso mañana mismo.

—¿Y lo del Aldrete?

—¿Qué se trae el Aldrete? Tú me mencionaste a las Preciados y a los Fregosos y a los Guzmanes. ¿Con qué sale ahora el Aldrete?

—Cuestión de límites. Él ya mandó cercar y ahora pide que echemos el lienzo que falta para hacer la división.

—Eso déjalo para después. Note preocupen los lienzos. No habrá lienzos. La tierra no tiene divisiones. Piénsalo, Fulgor, aunque no se lo des a entender. Arregla por de pronto lo de la Lola. ¿No quieres sentarte?

—Me sentaré, don Pedro. Palabra que me está gustando tratar con usted.

—Le dirás a la Lola esto y lo otro y que la quiero. Eso es importante. De cierto, Sedano, la quiero. Por sus ojos, ¿sabes? Eso harás mañana tempranito. Te reduzco tu tarea de administrador. Olvídate de la Media Luna.

«¿De dónde diablos habrá sacado esas mañas el muchacho? —pensó Fulgor Sedano mientras regresaba a la Media Luna—. Yo no esperaba de él nada. “Es un inútil”, decía de él mi difunto patrón don Lucas. “Un flojo de marca”. Yo le daba la razón. “Cuando me muera váyase buscando otro trabajo, Fulgor”. “Sí, don Lucas”. “Con decirle, Fulgor, que he intentado mandarlo al seminario para ver si al menos eso le da para comer y mantener a su madre cuando yo les falte; pero ni a eso se decide”. “Usted no se merece eso, don Lucas”. “No se cuenta con él para nada, ni para que me sirva de bordón servirá cuando yo esté viejo. Se me malogró, qué quiere usted, Fulgor”. “Es una verdadera lástima, don Lucas”».

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