Authors: John Godey
Cuando oyó llegar el Pelham Uno Dos Tres, Joe Welcome se echó a andar hacia el último vagón. Estaba muy elegante con su impermeable azul marino, ligeramente ceñido a la cintura y que terminaba un par de dedos por encima de las rodillas. Su sombrero era gris oscuro, de ala estrecha y abarquillada, y con una escarapela amarilla sujeta en la cinta. Cuando se detuvo el tren, entró por la última puerta, empujando a tres o cuatro personas que pugnaban por salir. Su maleta, a rayas castañas y amarillas, chocó contra la rodilla de una joven puertorriqueña. Ésta le miró de soslayo, con irritación, y murmuró algo entre dientes.
—¿Decías algo, guapa?
—¿Por qué no mira adónde va?
—Tienes el culito moreno, ¿no?
Ella empezó a decir algo; pero, advirtiendo la malicia de la mirada de él, cambió de idea. Salió del vagón, lanzándole una mirada furibunda por encima del hombro. Llegó un tren directo, que se detuvo al otro lado del andén, y varios pasajeros pasaron al convoy local. Welcome echó un vistazo a la mitad de atrás del vagón y empezó a andar hacia la parte delantera, observando a los pasajeros de ambos lados del pasillo. Pasó al coche siguiente, y, en el momento de cerrarse la puerta detrás de él, el tren arrancó con una brusquedad que le hizo tambalearse. Recobró torpemente el equilibrio y miró, furioso, hacia el lugar donde debía hallarse el conductor, ocho vagones delante de él.
—¡Madre mía! —exclamó en voz alta—. ¿Dónde aprendiste a conducir este cochino tren?
Todavía irritado, siguió andando y observando a los pasajeros. Gente. Carne. Ningún polizonte; nadie que tuviese aspecto de héroe. Andaba tranquilamente, y el seco ruido de sus pisadas llamaba la atención. Le complacía ver tantos ojos vueltos hacia él, y aún le gustaba más mirarlos de arriba abajo, haciendo que se bajasen como otros tantos patos en una caseta de tiro al blanco. No fallaba nunca. Pam, pam, y se bajaban. Era su mirada.
Occhi violenti
, había dicho su tío. Ojos violentos, que él sabía emplear para hacer que la gente se mease en los pantalones.
En el quinto vagón vio a Steever; se hallaba en el extremo opuesto. Le lanzó una mirada, pero Steever se hizo el distraído, adoptando un aire de ausente e imperturbable. Al pasar al siguiente vagón rozó al jefe de tren, un jovenzuelo pulcramente vestido de azul, con la dorada insignia de la Jefatura de Tráfico resplandeciente en su picudo gorro. Apretó el paso y llegó al primer vagón cuando el tren reducía velocidad. Apoyó la espalda en la puerta y dejó la maleta en el suelo, entre las puntas de sus zapatos españoles.
—¡Calle Treinta y Tres! ¡Estación de la Calle Treinta y Tres!
La voz del jefe de tren era aguda, pero firme, y por el tono que le prestaba el altavoz, podía muy bien creerse que aquellos sonidos los emitía un hombre corpulento. Pero no; «era un mequetrefe pelirrojo»,pensó Welcome, y un puñetazo bien dirigido le rompería probablemente la mandíbula como si fuese de porcelana. Le pareció muy graciosa la imagen de una mandíbula quebrándose como una frágil taza de té. Después frunció el ceño, al recordar a Steever serio como un palo y con la caja de flores entre las piernas. Steever era un bestia. Mucho músculo, pero
sólo
músculo. Nada en el tejado. Steever. Con su caja de flores.
Salieron unos cuantos pasajeros y entraron unos pocos. Welcome vio a Longman, sentado frente a la cabina del conductor. Estaba muy lejos. El vagón tenía una longitud de veintidós metros, ¿no? Veintidós metros, cuarenta y cuatro asientos. Los BMT y los IND, lo que ellos llaman secciones B-1 y B-2 (IRT era la Sección A, ¿no?) tenían veintitrés metros de longitud y nada menos que sesenta y cinco asientos. ¡Mira que tener que aprenderse todas esas tonterías! En fin...
Cuando empezaron a cerrarse las puertas, una chica aguantó una de ellas con el hombro y se deslizó en el interior. Él la miró con interés. Minifalda cortísima, largas piernas calzadas con botas blancas, trasero pequeño y redondo. «Hasta ahora no está mal —pensó Welcome—; veámosla de frente.» Le sonrió al volverse ella, y advirtió unos senos muy desarrollados que tensaban una especie de suéter color de rosa, bajo una chaquetilla verde que hacía juego con la falda. Ojos grandes, largas pestañas postizas, boca ancha y con grandes cantidades de carmín, cabellos largos y lisos fluyendo de debajo de uno de esos graciosos sombreros de soldado, con el ala levantada en uno de los lados y encasquetado sobre la coronilla. ¿Australiano? Anzac. Un sombrero anzac.
La chica ocupó un asiento en la mitad delantera del vagón y, cuando cruzó las piernas, se le subió la pequeña falda. Bien. El observó el largo panorama de muslo y pierna. Para empezar.
—Calle Veintiocho —dijo la voz del jefe de tren, cantarina como la de un ángel—. Próxima parada en la Calle Veintiocho.
Welcome apoyó la cadera en el tirador metálico de la puerta. Calle Veintiocho.
Bien. Hizo un cálculo aproximado del número de pasajeros sentados. Una treintena, más un par de chiquillos que estaban de pie, mirando a través del cristal de la puerta delantera. Aproximadamente a la mitad de ellos habría que darles la patada. Pero no a la niña del gracioso sombrero. Ésta se quedaría, a pesar de lo que dijesen Ryder u
otro cualquiera
. ¿Era una locura pensar en cosas así en semejantes momentos? Bueno; estaba loco. Pero ella se quedaría. Daría a la aventura lo que llaman un «matiz erótico».
Longman ocupaba, en el primer vagón del tren, el mismo asiento que ocupaba Steever cinco coches más atrás. Estaba situado directamente enfrente de la puerta de acero de la cabina del conductor, adornada con una inscripción en bonitas letras de rojo muy vivo: PANCHO 777. Su paquete, envuelto en grueso papel de embalaje y atado con un tosco bramante amarillo, llevaba también una inscripción, ésta en letras negras: «Everest Printing Corp., 826 Lafayette Street.»Sujetaba el paquete entre las rodillas, tenía los antebrazos apoyados encima de él y hurgaba distraídamente con los dedos debajo de la intersección donde estaban atadas las puntas del bramante.
Había subido al Pelham Uno Dos Tres en la Calle Ochenta y Seis, para asegurarse de que, antes de llegar a la Calle Veintiocho, podría ocupar el asiento de enfrente de la cabina. No era éste un detalle esencial, pero él se había mostrado terco. Y se había salido con la suya, aunque sólo porque a los otros les importaba poco. Ahora se daba cuenta de que había insistido en esto porque sabía que no habría oposición. En otro caso, Ryder habría tomado la decisión final. ¿No era acaso Ryder el culpable de que él estuviera allí, a punto de sumergirse en una pesadilla en pleno estado de vigilia?
Observó a los dos chiquillos plantados detrás de la puerta delantera. Tendrían ocho y diez años, respectivamente, y ambos eran rollizos y carirredondos; sus rostros rebosaban salud, y estaban enfrascados en su juego de «conducir» el tren a lo largo del túnel, con el debido acompañamiento de chirridos y silbidos producidos con los labios y la lengua. Habría preferido que no estuviesen allí; pero era inevitable. En cualquier tren, a cualquier hora, era seguro que habría un chiquillo o dos —¡y a veces un adulto!— jugando románticamente a hacer de conductor. ¡Toda una aventura!
Cuando el tren llegó a la Calle Treinta y Tres, Longman empezó a sudar. No gradualmente, sino de pronto, como si una ola de calor hubiese caído sobre el vagón. El sudor brotó de su cara y de todo su cuerpo: un líquido pegajoso que le nublaba los ojos y corría por su pecho, sus piernas y sus ingles... Durante unos momentos, al entrar en el túnel, el tren dio unas sacudidas, y Longman sintió que se le paraba el corazón en un soplo de esperanza. Se imaginó la escena: algo falla en el motor, y el conductor aprieta el freno y detiene el convoy. El taller envía un mecánico; éste echa un vistazo y se rasca la cabeza. Cortan la corriente, hacen bajar a los pasajeros, los conducen a una salida de emergencia y remolcan el tren hacia los talleres...
Pero cesaron las sacudidas, y Longman comprendió —como había comprendido desde el principio-que el tren funcionaba bien. O el conductor había arrancado brutalmente, o se trataba de un tren que daba sacudidas, de uno de esos cacharros que tanto molestan a los conductores.
Buscó otras posibilidades en su mente, no porque creyese en ellas, sino por pura desesperación. ¿Y si alguno de los otros se hubiese sentido repentinamente enfermo o hubiese sufrido un accidente? No. Steever era lo bastante bruto para no
saber
que estaba enfermo, y Ryder... Ryder era capaz de levantarse de su lecho de muerte si tenía que hacerlo. Tal vez Welcome, loco y pendenciero como era, se habría enzarzado en alguna riña por una ofensa imaginaria...
Miró hacia atrás y vio que Welcome estaba allí.
Hoy voy a morir.
Esta idea acudió de improviso a su mente, acompañada de una súbita ráfaga de calor, como si acabase de encenderse una fogata dentro de su cuerpo. Sintió sofocación y un terrible deseo de desgarrarse las vestiduras para airear su cuerpo ardiente. Se llevó una mano al botón del cuello del impermeable y empezó a desabrocharlo. Pero se detuvo. Ryder había dicho que no debían desabrochar en absoluto sus impermeables. Sus dedos obligaron al botón a volver a su sitio.
Entonces empezaron a temblarle las piernas y sintió un escalofrío que le llegaba hasta las puntas de los pies. Apoyó las palmas de las manos sobre las rodillas y apretó con fuerza hacia abajo, como para clavar los pies en el sucio suelo del vagón y detener el involuntario temblor producido por el miedo. ¿Estaba llamando la atención? ¿Lo miraban los otros pasajeros? No se atrevió a mirar para comprobarlo. Como un avestruz. Se miró las manos y vio que éstas se deslizaban por debajo del nudo del bramante y se retorcían hasta que empezaron a dolerle. Entonces retiró los dedos, los examinó y se sopló el índice y el medio para refrescarlos. A través de la ventanilla opuesta a su asiento, vio que el túnel se iluminaba y se ensanchaba hasta convertirse en la pared revestida de azulejos de la estación.
—¡Calle Veintiocho! ¡Estación de la Calle Veintiocho!
Se puso en pie. Le temblaban las piernas, pero se movía bastante bien, arrastrando su paquete. Se plantó frente a la puerta de la cabina, manteniendo el equilibrio contra la rápida disminución de la velocidad del tren. Fuera, el andén se hacía menos confuso y se inmovilizaba poco a poco. Los dos chiquillos de la puerta delantera emitían ruidos de frenos. Longman miró a la parte de atrás del vagón. Welcome no se había movido. A través de la puerta delantera, vio que el andén se detenía. Varias personas avanzaron, esperando que se abriesen las puertas. Entonces vio a Ryder.
Estaba apoyado en la pared, completamente tranquilo.
Durante el trayecto, Denny Doyle había visto, en un andén, una cara que le había recordado a alguien. Aquella cara le había tenido intrigado hasta que, al arrancar de la Treinta y Tres, se había hecho súbitamente la luz en su cerebro, como cuando se enciende de pronto una bombilla en una cámara oscura. Era una cara morena e irlandesa, uno de esos rostros huesudos que se ven siempre en las fotografías de los miembros del IRA muertos. Sí; le había recordado la cara de un reportero del Daily News que, hacía cosa de un año, había estado husmeando para escribir un artículo sobre los Metropolitanos. El Departamento de Relaciones Públicas de la J. T. lo puso en contacto con Denny, como conductor veterano típico —según dijeron—, y el reportero, un tipo bastante listo, le hizo una serie de preguntas, algunas de las cuales parecieron ridículas al principio, pero que, bien pensado, eran no poco agudas.
—¿Qué piensan ustedes cuando están conduciendo un tren?
Durante un agitado segundo, Denny pensó que esta pregunta era una trampa, que el reportero había penetrado de algún modo su secreto; pero en seguida comprendió que era imposible. Nunca le había dicho una palabra a nadie. Y no es que fuese ningún delito, sino solamente que no estaba bien que un hombre adulto se dedicase a juegos tontos. Aparte que la J. T. no habría puesto buena cara si se hubiese enterado.
Por consiguiente, había dado una respuesta que a nada comprometía:
—Un conductor no tiene tiempo de pensar en nada, salvo en su trabajo. Que ya es bastante.
—Vamos —dijo el reportero—. Día tras día pasa usted por las mismas vías. ¿Cómo puede haber tanto trabajo?
—¿Cómo puede haber
tanto
...? —dijo Denny, ofendido—. Es una de las líneas de más tráfico del mundo. ¿Sabe usted cuántos trenes conducimos diariamente, cuántos kilómetros de vías...?
—Me lo han dicho —le interrumpió el reportero—. Más de seiscientos kilómetros de vías, siete mil vagones, ochocientos o novecientos trenes por hora en las horas punta. Es formidable. Pero, en realidad, usted se ha zafado de mi pregunta.
—La contestaré —dijo Denny, dignamente—. Pienso en conducir el tren. En cumplir el horario previsto y observar las normas de seguridad. Observo las señales, las luces, las puertas, procuro que los pasajeros viajen cómodamente y no pierdo de vista las vías. Tenemos un dicho: «Conoce tu vía...»
—Está bien. Pero insisto: ¿No piensa alguna vez, por ejemplo, en lo que va a comer al mediodía?
—
Sé
lo que voy a comer al mediodía. Yo mismo lo dispongo por la mañana.
El reportero se había echado a reír, pero las frases sobre la comida aparecieron en el artículo del
News
publicado unos días más tarde. Su nombre fue mencionado expresamente, y, durante unos días, gozó de cierta fama; pero Peg se había molestado un poco:
—¿Qué quisiste decir con eso de que tú lo dispones? ¿Quién se levanta de la cama todas las mañanas para prepararte la comida?
Él le explicó que no había pretendido quitarle su mérito, pero que le había salido así. Después, para sorpresa suya, dijo ella:
—¿En qué diablos piensas realmente?
—Pienso en Dios, Peg —respondió él, solemnemente.
Pero ella le replicó que guardase esas monsergas para el padre Morrissey, y volvió a sus trece, diciendo que quería quitarle el mérito de prepararle la comida y que todos sus amigos pensarían que se estaba en la cama hasta el mediodía.
Pero, ¿qué podía hacer él? ¿Decir que pasaba el tiempo calculando pesos? ¿Él, un [casi siempre] sólido pilar [según dicen] de la iglesia? ¡Oh, Dios mío! Lo cierto era que había que hacer algo para no dormirse. Lo cierto era que, después de casi veinte años, conducir un Metro se convertía en algo automático: se establecía una relación entre los ojos y las señales, entre las manos y la marcha y el freno, y todo parecía funcionar solo. En casi veinte años, no había tenido ninguna falla importante.