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Authors: Juan Rulfo

Tags: #Cuento, Relato

Pedro Páramo (12 page)

BOOK: Pedro Páramo
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—Dices bien, Gerardo. Déjalos aquí. Los quemaré. Con papeles o sin ellos, ¿quién me puede discutir la propiedad de lo que tengo?

—Indudablemente nadie, don Pedro. Nadie. Con su permiso.

—Ve con Dios, Gerardo.

—¿Qué dijo usted?

—Digo que Dios te acompañe.

El licenciado Gerardo Trujillo salió despacio. Estaba ya viejo; pero no para dar esos pasos tan cortos, tan sin ganas. La verdad es que esperaba una recompensa. Había servido a don Lucas, que en paz descanse, padre de don Pedro; después a don Pedro, y todavía; luego a Miguel, hijo de don Pedro. La verdad es que esperaba una compensación. Una retribución grande y valiosa. Le había dicho a su mujer:

—Voy a despedirme de don Pedro. Sé que me gratificará. Estoy por decir que con el dinero que él me dé nos estableceremos bien en Sayula y viviremos holgadamente el resto de nuestros días.

Pero ¿por qué las mujeres siempre tienen una duda? ¿Reciben avisos del cielo, o qué?

Ella no estuvo segura de que consiguiera algo:

—Tendrás que trabajar muy duro allá para levantar cabeza. De aquí no sacarás nada.

—¿Por qué lo dices?

—Lo sé.

Siguió andando hacia la puerta, atento a cualquier llamado: «¡Ey, Gerardo! Lo preocupado que estoy no me ha permitido pensar en ti. Pero yo debo favores que no se pagan con dinero. Recibe esto: es un regalo insignificante».

Pero el llamado no vino. Cruzó la puerta y desanudó el bozal con que su caballo estaba amarrado al horcón. Subió a la silla y, al paso, tratando de no alejarse mucho para oír si lo llamaban, caminó hacia Comala sin desviarse del camino. Cuando vio que la Media Luna se perdía detrás de él, pensó: «Sería mucho rebajarme si le pidiera un préstamo».

—Don Pedro, he regresado, pues no estoy satisfecho conmigo mismo. Gustoso seguiré llevando sus asuntos.

Lo dijo, sentado nuevamente en el despacho de Pedro Páramo, donde había estado no hacía ni media hora.

—Está bien, Gerardo. Allí estáte los papeles, donde tú los dejaste.

—Desearía también… Los gastos… El traslado… Un mínimo adelanto de honorarios… Algo extra, por si usted lo tiene a bien.

—¿Quinientos?

—¿No podría ser un poco, digamos, un poquito más?

—¿Te conformas con mil?

—¿Y si fueran cinco?

—¿Cinco qué? ¿Cinco mil pesos? No los tengo. Tú bien sabes que todo está invertido. Tierras, animales. Tú lo sabes. Llévate mil. No creo que necesites más.

Se quedó meditando. La cabeza caída. Oía el tintineo de los pesos sobre el escritorio donde Pedro Páramo contaba el dinero. Se acordaba de don Lucas, que siempre le quedó a deber sus honorarios. De don Pedro, que hizo cuenta nueva. De Miguel su hijo: ¡cuántos bochornos le había dado ese muchacho!

Lo libró de la cárcel cuando menos unas quince veces, cuando no hayan sido más. Y el asesinato que cometió con aquel hombre, ¿cómo se apellidaba? Rentería, eso es. El muerto llamado Rentería, al que le pusieron una pistola en la mano. Lo asustado que estaba el Miguelito, aunque después le diera risa. Eso nomás ¿cuánto le hubiera costado a don Pedro si las cosas hubieran ido hasta allá, hasta lo legal? Y lo de las violaciones ¿qué? Cuántas veces él tuvo que sacar de su misma bolsa el dinero para que ellas le echaran tierra al asunto: «¡Date de buenas que vas a tener un hijo güerito!», les decía.

—Aquí tienes, Gerardo. Cuídalos muy bien, porque no retoñan.

Y él, que todavía estaba en sus cavilaciones, respondió:

—Sí, tampoco los muertos retoñan —y agregó—: Desgraciadamente.

Faltaba mucho para el amanecer. El cielo estaba lleno de estrellas, gordas, hinchadas de tanta noche. La luna había salido un rato y luego se había ido. Era una de esas lunas tristes que nadie mira, a las que nadie hace caso. Estuvo un rato allí desfigurada, sin dar ninguna luz, y después fue a esconderse detrás de los cerros.

Lejos, perdido en la oscuridad, se oía el bramido de los toros.

«Esos animales nunca duermen —dijo Damiana Cisneros—. Nunca duermen. Son como el diablo, que siempre anda buscando almas para llevárselas al infierno.»

Se dio vuelta en la cama, acercando la cara a la pared. Entonces oyó los golpes.

Detuvo la respiración y abrió los ojos. Volvió a oír tres golpes secos, como si alguien tocara con los nudos de la mano en la pared. No aquí, junto a ella, sino más lejos; pero en la misma pared.

«¡Válgame! Si no serán los tres toques de San Pascual Bailón, que viene a avisarle a algún devoto suyo que ha llegado la hora de su muerte.»

Y como ella había perdido el novenario desde hacía tiempo, a causa de sus reumas, no se preocupó; pero le entró miedo y, más que miedo, curiosidad.

Se levantó del catre sin hacer ruido y se asomó a la ventana.

Los campos estaban negros. Sin embargo, lo conocía tan bien, que vio cuándo el cuerpo enorme de Pedro Páramo se columpiaba sobre la ventana de la chacha Margarita.

—¡Ah, qué don Pedro! —dijo Damiana—. No se le quita lo gatero. Lo que no entiendo es por qué le gusta hacer las cosas tan escondidas; con habérmelo avisado, yo le hubiera dicho a la Margarita que el patrón la necesitaba para esta noche, y él no hubiera tenido ni la molestia de levantarse de su cama.

Cerró la ventana al oír el bramido de los toros. Se echó sobre el catre cobijándose hasta las orejas, y luego se puso a pensar en lo que le estaría pasando a la chacha Margarita.

Más tarde tuvo que quitarse el camisón porque la noche comenzó a ponerse calurosa…

—¡Damiana! —oyó.

Entonces ella era muchacha.

—¡Ábreme la puerta, Damiana!

Le temblaba el corazón como si fuera un sapo brincándole entre las costillas.

—Pero ¿para qué, patrón?

—¡Ábreme, Damiana!

—Pero si ya estoy dormida, patrón.

Después sintió que don Pedro se iba por los largos corredores, dando aquellos zapatazos que sabía dar cuando estaba corajudo.

A la noche siguiente, ella, para evitar el disgusto, dejó la puerta entornada y hasta se desnudó para que él no encontrara dificultades.

Pero Pedro Páramo jamás regresó con ella.

Por eso ahora, cuando era la caporala de todas las sirvientas de la Media Luna, por haberse dado a respetar, ahora, que estaba ya vieja, todavía pensaba en aquella noche cuando el patrón le dijo:

«¡Ábreme la puerta, Damiana!»

Y se acostó pensando en lo feliz que sería a estas horas la chacha Margarita.

Después volvió a oír otros golpes; pero contra la puerta grande, como si la estuvieran aporreando a culatazos.

Otra vez abrió la ventana y se asomó a la noche. No veía nada; aunque le pareció que la tierra estaba llena de hervores, como cuando ha llovido y se enchina de gusanos.

Sentía que se levantaba algo así como el calor de muchos hombres. Oyó el croar de las ranas; los grillos; la noche quieta del tiempo de aguas. Luego volvió a oír los culatazos aporreando la puerta.

Una lámpara regó su luz sobre la cara de algunos hombres. Después se apagó.

«Son cosas que a mí no me interesan», dijo Damiana Cisneros, y cerró la ventana.

—Supe que te habían derrotado, Damasio. ¿Por qué te dejas hacer eso?

—Le informaron mal, patrón. A mí no me ha pasado nada. Tengo mi gente enterita. Ahí traigo setecientos hombres y otros cuantos arrimados. Lo que pasó es que unos pocos de los «viejos», aburridos de estar ociosos, se pusieron a disparar contra un pelotón de pelones, que resultó ser todo un ejército. Villistas, ¿sabe usted?

—¿Y de dónde salieron ésos?

—Vienen del Norte, arriando parejo con todo lo que encuentran. Parece, según se ve, que andan recorriendo la tierra, tanteando todos los terrenos. Son poderosos. Eso ni quien se los quite.

—¿Y por qué no te juntas con ellos? Ya te he dicho que hay que estar con el que vaya ganando.

—Ya estoy con ellos.

—¿Entonces para qué vienes a verme?

—Necesitamos dinero, patrón. Ya estamos cansados de comer carne. Ya ni se nos antoja. Y nadie nos quiere fiar. Por eso venimos, para que usted nos provea y no nos veamos urgidos de robarle a nadie. Si anduviéramos remotos no nos importaría darle un «entre» a los vecinos; pero aquí todos estamos emparentados y nos remuerde robar. Total, es dinero lo que necesitamos para mercar aunque sea una gorda con chile. Estamos hartos de comer carne.

—¿Ahora te me vas a poner exigente, Damasio?

—De ningún modo, patrón. Estoy abogando por los muchachos; por mí, ni me apuro.

—Está bien que te acomidas por tu gente; pero sonsácales a otros lo que necesitas. Yo ya te di. Confórmate con lo que te di. Y éste no es un consejo ni mucho menos, ¿pero no se te ha ocurrido asaltar Contla? ¿Para qué crees que andas en la revolución? Si vas a pedir limosna estás atrasado. Valía más que mejor te fueras con tu mujer a cuidar gallinas. ¡Échate sobre algún pueblo! Si tú andas arriesgando el pellejo, ¿por qué diablos no van a poner otros algo de su parte? Contla está que hierve de ricos. Quítales tantito de lo que tienen. ¿O acaso creen que tú eres su pilmama y que estás para cuidarles sus intereses? No, Damasio. Hazles ver que no andas jugando ni divirtiéndote. Dales un pegue y ya verás como sales con centavos de este mitote.

—Lo que sea, patrón. De usted siempre saco algo de provecho.

—Pues que te aproveche.

Pedro Páramo miró cómo los hombres se iban. Sintió desfilar frente a él el trote de caballos oscuros, confundidos con la noche. El sudor y el polvo; el temblor de la tierra. Cuando vio los cocuyos cruzando otra vez sus luces, se dio cuenta de que todos los hombres se habían ido. Quedaba él, solo, como un tronco duro comenzando a desgajarse por dentro.

Pensó en Susana San Juan. Pensó en la muchachita con la que acababa de dormir apenas un rato. Aquel pequeño cuerpo azorado y tembloroso que parecía iba a echar fuera su corazón por la boca. «Puñadito de carne», le dijo. Y se había abrazado a ella tratando de convertirla en la carne de Susana San Juan. «Una mujer que no era de este mundo».

En el comienzo del amanecer, el día va dándose vuelta, a pausas; casi se oyen los goznes de la tierra que giran enmohecidos; la vibración de esta tierra vieja que vuelca su oscuridad.

—¿Verdad que la noche está llena de pecados, Justina?

—Sí, Susana.

—¿Y es verdad?

—Debe serlo, Susana.

—¿Y qué crees que es la vida, Justina, sino un pecado? ¿No oyes? ¿No oyes cómo rechina la tierra?

—No, Susana, no alcanzo a oír nada. Mi suerte no es tan grande como la tuya.

—Te asombrarías. Te digo que te asombrarías de oír lo que yo oigo. Justina siguió poniendo orden en el cuarto. Repasó una y otra vez la jerga sobre los tablones húmedos del piso. Limpió el agua del florero roto. Recogió las flores. Puso los vidrios en el balde lleno de agua.

—¿Cuántos pájaros has matado en tu vida, Justina?

—Muchos, Susana.

—¿Y no has sentido tristeza?

—Sí, Susana.

—Entonces ¿qué esperas para morirte?

—La muerte, Susana.

—Si es nada más eso, ya vendrá. No te preocupes.

Susana San Juan estaba incorporada sobre sus almohadas. Los ojos inquietos, mirando hacia todos lados. Las manos sobre el vientre, prendidas a su vientre como una concha protectora. Había ligeros zumbidos que cruzaban como alas por encima de su cabeza. Y el ruido de las poleas en la noria. El rumor que hace la gente al despertar.

—¿Tú crees en el infierno, Justina?

—Sí, Susana. Y también en el cielo.

—Yo sólo creo en el infierno —dijo. Y cerró los ojos.

Cuando salió Justina del cuarto, Susana San Juan estaba nuevamente dormida y afuera chisporroteaba el sol. Se encontró con Pedro Páramo en el camino.

—¿Cómo está la señora?

—Mal —le dijo agachando la cabeza.

—¿Se queja?

—No, señor, no se queja de nada; pero dicen que los muertos ya no se quejan. La señora está perdida para todos.

—¿No ha venido el padre Rentería a verla?

—Anoche vino y la confesó. Hoy debía de haber comulgado, pero no debe estar en gracia porque el padre Rentería no le ha traído la comunión. Dijo que lo haría a hora temprana, y ya ve usted, el sol ya está aquí y no ha venido. No debe estar en gracia.

—¿En gracia de quién?

—De Dios, señor.

—No seas tonta, Justina.

—Como usted lo diga, señor.

Pedro Páramo abrió la puerta y se estuvo junto a ella, dejando que un rayo de luz cayera sobre Susana San Juan. Vio sus ojos apretados como cuando se siente un dolor interno; la boca humedecida, entreabierta, y las sábanas siendo recorridas por manos inconscientes hasta mostrar la desnudez de su cuerpo que comenzó a retorcerse en convulsiones.

Recorrió el pequeño espacio que lo separaba de la cama y cubrió el cuerpo desnudo, que siguió debatiéndose como un gusano en espasmos cada vez más violentos. Se acercó a su oído y le habló: «¡Susana!». Y volvió a repetir: «¡Susana!».

Se abrió la puerta y entró el padre Rentería en silencio moviendo brevemente los labios:

—Te voy a dar la comunión, hija mía.

Esperó a que Pedro Páramo la levantara recostándola contra el respaldo de la cama. Susana San Juan, semidormida, estiró la lengua y se tragó la hostia. Después dijo: «Hemos pasado un rato muy feliz, Florencio». Y se volvió a hundir entre la sepultura de sus sábanas.

—¿Ve usted aquella ventana, doña Fausta, allá en la Media Luna, donde siempre ha estado prendida la luz?

—No, Ángeles. No veo ninguna ventana.

—Es que ahorita se ha quedado a oscuras. ¿No estará pasando algo malo en la Media Luna? Hace más de tres años que está aluzada esa ventana, noche tras noche. Dicen los que han estado allí que es el cuarto donde habita la mujer de Pedro Páramo, una pobrecita loca que le tiene miedo a la oscuridad. Y mire: ahora mismo se ha apagado la luz. ¿No será un mal suceso?

—Tal vez haya muerto. Estaba muy enferma. Dicen que ya no conocía a la gente, y dizque hablaba sola. Buen castigo ha de haber soportado Pedro Páramo casándose con esa mujer.

—Pobre del señor don Pedro.

—No, Fausta. Él se lo merece. Eso y más.

—Mire, la ventana sigue a oscuras.

—Ya deje tranquila esa ventana y vámonos a dormir, que es muy noche para que este par de viejas andemos sueltas por la calle.

Y las dos mujeres, que salían de la iglesia muy cerca de las once de la noche, se perdieron bajo los arcos del portal, mirando cómo la sombra de un hombre cruzaba la plaza en dirección de la Media Luna.

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